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Y ahora era el jinete que estaba frente a mí quien se quitaba la malla de cadenas coloreadas para que pudiera verle la cara. Era de piel blanca, pero dura, lubricada. El pliegue epicántico de sus ojos denotaba la diversidad de sus orígenes.

Yo continuaba mirando a la cara a esos cuatro hombres, a esos Guerreros de los Pueblos del Carro.

En cada uno de esos rostros resaltaban, como si se tratase de galones anudados a su piel, unos tumores pintados. La viveza de esos colores y lo abultado de esas prominencias me recordaron a las repulsivas marcas que tienen los mandriles en la cara. Pero enseguida pude comprobar que se trataba de desfiguraciones culturales, y no congénitas, y que no revelaban la inocencia natural del trabajo de los genes, sino las gestas, la categoría, la arrogancia y el orgullo de sus portadores. Eran cicatrices hechas en la cara con agujas y cuchillos, con pigmentos y excrementos de bosko. Para marcarlas son necesarios días y noches, y no es raro que los hombres mueran en el transcurso de tan doloroso trabajo. La mayoría de estas cicatrices están emparejadas, y descienden desde uno de los lados de la cabeza hasta la nariz y la barbilla. El hombre que estaba frente a mí ostentaba en su rostro siete de tales marcas: la más alta era roja, la segunda amarilla, la siguiente azul, la cuarta negra, dos amarillas y finalmente otra negra. Las marcas de los demás guerreros, aunque diferentes, eran igualmente horribles, petrificantes, repulsivas, y quizás su principal propósito fuera el de aterrorizar al enemigo. Hasta tal punto me había sorprendido descubrirlas que por un momento me llevaron a pensar con terror que iba a enfrentarme en las Llanuras de Turia a seres de otros planetas lejanos que los Reyes Sacerdotes habían traído a Gor para desempeñar un trabajo ya cumplido u olvidado. Pero ahora ya podía descartar esa idea, y sabía que eran hombres. Ahora podía recordar algo que había oído entre susurros en una taberna de Ar a propósito de los terribles Códigos de la Cicatriz conocidos y cultivados por los Pueblos del Carro. Por lo visto, cada una de esas repugnantes marcas tenía un significado, y cualquier paravaci, o kassar, o kataii, o tuchuk, podía leerlas tan claramente como vosotros o yo podríamos leer un letrero en un escaparate o una frase en un libro. En ese tiempo sólo era capaz de leer la marca superior, roja, brillante, gruesa como una cuerda: la Cicatriz del Coraje. Siempre es la situada más arriba. Es más: sin esa marca ninguna otra puede ostentarse. Los Pueblos del Carro valoran el coraje por encima de todo. Todos los guerreros que tenía ante mí parecían muy orgullosos de lucirla en la cara.

Fue entonces cuando el hombre que estaba delante de mí levantó su pequeño escudo lacado y su lanza negra.

—¡Escucha mi nombre! —gritó—. ¡Soy Kamchak, de los tuchuks!

Y tan pronto como acabó de decirlo, como si esperasen el grito del último nombre como una señal preestablecida, las cuatro kaiilas se lanzaron a la carrera lanzando chillidos, y los jinetes se inclinaron en sus sillas con las lanzas sujetas en la mano derecha. Todos querían ser el primero en alcanzarme.

3. La señal de la lanza

Hubiera podido acabar con el tuchuk atravesándole con mi pesada lanza goreana, pero así solamente hubiese conseguido dejarles el campo libre a los demás guerreros para que empleasen las armas a su antojo. Luego, solamente me habría quedado una salida: tirarme al suelo, como hacen los cazadores de Ar después de lanzar su lanza a un larl, y cubrirme con el escudo. Pero enseguida me habrían rodeado las patas provistas de garras de cuatro kaiilas rugientes y jadeantes, y los cuatro jinetes habrían clavado sus lanzas en mi cuerpo tendido, desamparado.

Por eso había decidido confiar en el respeto de los Pueblos del Carro por el coraje de los hombres, y jugármelo todo a esa carta: no hice ningún ademán de defenderme y permanecí de pie, inmóvil; aunque el corazón se agitara en mi pecho, aunque la sangre emprendiese una loca carrera por mis venas, en mi cara no se reflejaba ninguna señal de agitación, y en ninguno de mis músculos o tendones se producía el más leve temblor.

En mi expresión sólo había desdén.

En el último instante, cuando las lanzas de los cuatro jinetes no estaban más que a un palmo de mi cuerpo, las rabiosas kaiilas detuvieron su carga brutal entre gritos y silbidos ensordecedores, obedeciendo a las riendas. De sus patas emergieron las zarpas que se clavaron en la tierra, desgarrándola. Ni uno solo de los cuatro jinetes vaciló por un instante en su silla a pesar de tan súbita parada. A los niños de los Pueblos del Carro se les enseña antes a montar las kaiilas que a andar.

—¡Aieee! —gritó el guerrero de los kataii.

Él y los demás hicieron girar sus monturas y se agruparon unos metros más allá, sin dejar de mirarme.

No me había movido ni un ápice.

—Soy Tarl Cabot —dije—. Vengo en son de paz.

Los jinetes intercambiaron miradas y luego, obedeciendo a una señal del corpulento tuchuk, se alejaron de mi un poco más.

No podía oír lo que estaban diciendo, pero era evidente que discutían.

Me apoyé en mi lanza y bostecé, mirando hacia las manadas de boskos.

Mi pulso seguía muy acelerado. Sabía que si me hubiese movido, o mostrado miedo, o intentado huir, ahora estaría muerto. También cabía la posibilidad de haber luchado. Quizás habría salido victorioso, pero realmente era muy poco probable. Después de matar a, pongamos, dos de ellos, los demás se habrían alejado, y con sus flechas y boleadoras me habrían tumbado fácilmente. Además, lo que era más importante: no deseaba presentarme ante esa gente como un enemigo. Como había dicho, venía en son de paz.

Finalmente, el tuchuk se separó del grupo y avanzó con su kaiila encabritada hasta quedar a unos doce metros de mí.

—Eres un extranjero —me dijo.

—Vengo a los Pueblos del Carro en son de paz.

—No llevas ninguna insignia en tu escudo. Eres un proscrito.

No respondí. Tenía derecho a llevar las marcas de la ciudad de Ko-ro-ba, las Torres de la Mañana, pero no había querido. Hacía mucho tiempo, Ko-ro-ba y Ar habían hecho retroceder la invasión del norte que una alianza de los Pueblos del Carro había llevado a cabo, y los recuerdos de estos hechos, rememorados en las canciones de los campamentos, todavía debían escocer y causar rencor en el ánimo de tan fieras y orgullosas gentes. No, no quería presentarme ante ellos como un enemigo.

—¿Cuál era tu ciudad? —preguntó el tuchuk.

Como guerrero de Ko-ro-ba, no tenía más remedio que responder a esta pregunta.

—Soy de Ko-ro-ba —dije—. Ya habréis oído hablar de esa ciudad.

La expresión del guerrero se endureció, y luego se convirtió en una mueca.

—He oído canciones sobre Ko-ro-ba.

No le repliqué.

—¡Un korobano! —gritó volviéndose a los demás.

Los hombres se agitaron en sus sillas, nerviosos, y hablaron con furia entre ellos.

—Hicimos que volvieseis sobre vuestros pasos —dije.

—¿Qué asunto te trae a los Pueblos del Carro? —preguntó el guerrero.

Antes de responder hice una pausa para reflexionar. ¿Qué podía decirle? Debía andarme con mucho cuidado en lo que concernía a esta cuestión.

—Ya ves que no llevo ninguna insignia en mi escudo, ni tampoco en mi túnica.

—Eres un insensato —dijo asintiendo—. Nadie busca refugio entre los Pueblos del Carro.

Le había hecho creer que era un proscrito, un fugitivo.

Echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.

—¡Un korobano! —exclamó dándose una palmada en el muslo—. ¡Y busca refugio en los Pueblos del Carro! —añadió mientras continuaba riendo hasta tal punto que las lágrimas le resbalaban por la cara—. Decididamente, debes ser idiota.

—Luchemos —sugerí.

Con rabia, el tuchuk tiró de las riendas de su kaiila, lo que hizo que el animal bramara y se levantase sobre las patas traseras dando zarpazos al aire.

—¡No sabes cuánto desearía hacerlo, eslín korobano! —escupió—. ¡Ya puedes empezar a rezar a los Reyes Sacerdotes para que la lanza no me señale!