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Oímos una nueva tempestad de alas, y al mirar al cielo vimos que los tarnsmanes atacaban. Sus animales gritaban, y el tambor no dejaba de sonar.

Unas cuantas flechas lanzadas por los guerreros que nos seguían se levantaron débilmente intentando alcanzarlos, pero volvieron a caer entre los carros.

Las pieles de bosko pintadas que habían cubierto la estructura abovedada del enorme carro de Kutaituchik colgaban rotas de los postes de tem. Donde no las habían desgarrado por completo, podían apreciarse huellas semejantes a las que dejaría un cuchillo que las hubiese atravesado una y otra vez, sin dejar apenas un espacio indemne.

Habían matado a unos quince o veinte guardianes mayormente por flechas. Yacían abatidos aquí y allá, algunos sobre la tarima cercana al carro. En uno de los cuerpos vi clavadas seis flechas.

Kamchak descendió de su montura y tomando una antorcha saltó los escalones del carro y entró.

Le seguí, pero luego tuve que detenerme, impresionado por lo que veía. Habían disparado literalmente millares de flechas que traspasaron las pieles del carro. No podía uno caminar sin quebrarlas. Cerca del centro, solo, con la cabeza inclinada hacia delante, sobre el manto de bosko gris, con el cuerpo atravesado por unas quince o veinte flechas, estaba sentado Kutaituchik. Junto a su rodilla derecha se hallaba la caja de kanda. Miré en torno, y me di cuenta de que ese carro había sido saqueado. Por lo que sabía en aquel momento, era el único en el que eso había ocurrido.

Kamchak estaba sentado con las piernas cruzadas frente al cuerpo de Kutaituchik y ocultaba la cara entre las manos.

Procuré no molestarle.

Algunos guerreros entraron en el carro, detrás de nosotros, pero no demasiados, y todos permanecieron en el fondo, discretamente.

—Los boskos estaban tan bien como puede esperarse en estas circunstancias —decía Kamchak lastimeramente—, y en cuanto a las quivas, procuraré mantenerlas afiladas. También velaré para que engrasen los ejes de los carros.

Después de entonar este lamento, Kamchak inclinó la cabeza y lloró meciendo el cuerpo adelante y atrás.

Aparte de su llanto, en el interior de esa tienda saqueada solamente se oía el crepitar de la antorcha. Por todas partes había cajas abiertas, joyas esparcidas, telas y tapices desgarrados, y las flechas habían atravesado alfombras y maderas pulidas. No veía la esfera dorada por ninguna parte. Si antes había estado allí, se la habrían llevado.

Kamchak se levantó al fin, se dio la vuelta para mirarme y me dijo, todavía con lágrimas en los ojos:

—Había sido un gran guerrero.

Asentí en silencio.

Kamchak miró a su alrededor, tomó una de las flechas y la rompió con toda la furia.

—¡Los turianos son los responsables de lo ocurrido!

—¿Crees que ha sido Saphrar? —pregunté.

—Estoy seguro. ¿Quién, si no, puede permitirse alquilar los servicios de los tarnsmanes? ¿Quién podía haber organizado esta maniobra de distracción que nos ha llevado como estúpidos más allá de la muralla de boskos?

Permanecí callado.

—Lo que Saphrar buscaba —dijo Kamchak— era la esfera dorada.

Continué sin decir nada.

—Como tú, Tarl Cabot.

Le miré sorprendido.

—¿Qué otra razón te podía haber traído a los Pueblos del Carro?

Esperé para responderle, pues no podía decirle toda la verdad. Finalmente dije:

—Sí, lo que dices es cierto. Deseo obtener esa esfera, pero no es para mí, sino para los Reyes Sacerdotes. Para ellos es muy importante.

—Ese objeto no tiene ninguna utilidad.

—Para los Reyes Sacerdotes sí la tiene.

—No, Tarl Cabot —dijo Kamchak sacudiendo la cabeza—. La esfera dorada es un objeto sin ninguna utilidad.

El guerrero tuchuk volvió a mirar a su alrededor, con gran tristeza, y posó los ojos en la figura sin vida de Kutaituchik.

De pronto, los ojos de mi amigo parecieron llenarse de lágrimas, y apretó los puños.

—¡Era un gran hombre! —gritó—. ¡Había sido un gran hombre!

Asentí, aunque en mis recuerdos tan sólo estaba presente la somnolienta figura de Kutaituchik, la imagen de ese hombre corpulento sentado en su manto y con la mirada ausente.

En un rápido y sorprendente movimiento, Kamchak agarró la caja dorada de kanda y con un grito de rabia la lanzó lo más lejos posible.

—Ahora —dije quedamente—, tendrá que haber un nuevo Ubar de los tuchuks.

Kamchak se volvió para mirarme.

—No.

—Pero Kutaituchik ha muerto...

—Kutaituchik —me dijo sin alterarse— no era el Ubar de los tuchuks.

—No te entiendo. ¿Qué estás diciendo?

—Se le llamaba Ubar de los tuchuks, pero no era nuestro Ubar.

—Pero, ¿cómo es posible esto?

—Nosotros, los tuchuks, no somos tan estúpidos como creen los turianos. Kutaituchik ocupaba el Carro del Ubar a la espera de una noche como ésta, solamente por esta razón.

No acababa de entender lo que me estaba explicando.

—Él lo quiso así, y no atendía a razones —dijo Kamchak pasándose la mano por el rostro—. Decía que ahora únicamente servía para eso.

Era una estrategia brillante.

—Así pues, el auténtico Ubar de los tuchuks no ha muerto, ¿no es así?

—Exactamente —dijo Kamchak.

—¿Y quiénes conocen el nombre del auténtico Ubar?

—Los guerreros, solamente ellos.

—¿Quién es el Ubar de los tuchuks? —pregunté.

—Yo —me respondió Kamchak.

15. Harold

Turia fue sitiada en la medida de lo posible, pues los tuchuks por sí solos no podían aislar adecuadamente la ciudad. Los demás pueblos nómadas habían expresado su opinión de que debían responder al asesinato de Kutaituchik los del emblema de los cuatro cuernos de bosko por sí mismos y con sus propios recursos. Según decían, ése no era un problema de los kassars, ni de los kataii, ni de los paravaci. Bastantes kassars y algunos kataii habían querido luchar con los tuchuks, pero los sosegados cabecillas de los paravaci les convencieron de que el problema estaba entre Turia y los tuchuks, y no entre Turia y los Pueblos del Carro en general. Por otra parte, habían llegado una serie de mensajes a lomos de tarns para los kataii, los kassars y los paravaci, y en ellos se especificaba que Turia no albergaba hostilidad alguna contra ellos. Naturalmente, estos mensajes llegaban siempre acompañados de sustanciosos regalos.

De todos modos, las caballerías de los tuchuks se las componían para mantener un bloqueo razonablemente efectivo en los caminos que conducían a Turia. Las masas de tharlariones provenientes de la ciudad ya habían atacado en cuatro ocasiones, pero los millares tuchuks retrocedieron hasta envolver la carga con sus kaiilas. Luego, siguiendo el método de los Pueblos del Carro, que consiste en acercarse a los jinetes enemigos y lanzarles repetidamente flechas hasta alcanzarles y tumbarlos, los tuchuks hicieron desistir de su propósito a los turianos.

También en varias ocasiones, las huestes de tharlariones habían intentado proteger a las caravanas que abandonaban la ciudad, o habían avanzado para encontrarse con caravanas que tenían concertada su entrada en Turia, pero siempre, a pesar de esa protección, los rápidos, diestros y resueltos jinetes tuchuks, obligaron a las caravanas a volver atrás, cuando no dispersaron por la llanura a todos los hombres y a sus animales.

A quienes más temían los tuchuks era a los tarnsmanes mercenarios de Turia, pues podían disparar sobre ellos con relativa impunidad, protegidos por la altura. Pero ni siquiera eso podía hacer que los tuchuks abandonaran las llanuras que rodeaban la ciudad. Los tuchuks podían defenderse de los tarnsmanes dividiendo sus Oralus, o millares, en decenas que se dispersarían inmediatamente, para así ofrecer un blanco pequeño y de rápidos movimientos. Es muy difícil acertarle a un objetivo de esta clase a lomos de un tarn, sobre todo cuando el jinete de abajo es consciente de tu presencia y está preparado para evadirse del proyectil que se le lance. Naturalmente, si el tarnsman se acerca demasiado se expone, y expone también a su montura, a la respuesta de los tuchuks y de sus pequeños arcos, que desde luego saben emplear con inusitada violencia. Las armas de arco de los tarnsmanes son eficaces contra las masas de infantería o contra las agrupaciones de pesados tharlariones. Quizás también sea conveniente pensar que muchos de los tarnsmanes mercenarios de Turia se encontraban envueltos en las poco gratas tareas destinadas a aprovisionar a la ciudad. Así se veían obligados a recorrer grandes distancias en sus tarns llegando hasta los valles del Cartius oriental para traer comida y madera para flechas. Era de presumir que esos mercenarios, al formar parte del orgulloso e impetuoso grupo de los tarnsmanes, hacían pagar a los turianos un precio muy alto por esa clase de servicios, pues debían considerar indigno cargar con fardos, y sólo el peso de los discotarns de oro les podía compensar. En la ciudad no había problemas de agua, ya que en Turia existen pozos que en ocasiones alcanzan centenares de metros de profundidad. En previsión de los sitios también cuentan con reservas de la nieve del invierno derretida o de las lluvias de primavera.