Выбрать главу

Kamchak debía contener la rabia sentado sobre su kaiila al contemplar las distantes murallas blancas de Turia. Era imposible impedir el aprovisionamiento por aire de la ciudad.

No disponía de los artilugios ideados para los sitios, ni de los hombres, ni de los recursos de las ciudades del norte. Debía permanecer así, impotente ante ese hecho, porque era un nómada al pie de unas murallas que se habían levantado contra hombres como él.

—Me pregunto —dije— por qué razón los tarnsmanes no atacaron a los carros con flechas de fuego, por ejemplo, y por qué no fueron ellos mismos los encargados de atacar a los boskos desde el aire. De esta manera os habrían hecho retroceder para proteger a vuestro ganado.

Me parecía una estrategia de lo más elemental. Después de todo, en las llanuras no se podían ocultar los carros ni los boskos, y los tarnsmanes podían alcanzar ambos objetivos en un radio de varios centenares de pasangs.

—Son mercenarios —gruño Kamchak.

—Sí, son mercenarios, ¿y qué?

—Les hemos pagado para que no incendien nuestros carros ni maten a nuestros boskos.

—¿Me estás diciendo que reciben dinero de ambos bandos? —pregunté sorprendido.

—¡Pues claro! —contestó Kamchak con irritación.

Por alguna razón, ese acuerdo no me gustaba nada, aunque, eso sí, me alegraba saber que los carros y los boskos estaban seguros de momento. Supongo que lo que me enfurecía era mi propia condición de tarnsman, pues me parecía impropio de un guerrero repartir favores indiscriminadamente a cambio de dinero procedente de bandos enemigos.

—De todas maneras —admitió Kamchak—, supongo que al final Saphrar de Turia llegará a convencerles de la conveniencia de quemar los carros y matar a los boskos. Sí, lo único que tiene que hacer es pagar más. Y cuando le hagamos daño, cuando de verdad sienta nuestra presencia —concluyó enseñando los dientes—, entonces pagará, te lo aseguro.

Ante tanto convencimiento, no me quedó más remedio que asentir.

—Vamos a retroceder —dijo Kamchak volviéndose a uno de sus subordinados—. Reunamos los carros y apartemos los boskos de la ciudad de Turia.

—¿Te das por vencido? —pregunté.

Los ojos de Kamchak brillaron por un instante. Después sonrió y dijo:

—¡Claro! Me doy por vencido.

Yo me encogí de hombros.

Sabía que tarde o temprano iba a ser yo quien entrara en Turia, pues allí se encontraba ahora la esfera dorada. De alguna manera tendría que intentar obtenerla para devolverla a las Sardar. Me maldecía a mí mismo por haber esperado tanto, incluso por haber esperado a la época de la Toma del Presagio, pues de esa manera había perdido la oportunidad de robar la esfera del carro de Kutaituchik. Como castigo, la esfera no se encontraba ya en un carro tuchuk de la llanura, sino probablemente guardada en la Casa de Saphrar, tras las altas murallas blancas de Turia.

No le había dicho nada a Kamchak de mis intenciones, pues estaba seguro de que habría tenido mucho que objetar ante una idea semejante. Quizás incluso me habría impedido abandonar el campamento. Todavía no conocía esa ciudad, y no veía la manera de entrar en ella. Tampoco sabía cómo iba a intentar llevar a cabo la misión tan peligrosa que me había impuesto.

Aquella fue una tarde laboriosa entre los carros, pues se preparaban para desplazarse. Habían conducido al ganado hacia el oeste, lejos de Turia y hacia Thassa, el lejano mar. Se trabajaba a un ritmo febril, para repasar los carros y arneses, o para cortar tiras de carne que luego se secarían colgadas a los lados de los carros, mientras éstos se desplazaran bajo el sol y el viento. A la mañana siguiente, los carros seguirían a las lentas manadas y se alejarían de Turia. Entre tanto continuaba la Toma del Presagio, a la que ni siquiera faltaban los arúspices de los tuchuks, pues éstos debían quedarse incluso después de la celebración de las últimas lecturas. Un maestro de eslines cazadores me había explicado que los presagios iban avanzando según lo previsible, y que la mayoría se inclinaban en contra de la elección de un Ubar San. Los incidentes entre turianos y tuchuks habrían influido suponía yo, en algunas predicciones. Difícilmente se les podía reprochar a los kassars, los kataii o los paravaci su voluntad de no ser arrastrados por un tuchuk en su enfrentamiento contra Turia, o por no querer tener los mismos problemas que los tuchuks al unirse a éstos de cualquiera de las maneras. Los que insistían con más vehemencia en preservar la autonomía de cada pueblo eran los paravaci.

Desde la muerte de Kutaituchik, Kamchak había cambiado muchísimo de carácter. Rara era la vez que bebía, bromeaba o reía. Yo echaba en falta sus antes frecuentes proposiciones de contienda amistosa, o de carreras, o sus apuestas. Ahora parecía un hombre austero, malhumorado, consumido por la rabia y el odio hacia Turia y los turianos. Se comportaba de manera particularmente violenta con Aphris. Ella era una turiana, y cuando Kamchak había vuelto aquella noche del carro destrozado de Kutaituchik, se dirigió furioso a la jaula de eslín en la que había confinado a Aphris con Elizabeth al iniciarse lo que parecía iba a ser un ataque generalizado. Abrió la puerta y ordenó a la turiana que saliera y se pusiera ante él con la cabeza baja. Una vez le hubo obedecido Aphris, sin dirigirle la palabra para nada, la despojó de su camisk amarillo y ató sus muñecas con brazaletes de esclava. Aphris parecía consternada, y temblaba.

—¡Debería castigarte con el látigo! —gritó Kamchak.

—Pero, ¿por qué, amo?

—¡Porque eres turiana!

La muchacha le miró con lágrimas en los ojos; sin sentir compasión alguna, Kamchak la agarró por el brazo y volvió a meterla en la jaula, junto a Elizabeth, que parecía absolutamente abatida. Cerró la puerta con candado, y cuando lo hacía Aphris dijo:

—¿Amo? ¡Amo, por favor!

—¡Silencio, esclava!

La muchacha no se atrevía a hablar.

—¡Aquí esperaréis las dos a que venga el Maestro del Hierro! —rugió el guerrero antes de darles la espalda bruscamente y dirigirse a las escaleras de su carro.

Pero el Maestro del Hierro no vino esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente. En esos días de guerra había cuestiones más importantes a las que atender, y el marcar e imponer un collar a las esclavas podía esperar.

—¡Dejemos que el Maestro del Hierro cabalgue con su millar! —decía Kamchak—. Ésas dos no escaparán. Dejaré que esperen como si fuesen eslines en sus jaulas, sin saber qué día las marcarán.

Su súbito sentimiento de rabia hacia Aphris de Turia debía ser también la explicación a su voluntad de no liberar a las muchachas de su confinamiento.