—Si me lo permitís —dijo Saphrar—, os presentaré a Ha-Keel, de Puerto Kar, el jefe de los tarnsmanes mercenarios.
—¿Ya sabe Saphrar —le pregunté— que habéis recibido oro de manos tuchuks?
—¡Naturalmente que sí! —respondió Ha-Keel.
—Quizás creías, Tarl Cabot —dijo Saphrar en tono muy alegre—, que eso me iba a indignar, que podrías sembrar la semilla de la discordia entre nosotros, tus enemigos. Pero has de saber, korobano, que yo soy un mercader, y que por esta razón entiendo el significado del oro. Para mí es tan natural que Ha-Keel tenga tratos con los tuchuks como que el agua se hiele o que el fuego queme..., o como que nadie salga del Estanque Amarillo de Turia vivo.
No sabía a qué podía referirse con eso del Estanque Amarillo, pero al mirar a Harold comprobé que había palidecido súbitamente.
—¿Por qué razón —pregunté— Ha-Keel de Puerto Kar lleva en el cuello un discotarn de la ciudad de Ar?
—Antes pertenecía a Ar —respondió el hombre de la cicatriz. También te recuerdo a ti en el asedio a Ar. Entonces te llamabas Tarl de Bristol.
—Eso fue hace mucho tiempo —respondí.
—El lance con la espada entre Pa-Kur y tú fue soberbio.
Acepté ese cumplido con una inclinación de cabeza.
—Quizá te preguntes —siguió diciendo Ha-Keel— cómo es posible que un tarnsman de Ar combata a favor de mercaderes y traidores de las llanuras meridionales.
—La verdad es que me entristece que una espada que un día se levantó para defender a la ciudad de Ar se levante ahora solamente para responder a la llamada del oro.
—Lo que ves colgado de mi cuello —me explicó— es un discotarn de oro de la gloriosa ciudad de Ar. Quería comprarle perfumes y sedas a una mujer, y para obtener este discotarn tuve que cortar un cuello. Pero al final, esa mujer se fugó con otro. Me enfurecí y les perseguí. En un combate maté a ese guerrero. Allí obtuve mi cicatriz. En cuanto a la mujer, la vendí a un mercader de esclavos. No podía volver ya a la gloriosa ciudad de Ar. A veces —añadió, señalando su discotarn— se me hace muy pesado llevarlo.
—Fue muy astuto por parte de Ha-Keel —dijo Saphrar— dirigirse entonces a la ciudad de Puerto Kar, cuya hospitalidad para los de su clase es de sobra conocida. Allí fue donde nos encontramos.
—¡Sí, allí fue! —gritó Ha-Keel—. ¡Este urt asqueroso intentaba robarme!
—¿Quiere esto decir que no siempre has sido mercader? —pregunté a Saphrar.
—Bien, quizá podamos hablar con franqueza entre amigos —dijo Saphrar—, particularmente si uno piensa que las historias que va a contar no se volverán a explicar. ¡Sí, claro que sí! ¡Puedo confiar en vosotros dos!
—¿Y eso por qué? —pregunté.
—Porque van a mataros.
—Ah, ya comprendo.
—Yo antes era perfumista, en Tyros. Pero un día, según parece, me fui de la tienda con algunas libras de néctar del talender ocultas entre los pliegues de mi túnica. Por esta razón me cortaron la oreja y me exiliaron de la ciudad. Así que me las apañé para llegar a Puerto Kar, en donde viví de manera muy poco confortable durante un tiempo, alimentándome de los desperdicios que flotaban en los canales y de otras delicadezas por el estilo.
—¿Cómo es posible que te hayas convertido en un rico mercader? —pregunté.
—Conocí a un hombre. Era un individuo muy alto, de apariencia bastante temible, en realidad, con una piel tan gris como las piedras, y con ojos parecidos al cristal.
No pude evitar acordarme inmediatamente de la descripción que Elizabeth había hecho del hombre que la examinó para comprobar si convenía o no como portadora del collar de mensaje... ¡Y eso había ocurrido en la Tierra!
—Yo nunca me he encontrado con ese hombre —dijo Ha-Keel—, pero me gustaría que así hubiese ocurrido.
—¡Te aseguro que es mejor no conocerlo! —se estremeció Saphrar.
—¿Y dices que tu fortuna cambió cuando conociste a ese hombre? —pregunté.
—Así fue, efectivamente. De hecho, fue él quien consiguió hacerme rico, y luego me envió, hace algunos años, a Turia.
—¿Cuál es tu ciudad?
—Creo —dijo sonriendo—, creo que es Puerto Kar.
Con esa respuesta me decía todo lo que yo deseaba saber. Aunque había crecido en Tyros y luego triunfado en Turia, Saphrar el mercader creía que era de Puerto Kar. Por lo visto, esa ciudad podía manchar el alma de un hombre.
—Por esta razón —dije—, tú, un turiano, puedes disponer de una galera en Puerto Kar.
—Exactamente.
—¡Y también se explica —grité, al comprenderlo de pronto— que el papel del collar de mensaje fuera de rence! ¡Claro! ¡Papel de Puerto Kar!
—Exactamente —repitió Saphrar.
—¡Tú escribiste ese mensaje!
—La verdad es que le pusimos el collar a la chica en esta misma casa, aunque la pobre estaba anestesiada en ese momento, y no podía comprender el honor que le otorgábamos. En el fondo —añadió Saphrar sonriendo—, fue un derroche. No me habría importado nada guardarla en mis Jardines del Placer como una esclava más. Pero, ¡qué le vamos a hacer! —dijo encogiéndose de hombros—, él no quería ni oír hablar de tal posibilidad. ¡Teníamos que enviarla a ella, y no a otra!
—¿Quién es “él”?
—El hombre de la cara gris, el mismo que trajo a la chica a esta ciudad, atada a lomos de un tarn, drogada.
—¿Cuál es su nombre?
—Siempre se negó a decírmelo —respondió Saphrar.
—Y tú, ¿cómo le llamabas?
—“Amo”. Sí, así le llamaba. Pagaba bien.
—¡Vaya! —exclamó Harold—. ¡Aquí tenemos a un esclavo gordo y bajito!
Saphrar no se mostró ofendido, sino que sonrió y se arregló las sedas que le cubrían.
—Pagaba muy bien —volvió a decir.
—¿Por qué no te permitió quedarte con la chica para hacerla tu esclava?
—Ella hablaba una lengua bárbara —me respondió Saphrar—, como tú, según tengo entendido. El plan consistía en que los tuchuks leyeran el mensaje, que luego utilizaran a la chica para encontrarte y que cuando lo consiguieran te liquidaran. Pero no lo hicieron.
—No, no lo hicieron —dije.
—En fin. Ahora ya da lo mismo.
Me preguntaba qué muerte me tenía reservada Saphrar.
—¿Cómo fue posible que tú, que nunca me habías visto, me conocieras y me llamaras por mi nombre durante el banquete?
—El hombre gris me había hecho una descripción muy detallada de ti. Por otra parte, estaba seguro de que entre los tuchuks no podía haber dos personas con un color de pelo semejante al tuyo.
Inconscientemente, me puse en tensión. No había ninguna explicación racional a esta respuesta de mi cuerpo, pero siempre me encolerizaba cuando un extraño o un enemigo hablaba del color de mi cabello. Supongo que en eso deben influir de alguna manera las experiencias de mi juventud: en aquel entonces, el color rojo de mi cabellera era objeto de decenas de burlas, burlas que yo intentaba refutar lo más rápidamente posible por medio de mis puños desnudos. Recordé, no sin cierto grado de satisfacción, aunque me hallase preso en la Casa de Saphrar, que había logrado resolver la mayoría de esas peleas a mi favor. Mi tía solía inspeccionarme los nudillos cada tarde, y si los veía despellejados (lo cual ocurría con frecuencia), me enviaba a la cama, en donde me echaba sin cenar, pero con el orgullo bien alto.
—Para mí fue una diversión llamarte por tu nombre —dijo Saphrar—. Quería saber cómo ibas a reaccionar, quería agitar algo en tu copa de vino.
Ésa era una expresión turiana, pues en esa ciudad consumen vinos en los que sumergían y agitaban cosas, sobre todo azúcares y especias.
—¡Matémosle de una vez! —dijo el paravaci.
—¡Nadie te ha pedido que hables, esclavo! —gritó Harold.
—¡Deja que me encargue personalmente de éste! —dijo el paravaci señalando con la punta de su quiva a Harold.
—Sí, quizás te deje —respondió Saphrar.
Acto seguido, el pequeño mercader se levantó y dio dos palmadas. De un lado de la estancia, de una puerta que hasta ese momento había quedado oculta por una cortina, surgieron dos hombres de armas, a los que seguían otros dos. Los dos primeros transportaban una plataforma cubierta por telas de color púrpura. Sobre esta plataforma acolchada se encontraba lo que tanto había buscado, el objeto por el que había viajado tan lejos, por el que tanto había arriesgado y que, aparentemente, iba a costarme la vida. Sí, allá estaba la esfera dorada.