—¿Deseas luchar por tu vida? —preguntó Saphrar.
—Naturalmente —respondí.
—Muy bien. Podrás hacerlo en el Estanque Amarillo de Turia.
17. El Estanque Amarillo de Turia
Harold y yo nos encontrábamos en el borde del Estanque Amarillo de Turia. Nos habían liberado de la barra de esclavo, pero teníamos las muñecas atadas a la espalda. No me habían devuelto mi espada, pero la quiva que había traído a la ciudad estaba ahora sujeta en mi cintura.
El estanque estaba situado en el interior de una estancia muy espaciosa de la Casa de Saphrar. El techo de ese habitáculo era abovedado, y debía medir unos cinco metros y medio de altura. En cuanto al estanque, rodeado por una pasarela de mármol de unos dos metros de altura, era más o menos circular, y su diámetro sería de unos cinco metros.
La estancia en sí estaba maravillosamente decorada, y podía haberse tratado de una de las habitaciones de los renombrados baños de Turia. Abundaban los diseños florales exóticos, hechos con verde y amarillo, que representaban la vegetación de un río tropical, posiblemente la del cinturón tropical del Cartius o de uno de sus afluentes situados al noroeste. Aparte de esos dibujos, abundaban también las plantas, que crecían en parterres que se sucedían aquí y allá sobre la pasarela de mármol. Eran plantas de amplias hojas, trepadoras. Había parras, y helechos, y muchas flores exóticas. Era algo bello, pero también opresivo, sobre todo si se tiene en cuenta que la temperatura de la habitación era muy elevada. Tanto la habían calentado, y el grado de humedad era tan grande, que todo parecía envuelto en una bruma. Supuse que ese ambiente era el adecuado para el desarrollo de las plantas, o bien que su propósito era alcanzar la máxima fidelidad posible respecto al ambiente representado.
La intensa luz de la estancia provenía del techo translúcido, tras el cual habría probablemente bulbos de energía. Saphrar era un hombre tan rico que incluso podía permitirse disponer en su casa de bulbos de energía.
Alrededor de estanque había ocho amplias columnas, levantadas y pintadas como si de troncos de árboles se tratara. Cada una de estas columnas correspondía a uno de los ocho puntos cardinales de la brújula goreana. Las parras, que a veces incluso se extendían sobre el agua, subían hacia arriba, incontenibles, y eran tan numerosas que el techo solamente se distinguía en algunos retales azules entre el enmarañamiento de las plantas. Algunas de esas parras colgaban a tan baja altura que casi tocaban la superficie del agua. En uno de los lados vi a un esclavo, frente a una especie de panel repleto de alambres y palancas. No lograba entender de qué manera se introducía aquella humedad y aquel calor en la estancia, pues no veía ningún respiradero, ni caldero de agua hirviendo, ni aparato alguno que echara agua sobre piedras calientes. Finalmente comprendí que ese calor provenía del mismo estanque, y supuse que lo calentarían de alguna forma. Sus aguas parecían tranquilas. Me intrigaba saber qué se suponía que iba a encontrar en su interior. Por lo menos disponía de la quiva. Advertí que la superficie del estanque, cuando entramos en el recinto, empezó a temblar, pero después se había vuelto a calmar; supuse que algo que se encontraba en el fondo se había despertado al notar nuestra presencia, y que ahora se hallaba a la espera, expectante. Pero ese movimiento me había resultado extraño, pues cualquiera hubiese dicho que el mismo estanque se había estremecido, como nervioso, para luego calmarse.
A pesar de que estábamos maniatados, dos hombres de armas nos sujetaban a cada uno, y otros cuatro, provistos de ballestas, nos habían acompañado.
—¿Cuál es la naturaleza de la bestia de este estanque? —pregunté.
—¡Ya lo verás! —dijo Saphrar entre risas.
Pensé que posiblemente se tratara de un animal marino. Todavía no había surgido nada en su superficie. Quizás sería un tharlarión marino, o varios. A veces, el tharlarión marino, más pequeño que su hermano, y del que se dice que es capaz de levantar entre sus mandíbulas a una galera entera y partirla en dos como si se tratara de un manojo de juncos de rence, es más temible, pues ese animal, que parece todo dientes y cola, ataca en grupos que surgen súbitamente de entre las olas. Claro que también podía tratarse de una tortuga del Vosk. Algunos ejemplares son gigantescos, y es casi imposible matarlos, pues además de ser voraces su resistencia es increíble. Pero si el animal que se hallaba allá sumergido hubiese sido un tharlarión o una tortuga del Vosk, ya habría hecho su aparición en la superficie. Por este mismo razonamiento también podía descartar la posibilidad de enfrentarme a un eslín acuático o a un urt gigante de los canales de Puerto Kar. Estos dos animales habrían salido a la superficie para respirar incluso antes que un tharlarión o que una tortuga.
Por lo tanto, de cualquier manera, la criatura que esperaba sumergida en el estanque debía ser absolutamente acuática, capaz de absorber el oxígeno mismo del agua. Debía estar provista de branquias, como los tiburones goreanos, probables descendientes de los tiburones terrestres que milenios atrás habían traído experimentalmente los Reyes Sacerdotes para emplazarlos en Thassa. Si éste no era el caso, podía tratarse de un ser provisto de gurdo, una membrana ventral cubierta por una lámina porosa con la que cuentan para respirar algunos predadores marinos, quizás originarios de Gor o quizás traídos a este planeta por los Reyes Sacerdotes desde algún otro mundo más distante que la Tierra. Pero no debía hacerme más preguntas, porque pronto hallaría la respuesta.
—No tengo ningún interés en ver lo que sigue —dijo Ha-Keel—, así que con tu permiso me retiraré.
Saphrar pareció acoger estas palabras con disgusto, pero no más del que exigían las reglas de la cortesía. Levantó con benevolencia su mano rechoncha y de uñas escarlatas y dijo:
—¡Por favor, mi querido Ha-Keel! ¡Retírate si eso es lo que deseas, ¡No faltaría más!
Ha-Keel asintió y se volvió para salir airadamente de la estancia.
—¿Me vais a lanzar al estanque con las manos atadas? —pregunté.
—No, claro que no —respondió Saphrar—. No creo que fuese justo.
—Vaya, me alegra comprobar que estas cosas te preocupan.
La expresión de la cara del mercader era semejante a la que tenía durante el banquete, cuando se dispuso a comer un bicho que se estremecía en la punta de un palillo coloreado.
Oí la risita del paravaci, ahogada por su capucha.
—¡Que traigan el escudo de madera! —ordenó Saphrar.
Dos de los hombres de armas abandonaron la estancia.
Mientras tanto, yo seguía estudiando aquel estanque. Era hermoso, de un amarillo resplandeciente, como si estuviera lleno de piedras preciosas. Entre sus fluidos parecían entretejerse unas cintas y filamentos, y aquí y allá podían verse pequeñas esferas de varios colores. Me di cuenta entonces de que el vapor que surgía del estanque lo hacía periódicamente, como respondiendo a un ritmo acompasado. También noté que la superficie del estanque que lamía los bordes de mármol parecía subir ligeramente de nivel, para luego volver a bajar a la vez que se producía la descarga de vapor.