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Todas estas observaciones fueron interrumpidas por la llegada de los dos guardianes. Transportaban una barrera de madera, por decirlo de alguna forma, de algo así como un metro y medio de alto y de unos cuatro de ancho. La colocaron de manera que me separaron de Saphrar, el Paravaci y los de la ballesta. Harold y sus guardianes tampoco estaban tras esa barricada que, como la pared curva de la habitación, estaba decorada con motivos florales exóticos.

—¿Para qué queréis este escudo? —pregunté.

—Es por si acaso se te ocurre utilizar la quiva contra nosotros —dijo Saphrar.

Eso me pareció una tontería, pero no dije nada. Ciertamente, lo último que se me podía ocurrir era lanzarles a mis enemigos mi única posibilidad de salvación en la lucha del Estanque Amarillo de Turia.

Me volví tanto como pude y examiné otra vez el estanque. Seguía sin haber visto nada que saliese a respirar a la superficie, por lo que ya tenia la absoluta certeza de que mi enemigo invisible debía ser acuático. Confiaba en que se tratase de un solo ser, y de que fuese grande, pues los de menor tamaño siempre son de movimientos más rápidos. Si por ejemplo se tratase de un grupo de sollos goreanos, unos animales que miden unos cuarenta centímetros, podría matar a docenas de ellos, pero me habrían medio devorado en pocos minutos.

—¡Déjame entrar en el estanque a mí primero! —rogó Harold.

—¡De ninguna manera! —contestó Saphrar—. De todos modos, no te impacientes, muchacho, que enseguida te llegará el turno.

Podía deberse a mi imaginación, pero el amarillo del estanque parecía ahora más rico, y los fluidos adquirían un nuevo brillo. Algunas corrientes filamentosas iniciaban una frenética actividad bajo la superficie, y los colores de las esferas latían. El ritmo del vapor se aceleraba, y podía detectar, o eso creía, que de ahí surgía algo más que simple vapor; quizás se tratara de alguna otra emanación de gran sutileza, que hasta ahora no se había podido captar, pero que en ese momento aumentaba de volumen.

—¡Desatadle las manos! —ordenó Saphrar.

Mientras dos de los hombres de armas continuaban sujetándome, el otro hizo lo que el mercader ordenaba. Tres hombres apuntaban a mi espalda con las ballestas, atentos a cualquier movimiento que pudiera hacer.

—Si consigo liquidar al monstruo del estanque —dije con tranquilidad—, doy por hecho que después seré libre.

—Naturalmente, eso será lo justo —dijo Saphrar.

—Estupendo.

El paravaci echó atrás su cabeza encapuchada y se rió a carcajadas. Los guardianes de las ballestas también sonreían.

—Como ya supondrás —dijo Saphrar—, nadie ha logrado hacer tal cosa hasta hoy.

—Entiendo.

La apariencia de la superficie del estanque era ahora realmente curiosa. Daba la sensación de que el nivel había bajado en el centro, y de que por los lados el agua se esforzaba en subir, en trepar por los bordes de mármol para alcanzar nuestras sandalias. Asumí que no era más que una ilusión óptica de algún tipo. Con esos brillos fulgurantes, con esa increíble variedad de colores se habría dicho que unas manos invisibles levantaban y esparcían una enorme cantidad de joyas en el agua iluminada por el sol. Las corrientes filamentosas habían acelerado su frenética danza, y las esferas de variados colores vuelto casi fosforescentes mientras seguían latiendo bajo la superficie. El ritmo del vapor se había hecho rápido, y los gases que se le mezclaban parecían enfermizos. Era casi como si el mismo estanque respirase.

—¡Entra en el estanque! —ordenó Saphrar.

Avanzando mis pies, con la quiva en la mano, me introduje en el fluido amarillo.

Me llevé una sorpresa al comprobar que el estanque, al menos en la zona próxima a los bordes, no era profundo: el agua solamente me llegaba a las rodillas. Di unos cuantos pasos más, y comprobé que se hacía más profundo a medida que se avanzaba hacia el centro. Cuando llegué a un tercio del camino hacia ese punto, el agua me llegaba a la cintura.

Miraba a mi alrededor, buscando el lugar de donde podía proceder el ataque, el lugar en el que se ocultaba, lo que fuera. El color amarillo y brillante del agua la hacía poco transparente, y se me hacía difícil distinguir qué había bajo la superficie.

Me di cuenta de que el vapor, junto con los gases y humos, había dejado de emerger del estanque. Ahora todo estaba tranquilo.

Los filamentos no se me acercaban, y habían detenido su danza. Casi podía decirse que estaban a la espera. Las esferas también parecían permanecer en reposo, aunque algunas de ellas sobre todo las blanquecinas, flotaban cerca, ligeramente bajo la superficie, formando un círculo en torno mío, a unos tres metros. Di un paso más hacia el centro y las esferas, indudablemente movidas por el agua desplazada en mi avance, parecieron dispersarse lentamente. El fluido amarillo del estanque empezó súbitamente a vibrar.

Esperé el ataque del monstruo.

Y así permanecí, con el agua hasta la cintura, durante por lo menos dos o tres minutos.

Entonces, furioso, pensando que el estanque estaba probablemente vacío y que debían estarse burlando de mí, le grité a Saphrar:

—¿Cuándo demonios me enfrentaré al monstruo?

Oí la risa de Saphrar, oculto tras el escudo de madera.

—¡Ya te estás enfrentando a él!

—¡Me estás mintiendo!

—No —respondió entre risas—, ahí lo tienes.

—Pero entonces, ¿cuál es el monstruo?

—¡Es el estanque! —dijo Saphrar.

—¿El estanque?

—¡Sí! —gritó con júbilo—. ¡Está vivo!

18. Los Jardines del Placer

En el mismo instante en que Saphrar me gritaba, se levantó un chorro de vapor acompañado de humos procedente del fluido que me rodeaba. Era como si el monstruo en cuyo seno me encontraba hubiese decidido que su presa ya estaba convenientemente atrapada y se atreviese a respirar súbitamente. Al mismo tiempo podía sentir que el líquido amarillo en el que se hallaba sumergida la mitad de mi cuerpo empezaba a espesarse, casi a solidificarse. Grité, horrorizado por la situación en la que me encontraba e intenté volver sobre mis pasos desesperadamente, luchando por alcanzar el bordillo de la balsa que constituía la jaula de esa cosa en la que me hallaba sumergido. El líquido tenía en aquel momento la consistencia de un barro amarillo y caliente, y cuando llegué a un punto en el que su nivel me llegaba a medio muslo, se volvió tan resistente como cemento amarillo y reciente, con lo que me fue imposible dar un paso más. Sentía cómo los elementos corrosivos empezaban a atacarme las piernas, que se estremecían al sentir esos aguijonazos y desgarramientos.

—A veces tarda horas en digerir completamente a sus víctimas —oí que comentaba Saphrar.

Empecé a hundir furiosamente mi quiva en ese material tan espeso que me rodeaba, pero aunque lograba que la hoja del arma penetrara completamente, sólo conseguía dejar una marca que, como si de cemento húmedo se tratara, desaparecía cuando apenas había retirado la mano.

—Algunos hombres —dijo Saphrar—, y hablo de los que no lucharon, sobrevivieron durante más de tres horas. En algunos casos llegaron incluso a ver sus propios huesos.

De pronto, vi que una de las parras colgaba cerca de donde me encontraba. El corazón me dio un salto ante esa posibilidad. ¡Si únicamente pudiera alcanzarla! Con todas mis fuerzas me movía hacia aquella cuerda vegetal, avanzando de centímetro en centímetro. Extendía los dedos, y los brazos y la espalda parecían desgarrarse en el esfuerzo, y conseguí llegar a un punto en el que con una pulgada más alcanzaría la parra; pero, horrorizado, cuando en un último esfuerzo iba a agarrarla, vi cómo se estremecía y se levantaba por sí misma, quedando fuera de mi alcance. Volví a intentarlo una y otra vez, y siempre ocurría lo mismo. Lancé un grito de rabia, y estaba a punto de volver a intentarlo cuando vi al esclavo en el que reparé al entrar en la estancia: tenía la mirada fija en mí, y sus manos manipulaban las palancas del panel. Prisionero de aquel fluido que se coagulaba, de aquella masa espesa, eché la cabeza atrás, desesperado. Había comprendido que aquel esclavo estaba encargado de la manipulación por medio de alambres de las parras.