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Al darme la vuelta me encontré en el interior de una habitación sobre cuyo suelo había un guardián inconsciente. Subí por una escalera de madera hasta el siguiente nivel, que también estaba vacío, y luego otro más, y otro, y otro. Finalmente emergí en el nivel inmediatamente inferior a la azotea del torreón, y allí encontré a Harold, sentado en el escalón más bajo de la última escalera, respirando con mucha fatiga y con Hereena retorciéndose a sus pies.

—Llevo rato esperándote —dijo Harold, casi sin aliento.

—Tenemos que darnos prisa si no queremos que hagan volar a los tarns para dejamos aislados en esta torre.

—Ése era exactamente mi plan. Oye, pero antes deberías enseñarme a dominar a un tarn, ¿no?

El grito aterrorizado de Hereena traspasó su mordaza, y empezó a revolverse histéricamente para deshacerse de sus ataduras.

—Normalmente —dije— hacen falta muchos años para convertirse en un tarnsman experto.

—Todo eso me parece muy bien, pero ahora te estoy hablando de un paseo en tarn, de un paseo corto, y de las nociones más elementales necesarias para dominar a ese animal.

—¡Ven conmigo arriba! —grité.

Fui por delante de Harold subiendo la escalera y empujé la trampilla por la que se accedía a la azotea. En ella había cinco tarns. Un guardián se aproximaba en aquellos momentos a la trampilla, y el otro estaba soltando a los tarns uno por uno.

Estaba a punto de enfrentarme al primero de los guardianes, con medio cuerpo en la escalera, cuando la cabeza de Harold emergió por detrás de mí.

—¡Tranquilo, no luches! —le dijo al guardián—. ¡Éste es Tarl Cabot, de Ko-ro-ba, estúpido!

—¿Quién es Tarl Cabot de Ko-ro-ba? —preguntó el guardián, sorprendido.

—Yo soy —respondí, sin saber qué podía añadir.

—Y ésta es la chica —dijo Harold—. ¡Date prisa, cógela!

—¿Qué está pasando ahí abajo? —preguntó el guardián mientras envainaba su espada—. Y vosotros, ¿quiénes sois?

—No hagas tantas preguntas y sostén a la chica —le dijo Harold.

El guardián se encogió de hombros y cuando tomó en sus brazos el cuerpo de Hereena hice una mueca, pues inmediatamente se oyó el chasquido de un golpe que podría haber roto el cráneo de un bosko. Antes de que el guardián se derrumbara, Harold le arrebató con gran habilidad la muchacha. Acto seguido, aquel hombre cayó sin sentido por la trampilla hasta el piso de abajo.

El otro guardián continuaba concentrado en su trabajo con los tarns al otro lado de la oscura azotea. Ya había soltado a dos de esas grandes aves, y les hacía levantar el vuelo con un aguijón de tarn.

—¡Eh, tú! —gritó Harold—. ¡Suelta a otro tarn más!

—¡De acuerdo! —respondió el hombre mientras hacía volar a otro de los ejemplares.

—¡Ven aquí! —llamó Harold.

El guardián acudió corriendo.

—¿Dónde está Kuros? —preguntó.

—Abajo —respondió Harold.

—¿Quién eres tú? ¿Qué es lo que está pasando aquí?

—Soy Harold de los tuchuks.

—¿Qué haces aquí?

—¿Acaso no eres Ho-Bar? —inquirió Harold. Ése era un nombre muy común en Ar, de donde procedían bastantes mercenarios.

—No conozco a ningún Ho-Bar —respondió el hombre. ¿Quién es? ¿Un turiano?

—Creía que aquí encontraría a Ho-Bar, pero quizás tú te encuentres con él.

—Bien, lo intentaré.

—Toma, sujeta a esta chica.

Hereena sacudió la cabeza violentamente, como queriendo advertir al guardián a través de los pliegues asfixiantes del pañuelo que le tapaba la boca.

—¿Y qué quieres que haga con ella? —preguntó él.

—Sólo tienes que aguantarla.

—De acuerdo, de acuerdo.

Cerré los ojos, y en menos de un segundo se acabó todo. Cuando los abrí, Harold volvía a tener a Hereena sobre los hombros y se acercaba a grandes zancadas a los tarns.

En la azotea quedaban dos de esas grandes aves. Ambos eran ejemplares fuertes, enérgicos y despiertos.

Harold abandonó a Hereena en el suelo y se montó en el tarn que tenía más cerca. Cerré los ojos cuando vi que golpeaba fuertemente el pico del animal y decía:

—Soy Harold de los tuchuks, un experto tarnsman. He montado más de un millar de tarns, he pasado más tiempo sobre la silla del tarn que la mayoría de hombres sobre sus pies... ¡Me concibieron sobre un tarn! ¡Nací sobre un tarn! ¡Me alimento de carne de tarn! ¡Témeme! ¡Soy Harold de los tuchuks!

El ave le miraba con una mezcla de extrañeza y sorpresa, o al menos eso parecía. Temía que en cualquier instante iba a levantar a Harold con el pico para hacerlo pedazos y engullirlo en un abrir y cerrar de ojos. Pero el animal parecía demasiado sorprendido para hacerlo.

—¿Cómo se monta un tarn? —me preguntó volviéndose hacia mí.

—Sube a la silla —le indiqué.

—¡Enseguida!

Empezó a subir, pero perdió pie en uno de los peldaños de la escalera de cuerda y se quedó con la pierna metida en él. Así que fui a ayudarle a acomodarse en la silla y me aseguré que se colocaba la correa de seguridad. Después le expliqué tan rápidamente como pude el funcionamiento de los aparejos de control, del anillo principal de la silla y de las seis correas.

Cuando le entregué a Hereena, la pobre muchacha de las llanuras, familiarizada con las feroces kaiilas, por muy orgullosa y altiva que fuera, no podía evitar, como tampoco podían hacerlo numerosas mujeres, sentir un profundo pavor ante la presencia de un tarn. Sentí sincera compasión por la tuchuk, pero Harold parecía muy satisfecho al verla tan fuera de sí. Las anillas de esclava de la silla de un tarn son muy parecidas a las de las kaiilas, por lo cual Harold tuvo a Hereena atada sobre la silla, frente a él, en un momento, después de utilizar con destreza las correas que iban sujetas a las anillas. Acto seguido, sin esperar más, el tuchuk lanzó un grito y tiró de la cuerda principal. El tarn no se movió, antes bien, giró la cabeza y miró a Harold con lo que podría llamarse escepticismo animal.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no se mueve?

—Todavía está trabado —le respondí—. ¿No lo ves?

Fui hasta el animal y le solté la traba. Inmediatamente, empezó a batir las alas y alzó el vuelo.

—¡Aieee! —gritó Harold.

Podía imaginar la sensación que había experimentado en su estómago ante la rápida ascensión.

Tan deprisa como pude solté al otro tarn y me subí a su silla, en donde me coloqué la correa de seguridad. Tiré de la cuerda principal y, al ver que el tarn de Harold volaba allá arriba en círculos, dibujándose contra una de las lunas de Gor, me apresuré a acudir a su lado.

—¡Suelta las correas! —le indiqué gritando—. ¡Tu tarn seguirá al mío, no te preocupes!

—¡De acuerdo! —contestó alegremente.

Y así, en un momento, nos encontramos volando a gran velocidad sobre la ciudad de Turia. Hice que mi montura describiera un amplio giro, al ver las antorchas y luces de la Casa de Saphrar, y después la conduje hacia las llanuras, en dirección a los carros de los tuchuks.