Finalmente llegué al círculo de tierra alisada y despejada, de unos treinta metros de anchura, que separaba el recinto amurallado de los edificios que componían la Casa de Saphrar del resto de la ciudad. Pronto supe que no se podía aproximar a más de diez largos de espada de esas murallas.
—¡Tú! ¡Lárgate de aquí! —me gritó un guardián desde lo alto del muro—. ¡Éste no es sitio para holgazanes como tú!
—¡Pero señor! —grité implorante—. ¡Tengo piedras preciosas y alhajas que podrán interesar al noble Saphrar!
—¡Pues acércate a la puerta y enséñales qué vendes!
En el muro encontré una puerta más bien pequeña y de gruesos barrotes, y allí rogué que me dejaran enseñarle mis mercancías a Saphrar. Esperaba que una vez en su presencia podría amenazar con matarle para obtener a cambio la esfera dorada y un tarn con el que emprender la huida.
Pero con gran pesar, no se me admitió en el recinto: una persona al servicio del señor de la casa, acompañada por dos guerreros armados, examinó las joyas y no le costó mucho averiguar su auténtico valor. Cuando lo hizo, lanzó un grito despectivo y las arrojó a la arena. Los dos guerreros me apalearon con las empuñaduras de sus armas mientras yo fingía dolor y terror.
—¡Márchate de aquí, estúpido! —gritaron.
Me arrastré buscando mis piedras entre la arena, escarbando mientras gemía y lloraba.
Pude oír cómo reían los guardianes.
Había conseguido encontrar la última de mis alhajas guardándola en la bolsa e incorporándome, cuando me di cuenta de que ante mis narices tenía las pesadas y fuertes sandalias, casi botas, de un guerrero.
—¡Piedad, señor! —susurré.
—¿Qué haces ocultando una espada bajo tus ropas? —me preguntó.
Conocía esa voz. Era Kamras de Turia, el Campeón de la ciudad, a quien Kamchak había vencido tan amargamente durante los juegos de la Guerra del Amor.
Me eché hacia delante para sujetarle por las piernas y hacerte caer al suelo. Inmediatamente me levanté y empecé a correr, con lo que la cabeza me quedó al descubierto.
—¡Detened a ese hombre! —gritó Kamras—. ¡Detenedlo! ¡Sé quién es! ¡Es Tarl Cabot, de Ko-ro-ba! ¡Detenedlo!
El largo vestido de mercader me hizo tropezar, y caí profiriendo una maldición, pero enseguida volví a levantarme y correr. El proyectil de una ballesta chocó a mi derecha contra un ladrillo de la muralla, arrancando varios pedazos.
A todo correr, me metí por una callejuela. Detrás de mí oí a alguien; quizás era Kamras, y detrás suyo oía las pisadas de otros dos. De pronto, surgió el grito de una mujer, y los guerreros maldijeron. Eché una mirada a mis espaldas y vi que la muchacha del cesto había caído frente a los guerreros. En ese momento lloraba lastimeramente y levantaba su cesto roto. Los guerreros la empujaron a un lado y prosiguieron su carrera. Para entonces, yo ya había girado por una esquina y saltado a una ventana, y luego a la superior, hasta llegar a la azotea llana de una tienda. Inmediatamente oí las pisadas apresuradas de los dos guerreros que pasaban por la calle inferior. Les seguían algunos niños gritando alborozados tras los soldados. Escuché algunas conversaciones especulativas en la calle inferior y, al cabo de un rato, todo pareció volver a la tranquilidad.
Allí estaba, sin apenas atreverme a respirar. El sol pegaba de pleno en aquella azotea. Conté cinco ehns goreanos, o minutos, y decidí que lo mejor sería desplazarme por encima de los tejados en la otra dirección, para encontrar una azotea resguardada y permanecer allí hasta la caída de la noche. Luego quizás intentaría escapar de la ciudad. Sí, así podría ir al encuentro de los tuchuks, que viajan con bastante lentitud, para recuperar el tarn que había dejado bajo su custodia, y volar con él a la Casa de Saphrar. Como era natural, en un futuro próximo se iba a hacer muy difícil abandonar la ciudad. Muy pronto llegarían a sus puertas las órdenes oportunas para evitar mi salida. La verdad era que me había sido muy fácil entrar en Turia, pero no creía que el camino inverso lo fuese. Aun así, no podía ni pensar en permanecer allí hasta que la vigilancia en sus puertas volviese a relajarse, en un plazo de unos tres o cuatro días, pues todos los guardias de Turia iban a estar buscando a Tarl Cabot, y reconocerlo, desafortunadamente, era tarea sencilla.
Estaba enfrascado en esos pensamientos cuando oí que alguien venía por la calle silbando una tonadilla que me resultaba conocida. Por fin comprendí que la había oído cantar entre los carros de los tuchuks. Sí, era una canción que entonan las muchachas cuando conducen a los boskos con sus palos. Así que me puse a silbar también la melodía, y la persona de abajo la silbó conmigo al cabo de unos cuantos compases, hasta que la acabamos juntos.
Con mucha precaución asomé la cabeza por el borde de la azotea. En la calle no había nadie más que una chica que miraba hacia arriba, en dirección al lugar en el que me encontraba. Llevaba velo y Vestidura de Encubrimiento. Era la misma que había visto antes, cuando creía que me seguían. Era la misma que obstaculizó a mis perseguidores: llevaba una cesta rota.
—Como espía dejas bastante que desear, Tarl Cabot —me dijo.
—¡Dina de Turia!
Permanecí durante cuatro días en las estancias superiores del comercio de Dina de Turia. Allí me teñí el pelo de oscuro y cambié la indumentaria de mercader por la túnica amarilla y marrón de los panaderos, a cuya casta pertenecían tanto su padre como sus dos hermanos.
Abajo, los paneles de madera que habían separado la tienda de la calle estaban hechos pedazos. Alguien había destrozado también el mostrador. En cuanto a los hornos, presentaban el más desolador de los aspectos: sus cúpulas ovales derrumbadas, y las puertas de hierro arrancadas de sus goznes. Incluso las dos piedras moledoras de grano yacían esparcidas en trozos por el suelo.
Según me explicó Dina, hubo un tiempo en el que la tienda de su padre había sido la panadería más renombrada de Turia. La mayoría del resto de establecimientos expendedores de pan habían caído en manos de Saphrar de Turia, aunque los miembros de la Casta de los Panaderos seguían trabajando en ellos, tal y como requerían las costumbres goreanas. El padre de Dina se había negado a vender su comercio a los agentes de Saphrar, pues no quería trabajar en provecho del rico mercader. Poco tiempo después, unos siete u ocho rufianes, armados con garrotes y barras de hierro, habían atacado la panadería para destruir su equipamiento. Tanto el padre como los dos hijos fueron apaleados hasta morir cuando intentaron defender el comercio. La madre murió poco después, al no poder soportar la tragedia. Dina había vivido durante un tiempo de los ahorros de la familia, pero finalmente los había reunido para ocultarlos entre sus ropas y adquirió una plaza en una caravana que se dirigía a Ar. Esa misma caravana había sido atacada por los Kassars y Dina, como ya se puede suponer, había caído en manos de esos guerreros.
—¿No te gustaría alquilar los servicios de unos hombres y reabrir la tienda? —le pregunté.
—No tengo dinero.
—Yo tengo un poco —dije, tomando mi bolsa y desparramando su brillante contenido sobre la mesilla de la estancia principal de la casa.
Dina se echó a reír y pasó los dedos entre mis alhajas.
—En los carros de Albrecht y de Kamchak pude aprender algo sobre piedras preciosas —me dijo, y luego añadió—: Te aseguro que aquí no hay ni el equivalente al valor de un discotarn de plata.