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El carro de mercancías se estaba aproximando a la puerta principal, y ya le hacían gestos indicándole que se apresurara a pasar.

Escudriñé la llanura en dirección al camino que habían tomado los carros tuchuks. Ya hacía unos cinco días que se habían marchado. Me había parecido muy extraño que Kamchak, el resuelto e implacable Kamchak de los tuchuks, abandonara tan pronto el asalto a la ciudad, aunque sabía que prolongar el asedio no significaba vencer. De todos modos, respetaba su decisión de retirarse frente a una situación en la que no había nada que ganar y sí mucho que perder, sobre todo si se tenía en cuenta la vulnerabilidad de los carros y de los boskos en un ataque de tarnsmanes. Sí, había tomado la decisión adecuada..., pero para él debía haber sido muy doloroso dar la vuelta a los carros y retirarse de Turia, dejando la muerte de Kutaituchik impune y a Saphrar triunfante. De alguna manera se podía decir que había sido un acto de valentía por su parte, pero yo había pensado que Kamchak se mantendría frente a las murallas de Turia, con su kaiila ensillada, con las flechas en la mano, hasta que los vientos y las nieves le hubiesen llevado con su pueblo, los tuchuks, y con sus carros y sus boskos. Había pensado que ésa sería la única manera de apartar a Kamchak de las puertas de Turia, la ciudad de las nueve puertas, de las altas murallas, la nunca penetrada ni conquistada.

Todos estos pensamientos se vieron interrumpidos por un altercado que se estaba produciendo abajo. Efectivamente, hasta nosotros llegaban los gritos airados de un guardián de la puerta, y también los gritos de protesta del conductor del carro de mercancías. Dirigí la mirada a la parte inferior de la muralla. A pesar de la manifiesta desesperación del conductor, no pude evitar sonreír al ver que la rueda trasera del enorme y pesado carro se había salido de su eje. El carro se había inclinado bruscamente, y en un momento el eje tocaba la tierra y se hundía en ella.

El carretero bajó de un salto y se puso a gesticular alocadamente al lado de la rueda caída. Después, de forma irracional, puso su hombro bajo el carro e intentó levantarlo con todas sus fuerzas. Pero por mucho empeño que pusiera, era una tarea imposible para un hombre solo.

Varios guardias parecían divertirse con este hecho, y lo mismo ocurría con algunos de los que pasaban por allí en aquel momento, que se reunían para contemplar las reacciones desesperadas del carretero. Finalmente, el oficial de la guardia, que estaba casi fuera de sí, rabioso, ordenó a varios de sus hombres, que no cesaban de reír, que pusiesen también sus hombros bajo el carro. Pero incluso entre todos ellos no pudieron levantarlo ni un ápice, y parecía que iban a necesitar algunas palancas.

Absorto, puse los ojos en la lejanía. Dina seguía contemplando el lío que se había armado allí abajo y se divertía, pues el carretero se mostraba muy afligido, y pedía toda clase de disculpas, agachándose, arrastrándose y bailando en torno al oficial, que seguía muy enfadado. En ese momento percibí, allá a lo lejos, una polvareda casi invisible que se levantaba hacia el cielo.

Los guardias y las gentes aquí y allá parecían exclusivamente preocupados por lo que ocurría con el carro atascado.

Volví a fijarme en el carretero. Era un hombre joven, bien formado. Su pelo era rubio, y algo en él me resultaba familiar.

Adelanté la posición de mi cuerpo y me agarré al parapeto. Sí, ahora era evidente: la polvareda se acercaba a la puerta principal de Turia.

Sujeté a Dina bruscamente.

—¿Qué pasa?

—¡Vuelve a tu casa y enciérrate dentro! —le susurré con vehemencia—. ¡Y no se te ocurra salir bajo ningún concepto!

—No te entiendo. ¿De qué hablas?

—¡No preguntes, y haz lo que te digo! —le ordené—. ¡Venga! ¡Vete a casa, cierra con candado las puertas, y no salgas!

—Pero Tarl Cabot, ¿qué...?

—¡Aprisa!

De pronto, ella también miró por encima del parapeto, y vio la nube de polvo. Se llevó la mano a la boca, y los ojos se le agrandaron a causa del miedo.

—¡No puedes hacer nada! —le dije—. ¡Venga! ¡Corre!

La besé ávidamente y luego, volviéndola, la empuje para que se decidiera de una vez a caminar. Dina avanzó unos cuantos metros dando traspiés y se giró para mirarme.

—¿Qué vas a hacer tú? —me preguntó gritando.

—¡Corre! —le ordené por toda respuesta.

Y Dina de Turia empezó a correr por el amplio camino de ronda que bordeaba las altas murallas.

La túnica de los panaderos, que no lleva cinturón, me ayudaba a ocultar bajo mi brazo izquierdo una espada y una quiva. Además, por encima llevaba también una pequeña capa marrón que borraba cualquier vestigio de mis armas. Sin prisas, las saqué de mi túnica y las envolví en la capa.

Volví a mirar por encima del parapeto. El polvo seguía acercándose. En unos momentos podría contemplar a las kaiilas, y los destellos producidos por las hojas de las lanzas. A juzgar por las dimensiones de la nube de polvo y por la velocidad a la que se aproximaban, la primera oleada de jinetes, compuesta quizás por centenares de ellos, cabalgaba en una estrecha columna y a todo galope. La formación de los tuchuks, que se desplazaban colocando delante un primer centenar seguido de un espacio libre equivalente al que ocupa esta formación, y luego otro centenar, y así sucesivamente, les permitía disminuir la polvareda provocada por su avance, pues ésta tenía tiempo de disiparse entre uno y otro centenar. Además, de esta manera, cada centenar dispone del espacio necesario para desenvolverse sin entorpecer el avance de las demás formaciones. Ahora podía distinguir al primer centenar en fila de a cinco, el espacio abierto que había tras él, y al segundo. Se aproximaban con gran rapidez, y el sol empezó a provocar reflejos en las hojas de las lanzas tuchuks.

Con mucha tranquilidad, sin apresurarme, descendí de la muralla y me aproximé al carro encallado, a la puerta abierta, a los guardias. Estaba seguro de que muy pronto alguien daría la alarma desde lo alto de la muralla.

En la puerta, el oficial seguía regañando a aquel tipo rubio. Tenía los ojos azules, como ya había supuesto, pues le había reconocido desde arriba.

—¡Sufrirás por esto! —gritaba el comandante de la guardia—. ¡Torpe! ¡Estúpido!

—¡Piedad! ¡Piedad, señor! —suplicaba Harold de los tuchuks.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el oficial.

En ese momento se oyó un grito de horror desde lo alto del muro.

—¡Tuchuks!

Los guardias se miraban unos a otros, sorprendidos. Inmediatamente, dos personas más repitieron el grito allá arriba, señalando a la llanura.

—¡Tuchuks! ¡Cerrad las puertas!

El oficial miraba hacia arriba, alarmado, y finalmente gritó dirigiéndose a los hombres situados en la plataforma del torno:

—¡Cerrad las puertas!

—No sé si te habrás dado cuenta —dijo Harold— de que mi carro está justo en medio.

El oficial, que de pronto lo comprendía todo, echó mano de su espada, pero antes de que pudiese desenvainarla, el hombre joven ya había saltado hacia él para hundirle la quiva en el corazón.

—Mi nombre es Harold, ¡Harold de los tuchuks!

Se oyeron gritos en la muralla, y los guardias corrían hacia el carro. Los hombres del torno intentaban cerrar las dos pesadas puertas lo máximo posible accionando el lento mecanismo. Harold había extraído su quiva del pecho del oficial. Dos hombres, que empuñaban sendas espadas, se dirigían hacia él. Yo salté para colocarme frente al tuchuk y me hice cargo de ellos: uno cayó, y el otro resultó herido.