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Pero Kamchak ya no atendía a nuestra conversación, y miraba con aire ausente hacia la alfombra delante del trono ahora manchada con los líquidos de las bebidas derramadas y por los desperdicios del banquete. No parecía demasiado consciente de lo que ocurría a su alrededor. Aunque ésa debería haber sido una noche de triunfo para él, no parecía contento en absoluto.

—Por lo que veo —dije—, el Ubar de los tuchuks no es feliz.

Kamchak se volvió para mirarme otra vez.

—La ciudad arde —comenté.

—Déjala arder.

—Es tuya, Kamchak.

—No la quiero, no quiero para mí la ciudad de Turia.

—Entonces, ¿qué es lo que buscas? —le pregunté.

—Lo único que quiero es la sangre de Saphrar.

—Así que todo esto —inquirí—, ¿solamente es una venganza por la muerte de Kutaituchik?

—Para vengar a Kutaituchik haría arder mil ciudades.

—Y eso ¿por qué?

—Porque era mi padre —respondió Kamchak antes de volver la cabeza.

Durante la comida, acudieron de vez en cuando los mensajeros para hablar con Kamchak y volver a partir rápidamente. Venían de diversas partes de la ciudad, e incluso de los lejanos carros, que estaban a varias horas de kaiila.

Sirvieron más comida y bebida, e incluso los hombres de Turia allí presentes fueron obligados a punta de quiva a beber grandes cantidades de vino, con lo que algunos empezaron a hablar confusamente, y otros lloraban. Los demás comensales se encontraban cada vez más excitados y alegres, y seguían las melodías bárbaras que los músicos interpretaban. En un momento dado, tres chicas tuchuks entraron en la sala vestidas con sedas. Ambas llevaban fustas en la mano. Arrastraban a una muchacha turiana desnuda, de aspecto miserable. Habían encontrado una larga cuerda para atarle las manos por detrás; después le habían dado con ella varias vueltas en torno a la cintura y la habían anudado convenientemente para poder llevarla a rastras.

—¡Ésta era nuestra ama! —gritó una de las muchachas tuchuks mientras la golpeaba con la fusta.

Al oír esto, las jóvenes tuchuks que se encontraban en las mesas aplaudieron con deleite. Enseguida entraron dos o tres grupos de muchachas tuchuks, cada uno conduciendo por una cuerda a la que hasta hacía unas horas había sido su dueña. Después obligaron a las turianas a peinarles el pelo y a lavarles los pies junto a las mesas, para que desempeñaran las tareas de las esclavas de servicio. Más tarde hicieron que algunas danzaran para los hombres, y finalmente una de las tuchuks señaló a su antigua ama y gritó:

—¿Cuánto se me ofrece por esta esclava?

Con lo cual uno de los hombres, siguiendo la diversión, gritó un precio, que desde luego no subía a más de unos cuantos discotarns de cobre. Las jóvenes tuchuks gritaban de excitación, y empezaron a incitar a los posibles compradores para que pusieran a subasta a sus antiguas dueñas. Así, lanzaron a una bellísima muchacha turiana a los brazos de un tuchuk vestido de cuero por tan sólo siete discotarns de cobre. En medio de todas estas chanzas llegó un mensajero que se dirigió a toda prisa hacia donde se encontraba Kamchak. El Ubar de los tuchuks escuchó impasible lo que le decía, y finalmente se levantó. Señaló a los hombres turianos cautivos y dijo:

—¡Lleváoslos! ¡Que les pongan el Kes y los encadenen! ¡Que empiecen enseguida a trabajar!

Los guardias tuchuks obedecieron y condujeron a Phanius Turmus, a Kamras y a todos los demás. Los comensales observaban a Kamchak, esperando sus indicaciones. Incluso los músicos habían dejado de tocar.

—El festín ha concluido —dijo Kamchak.

Los invitados y las cautivas, arrastradas por aquellos que habían querido apropiarse de ellas, salieron de la estancia.

Kamchak seguía en pie frente al trono de Phanius Turmus, con el manto púrpura del Ubar por encima de un hombro. Contemplaba el desorden de las mesas, las copas caídas, los restos del banquete. Solamente él, Harold y yo continuábamos en aquel gran salón del trono.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Están atacando a los carros y los boskos —respondió.

—¿Quién? —gritó Harold.

—Los paravaci —dijo Kamchak.

23. La batalla de los carros

Kamchak había ordenado que a sus columnas de ataque a la ciudad les siguieran un par de docenas de carros, la mayor parte de ellos destinados a cargar con provisiones. Uno de esos carros, desprovisto de techo, transportaba a los dos tarns que Harold y yo habíamos robado de la azotea del torreón, en la Casa de Saphrar. Los habían traído para nosotros, pues se pensaba que podían resultarnos útiles en el ataque a la ciudad o en el transporte de material o de hombres. Un tarn puede transportar una cuerda con nudos de la que cuelguen de siete a diez hombres, y sin ningún problema.

Harold y yo corrimos por entre esos carros montados en nuestras kaiilas. Detrás de nosotros atronaban los millares, que continuarían su camino hacia el campamento principal, que quedaba a varios ahns de allí. Íbamos a montar en nuestros tarns, Harold para volar en dirección al campamento kassar, y yo hacia los kataii, con la intención de pedirles ayuda. La verdad es que tenía muy pocas esperanzas de que alguno de esos pueblos acudiese en ayuda de los tuchuks. Después de cumplir con esa misión, Harold y yo debíamos reunirnos con nuestros respectivos millares en su camino hacia el campamento tuchuk, para así tomar el mando y hacer lo que en nuestra mano estuviera en defensa de los boskos y de los carros. Entretanto, Kamchak habría formado a sus fuerzas en el interior de la ciudad y se prepararía para la retirada, lo que le permitiría enfrentarse a los paravaci. La muerte de Kutaituchik quedaría sin vengar.

Con gran sorpresa me enteré de que los Ubares de los kassars, los kataii y los paravaci eran respectivamente Conrad, Hakimba y Tolnus, los mismos a los que había conocido junto a Kamchak en las Llanuras de Turia cuando llegué por primera vez a los Pueblos del Carro. Lo que en un principio había tomado por una simple avanzadilla de cuatro jinetes había resultado ser una reunión de Ubares de los Pueblos del Carro. Debí darme cuenta que cuatro jinetes sin graduación de diferentes pueblos nunca habrían cabalgado juntos. Por otra parte, los kassars, como los kataii y los paravaci, son muy precavidos a la hora de revelar quién es su auténtico Ubar, y en eso tampoco se diferencian en nada de los tuchuks. Cada uno de esos pueblos tiene a su propio falso Ubar para proteger al verdadero del peligro de asesinato. Pero Kamchak me había asegurado que Conrad, Hakimba y Tolnus eran los auténticos Ubares de los pueblos.

Cuando descendí con mi tarn entre los sorprendidos kataii, aquellos guerreros de piel oscura estuvieron a punto de liquidarme a flechazos. Pero mi chaqueta negra con el emblema de los cuatro cuernos de bosko hizo que me reconocieran como el correo tuchuk que era, y en cuanto aterricé guiaron mis pasos hacia la tarima del Ubar de los kataii. Me permitieron hablar directamente con Hakimba tras dejar bien claro a mi escolta que conocía la identidad de su verdadero Ubar, y que me era imprescindible hablar con él.

Tal como esperaba, los ojos marrones de Hakimba y la expresión de su cara repleta de cicatrices demostraron muy poco interés durante mi explicación de los apuros por los que pasaba el pueblo tuchuk.

Por lo visto, para él no tenía demasiada importancia que los paravaci atacaran el ganado y los carros de los tuchuks mientras la mayoría de sus guerreros estaban comprometidos en la invasión de Turia. Lo que no le parecía bien era que el ataque hubiese tenido lugar durante la celebración del Año del Presagio, pues ése era un período de tregua general entre los Pueblos del Carro. También me pareció que tocaba su fibra sensible cuando le hablé de la presunta complicidad de los paravaci con los turianos, dado el momento del ataque y la manera de llevarlo a cabo. Así, no sólo había tenido lugar durante el Año del Presagio, sino que además daba la impresión de que los paravaci intentaban alejar a los tuchuks de Turia. Pero finalmente, aunque Hakimba no aprobaba la acción de los paravaci y contemplaba con indignación la posibilidad de que hubiesen ayudado a los turianos, no veía en todo ello motivos suficientes para hacer intervenir a sus propios hombres en una lucha que no parecía concernirle directamente.