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En un momento, manteniéndome sobre mi silla pese a los saltos y tropiezos de mi kaiila al pasar sobre cadáveres de boskos y cuerpos caídos de kaiilas y hombres que gritaban, di órdenes para que hicieran volver a los boskos. Luego nos reuniríamos en las cercanías de los carros. Los paravaci que habían logrado escapar sobre sus veloces kaiilas ya se habían alejado de la manada, y no era conveniente que los animales se quedaran dispersos por la llanura, a merced del enemigo, que en cualquier momento podía volverse para reiniciar la batalla.

Cuando los paravaci consiguieron reunirse de nuevo, mis hombres ya habían reconducido a la manada y, mezclados entre ella, la habían detenido en el perímetro de los carros.

Estaba a punto de anochecer, y yo confiaba en que los paravaci, que nos superaban quizás en una proporción de diez o veinte a uno, esperarían a que llegase la mañana para sacar partido a su ventaja. Ya que la batalla parecía que finalmente iba a decidirse a su favor, sería poco menos que absurdo arriesgarse a atacar en la oscuridad.

Lo más probable era que a la mañana siguiente intentasen encontrar un camino por el que atacar evitando en lo posible a la manada. Sí, quizás atacarían incluso por entre los carros, con lo que nos atraparían entre su frente y la masa de nuestros propios animales.

Durante la noche me entrevisté con Harold, cuyos hombres habían estado luchando entre los carros. Habían logrado expulsar a los paravaci de bastantes zonas, pero aquí y allá seguían existiendo núcleos de resistencia. Los dos acordamos enviar un mensajero a Turia para que informara a Kamchak de nuestra situación, sin ocultarle que nuestras esperanzas ante un nuevo ataque eran mínimas.

—No creo que las cosas cambien demasiado con este mensajero —dijo Harold—. Si va a todo galope, podrá llegar a Turia en siete ahns. Pero incluso si Kamchak sale de Turia en el mismo momento en que llegue el mensajero, su vanguardia, por muy deprisa que vaya, no podrá alcanzarnos en menos de ocho ahns..., y entonces ya será demasiado tarde.

Todo lo que decía Harold me parecía cierto, por lo que no tenía ningún sentido discutir más sobre ese punto. Así que asentí con cansancio.

Tanto Harold como yo hablamos con nuestros hombres. Les hicimos saber que eran libres de retirarse de los carros para unirse a las fuerzas que seguían en Turia, pero ni un solo hombre de nuestros dos millares se movió de su puesto.

Formamos los piquetes de guardia, y cada uno descansó lo que pudo, al raso, con las kaiilas ensilladas y con los ronzales puestos y sujetos al alcance de la mano.

Por la mañana, antes de que saliera el sol, nos despertamos y comimos carne de bosko seca. Para beber, sorbimos el rocío de la hierba de la llanura.

Poco tiempo después de que amaneciera, descubrimos a los paravaci formando al otro lado de la manada. Se preparaban para atacar desde el norte con todas sus energías. Matarían a todo ser viviente que encontrasen en su camino, excepto a las mujeres, ya fuesen esclavas o libres. A éstas las reunirían en grupos y las atarían unas a otras para utilizarlas como escudos tras los que se protegerían los guerreros paravaci en su ataque, y ni las flechas ni las lanzas de los tuchuks podrían dañarles. Harold y yo habíamos convenido fingir que nos enfrentábamos a los paravaci a campo abierto, con los carros a nuestras espaldas para luego, cuando el enemigo atacara, escabullimos entre ellos. Acto seguido, ya tras los carros, los cerraríamos sobre el frente de ataque de los paravaci. Así detendríamos la carga, y el enemigo ofrecería un blanco inmejorable para nuestros arqueros, que procurarían provocar el mayor número de bajas posibles. Naturalmente, sólo sería cuestión de tiempo, y tarde o temprano nuestra barricada se vería forzada o desbordada en un sector sin defensas.

La batalla comenzó en la séptima hora goreana y, tal como habíamos planeado, cuando el centro del ataque paravaci confiaba en nuestro enfrentamiento, la mayor parte de nuestros hombres retrocedió entre los carros, mientras el resto los empujaba hasta juntarlos uno con otro. Tan pronto como nuestros guerreros se encontraron tras ellos saltaron de sus kaiilas y con el arco y el carcaj en la mano, se dirigieron a sus posiciones bajo los carros, entre ellos o sobre ellos, así como también tras el parapeto de las planchas laterales, provistas de sus respectivas troneras.

La fuerza del ataque paravaci estuvo a punto de hacer volcar y romper la barrera de carros, pero aguantaron el embiste. Era como una oleada de kaiilas y jinetes, erizada de lanzas, que rompía y se acumulaba contra los carros, mientras las filas de atrás seguían presionando a los que tenían delante. Algunas de estas filas de jinetes empezaron a escalar sobre sus compañeros caídos y amontonados para saltar por encima de los carros al otro lado, en donde los arqueros detenían su carrera y les hacían caer de sus kaiilas. Una vez en el suelo sucumbían a las navajas de las mujeres libres tuchuks.

Al otro lado de los carros, las flechas empezaron a llover sobre los paravaci atrapados a menos de cuatro metros. Algunos siguieron avanzando por encima de los caídos. Una vez agotamos nuestras flechas nos enfrentamos a ellos entre los carros, clavándoles nuestras lanzas.

A un pasang de distancia pudimos ver que nuevos contingentes de paravaci formaban en la parte superior de una pendiente.

Oímos con alborozo el mensaje de sus cuernos, pues señalaba la retirada de los que se encontraban entre los carros.

Vimos que los supervivientes, ensangrentados, cubiertos de sudor, jadeantes, retrocedían para desaparecer entre las filas de la nueva formación.

Siguiendo mis órdenes, los hombres, exhaustos, salieron de los puestos de tiro que ocupaban para recoger a tantas kaiilas y jinetes caídos como pudieran, y así evitar que esa masa de cuerpos sirviera de acceso a la parte superior de nuestros carros.

Apenas habíamos despejado el terreno situado ante nuestra improvisada muralla cuando volvieron a sonar los cuernos de bosko de los paravaci. Inmediatamente, una nueva oleada de kaiilas con sus jinetes y lanzas se nos echó encima. Así cargaron en cuatro ocasiones, y en cuatro ocasiones pudimos rechazarlos.

Tanto los hombres de Harold como los míos estaban diezmados, y eran muy pocos los que no habían perdido algo de sangre. Según mis estimaciones, solamente sobrevivía una cuarta parte de los que habían cabalgado con nosotros en defensa de los carros y del ganado.

Una vez más, Harold y yo anunciamos que quien quisiera partir era libre de hacerlo.

Una vez más, ningún hombre se movió de su puesto.

—¡Mirad! —gritó un arquero, señalando a la colina en la que formaban los paravaci.

Allí pudimos ver que otros millares estaban formando. Los estandartes de los millares y de los centenares se ponían en posición.

—Es el cuerpo principal de los paravaci —dijo Harold—. Para nosotros será el final.

Miré a derecha e izquierda por encima de la maltrecha y sangrienta barricada de carros, para contemplar lo que quedaba de mis hombres, esos guerreros heridos y casi desfallecidos. Muchos de ellos se habían tendido sobre la barricada o el suelo que quedaba detrás de ésta, e intentaban ganar un momento de respiro. Las mujeres libres, e incluso también algunas esclavas turianas, corrían de un lado a otro para llevar agua fresca y, cuando había necesidad de ello, para vendar las heridas. Algunos tuchuks empezaron a cantar la Canción del Cielo Azul, cuyo estribillo dice que aunque los hombres mueran, siempre quedará el bosko, la hierba y el cielo.

Yo estaba con Harold en una plataforma fijada sobre la caja de un carro al que le habían arrancado la estructura de la bóveda. Estábamos situados justo en medio de la barricada. Ambos estudiábamos lo que ocurría en el campo contrario. En la distancia, veíamos cómo se reunían las kaiilas y sus jinetes, y cómo se movían los estandartes.