Le pregunté a Kamchak sobre este detalle, pues tenía entendido que los tuchuks llevaban sus guerras hasta las últimas consecuencias, no dejando piedra sobre piedra a su paso, matando incluso a los animales domésticos, y envenenando los pozos. Ciertas ciudades que habían sufrido el fuego y la devastación de los Pueblos del Carro más de cien años atrás seguían, según se decía, desoladas en la actualidad, y en sus calles no había más que silencio, excepto por el paso de algún eslín buscando un urt que llevarse a la boca, o el soplar del viento.
—Los Pueblos del Carro necesitan a Turia —me había respondido llanamente Kamchak.
Eso me dejó asombrado, aunque enseguida caí en la cuenta de que era verdad: Turia era la principal vía de contacto entre los Pueblos del Carro y las demás ciudades de Gor, la puerta a través de la cual los productos comerciales salían a la espesura de las hierbas, al país de los jinetes de las kaiilas y de los pastores del bosko. No cabía duda de que sin Turia los Pueblos del Carro se convertirían en los más pobres del planeta.
—Además —añadió Kamchak—, los Pueblos del Carro necesitan tener un enemigo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Sin enemigo común, nunca se unirán, y si no se unen algún día caerán derrotados.
—¿Tiene esto algo que ver con la apuesta de la que hablabas?
—Quizás.
De todas maneras, sus respuestas no me satisfacían, pues me parecía que Turia habría sobrevivido aunque la destrucción provocada por las tropas de Kamchak hubiese sido mucho mayor. Sin ir más lejos, por ejemplo, podían haber abierto una única puerta para permitir que sólo se fueran unos cientos, y no los miles que seguían abandonando la ciudad.
—¿Y eso es todo? —pregunté—. ¿Es ésta la única razón por la que tantos turianos viven ahora fuera de la ciudad?
Me miró sin que su rostro reflejara ninguna expresión en particular y dijo:
—Comandante, debes tener alguna misión que llevar a cabo por ahí, ¿no es así?
Asentí bruscamente, di media vuelta y abandoné la estancia. Hacía ya mucho tiempo que había aprendido a no presionar al guerrero tuchuk cuando no manifestaba ganas de hablar. Pero mientras caminaba pensaba en esa clemencia que tanto me extrañaba. Odiaba con todas sus fuerzas a Turia y a los turianos, y en cambio había tratado a los ciudadanos desarmados con exquisita indulgencia; les había permitido conservar la vida y la libertad, aunque convirtiéndolos en un pueblo en éxodo. En todo caso, eso no era poco para el Ubar de los tuchuks, cuando los Pueblos del Carro no eran famosos precisamente por la compasión que les suscitaba el enemigo. La excepción más clara a las medidas de clemencia de Kamchak la constituían las más bellas mujeres de la ciudad, a las que se las trataba según la tradición goreana, como parte del botín.
Durante los escasos ratos libres de que disponía, me acercaba a los alrededores del recinto de Saphrar. Los tuchuks habían fortificado los edificios que lo bordeaban, e incluso levantaron muros de piedra y madera, en las calles y separaciones que había entre una construcción y otra. De esta manera, la Casa de Saphrar quedó completamente cercada. Yo, por mi parte, había estado adiestrando a unos cuantos centenares de tuchuks en el manejo de la ballesta, pues en ese momento disponíamos de muchas de esas armas. Cada guerrero tenía a su disposición cinco ballestas y cuatro esclavos turianos que les tensaban y cargaban las armas. Les asigné puestos situados sobre los tejados de las casas circundantes al recinto, lo más cerca a las murallas que fuera posible. Aunque la cadencia de tiro de la ballesta era mucho menor que la del arco tuchuk, tenía un alcance muchísimo mayor. Con las ballestas en nuestras manos no iba a resultar tan fácil entrar y salir del recinto a lomos de un tarn; como se habrá supuesto ya, este último era mi principal objetivo al adiestrar a todos esos hombres. De hecho, me alegré mucho el primer día que mis ballesteros novatos derribaron a cuatro tarns que intentaban entrar en el recinto; naturalmente, muchos otros escaparon a sus flechas, pero no importaba. Si hubiésemos podido disparar desde otras posiciones, como por ejemplo desde la muralla, habríamos cerrado a todos los efectos el acceso o salida al recinto por el aire. Naturalmente, temía que esta mejora de nuestro armamento indujera a Saphrar a partir lo antes posible, pero al final no fue así. Y era normal, porque probablemente sólo se dio cuenta de nuestras intenciones al ver caer los cuatro tarns..., y entonces ya era demasiado tarde.
Harold y yo mascábamos un pedazo de carne de bosko asada en un fuego que habíamos encendido sobre el suelo de mármol del palacio de Phanius Turmus. A nuestro lado, las mandíbulas de dos kaiilas crujían mientras daban cuenta de los cadáveres de dos verros.
—La mayoría de la gente ha salido ya de la ciudad —decía Harold.
—Eso es bueno.
—Kamchak no tardará en cerrar las puertas —añadió Harold—, y entonces podremos dedicarnos plenamente a la Casa de Saphrar y al gallinero de Ha-Keel.
Asentí. Ya apenas había resistencia en la ciudad y con las murallas cerradas Kamchak podría llevar a todos sus hombres a la Casa de Saphrar, ese fuerte dentro de otro fuerte, y a la torre de Ha-Keel, para tomar ambas posiciones al asalto, si era necesario. Según nuestros cálculos, Ha-Keel disponía en su torre de más de un millar de tarnsmanes, además de varios guardias turianos. En cuanto a Saphrar, probablemente disponía tras esas vallas de más de tres mil defensores, así como un número semejante de sirvientes y esclavos. Estos últimos debían estarle prestando unos buenos servicios, particularmente en trabajos como reforzar puertas, elevar la altura de ciertos muros, cargar ballestas, reunir las flechas que caían en el interior del recinto... Las esclavas debían cocinar y distribuir la comida y también complacerían en ciertos casos los deseos de algunos guerreros.
Cuando acabé con la carne de bosko me tendí sobre el suelo y me puse un cojín detrás de la cabeza. Quedé mirando el techo abovedado, en el que se distinguían las manchas que nuestra hoguera había producido.
—¿Vas a pasar la noche aquí? —preguntó Harold.
—Supongo que sí.
—¡Pero si hoy llegan varios miles de boskos desde el campamento!
Me volví para mirarle. Sabía que Kamchak había hecho traer en los últimos días a varios centenares de boskos para que pacieran en los alrededores de Turia, y también para que sirvieran de alimento a sus tropas.
—¿Y eso qué tiene que ver con el sitio en el que duerma? —pregunté—. ¿Acaso vas a dormir en el lomo de un bosko para demostrar que eres un buen tuchuk, o algo así?
—Un tuchuk —me dijo con orgullo— puede dormir confortablemente en los cuernos de un bosko, si así se le antoja. Lo que está claro es que sólo a un korobano se le ocurre dormir sobre un suelo de mármol cuando podría hacerlo sobre la piel de un larl en el carro de un comandante.
—No entiendo de qué me hablas.
—¡Pobre korobano! —susurró.
Acto seguido, se levantó, se limpió la quiva en la manga izquierda y se la metió en el cinturón.
—¿Dónde vas? —le pregunté.
—A mi carro —contestó—. Hoy ha llegado con los boskos, y junto con otros más de doscientos carros, entre los que está el tuyo.