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—Te encuentro realmente bella.

—¡Me ataron a una rueda! —dijo entre sollozos apoyando la cabeza en mi hombro.

Con mi mano derecha la apreté contra mí en esa postura.

—¡Me han marcado al fuego! ¡Me han marcado!

—Tranquila. Ya ha acabado todo. Ahora eres libre, Elizabeth.

Levantó su rostro inundado de lágrimas y me miró dulcemente.

—Te amo, Tarl Cabot.

—No, eso no es cierto.

—Te amo —repitió mientras volvía a apoyarse en mí—, pero tú nunca me has querido. No, nunca me has querido.

No dije nada.

—Y ahora —siguió diciendo Elizabeth con tono amargo—, ahora a Kamchak se le ocurre que soy un buen regalo para ti. ¡Oh, es un hombre cruel, cruel!

—Yo, por el contrario, creo que Kamchak te tenía en buen concepto, y por eso te ha entregado a mí, a su amigo.

—¡No es posible! —se echó hacia atrás, confundida—. Entonces, ¿por qué me azotó? ¿Por qué me..., me tocó...? —dijo en un susurro—. ¿Por qué me tocó..., con el cuero?

Elizabeth miró al suelo. La vergüenza le impedía mirarme a los ojos.

—Te azotó porque habías huido. ¿Acaso no lo entiendes? Lo normal en estos casos es mutilar a la chica, o lanzarla a los eslines o a las kaiilas. En cuanto a lo que hizo con el látigo..., a eso le llaman “La Caricia del Látigo”, y Kamchak la utilizó para demostrarme, y quizás para demostrártelo a ti también, que eres una hembra.

—¡Pero hizo que me avergonzara! —dijo Elizabeth sin dejar de mirar al suelo—. ¡No puedo evitar moverme como lo hago! ¡No puedo evitar ser una mujer!

—Ahora ya ha acabado todo, Elizabeth.

Elizabeth levantó la cabeza. Su anillo brillaba a la luz del fuego central.

—Y tú, ¿qué me dices? —le pregunté—. ¿No tienes las orejas perforadas?

—No, yo no. Pero muchas de mis amigas, en la Tierra, sí que las tienen, para ponerse los pendientes.

—¿Y te parecía eso muy horrible?

—No —respondió sonriendo.

—Pues a los tuchuks les horrorizaría, te lo aseguro. Les parece tan abominable, que ni siquiera se lo hacen a sus esclavas turianas. Y uno de los principales temores de una muchacha tuchuk cuando cae en manos turianas es precisamente éste: que le perforen las orejas.

Elizabeth se echó a reír, aunque de sus ojos seguían brotando las lágrimas.

—Este anillo que llevas te lo puedes quitar, si así lo deseas. Con los instrumentos adecuados podemos hacer que te lo abran y luego te lo saquen, y no quedará ninguna marca visible.

—Eres muy bueno, Tarl Cabot.

—Supongo que no te gusta que te lo diga, pero creo sinceramente que este anillo te hace más atractiva.

—¿De veras? —dijo levantando la cabeza y sonriendo con descaro.

—Sí, de veras.

Se apoyó en los talones y se ajustó sobre los hombros la tela amarilla.

—¿Qué soy? —me preguntó mirándome sonriente—. ¿Una esclava o una mujer libre?

—Una mujer libre.

—Me parece que no quieres liberarme —dijo entre risas—, porque me mantienes encadenada... ¡Como si fuera una esclava!

—¡Lo siento! —dije acompañándola en sus risas.

Si, estaba seguro: Elizabeth Cardwell llevaba puesto el Sirik.

—¿Dónde está la llave? —pregunté.

—Sobre la puerta —dijo, para luego añadir con mordacidad—: allí donde no puedo alcanzarla.

Me incorporé para buscarla.

—Estoy muy contenta.

Saqué la llave de su gancho.

—¡No te vuelvas!

No me volví.

—¿Por qué? —pregunté.

Oí débilmente el ruido de una cadena, y luego la voz de Elizabeth, que me decía con fuerza:

—¿Te atreves a liberar a esta chica?

Me volví y comprobé con sorpresa que Elizabeth se había levantado, y se mantenía erguida, orgullosa, retadora, ante mí. Era como si se hubiese transformado en una esclava a la que se le acaba de imponer el collar, a la que habían traído al campamento atada a la silla de una kaiila menos de un ahn antes. Sí, era como si acabasen de raptarla en un ataque.

Tragué saliva.

—Sí —dijo Elizabeth—, me descubriré, pero has de saber que te combatiré hasta la muerte.

Con gracia y descaro, hizo que la sábana de seda amarilla se moviese alrededor de su cuerpo, y finalmente se desprendió de ella. Se quedó frente a mí, simulando estar furiosa, y por esta razón resultaba todavía más bella y atractiva. Llevaba el Sirik, y también iba ataviada, naturalmente, como una Kajira cubierta, con la Curla y la Chatka, es decir, con la cuerda roja y la fina tira de cuero; con el Kalmak, la chaquetilla de cuero negro abierta y sin mangas, y con la Koora, la cinta de tejido rojo que mantenía recogido atrás su cabello castaño. Alrededor del cuello llevaba el collar turiano con su cadena unida a las pulseras de esclava y a las ajorcas, una de estas últimas estaba atada a la cadena, que a su vez estaba unida a la anilla de esclava. En su muslo izquierdo pude distinguir la marca, pequeña y profunda, de los cuatro cuernos de bosko.

Apenas podía creer que la orgullosa criatura que tenía ante mis ojos fuese la que tanto Kamchak como yo conocíamos con el nombre de “pequeña salvaje”. Hasta aquel momento pensaba que se trataba de una chica sencilla y tímida de la Tierra, de una joven y bonita secretaria, una entre otras muchas, entre los millares de chicas de esa clase que trabajan en las enormes oficinas de las ciudades más importantes de ese planeta. Pero lo que estaba ante mí no tenía nada que ver con los cristales, con los rectángulos y la polución de la Tierra, ni con las multitudes apresuradas, malhumoradas y degradadas, con esos esclavos pendientes de su reloj, con esos esclavos que gritaban y saltaban y lamían a cambio de una caricia de plata, o a cambio de sus posiciones, o título, o propiedades en calles de renombre, o a cambio de la adulación y la envidia de tipejos frustrados por los que un goreano sentiría el más profundo de los desprecios. No, la chica que tenía ante mí me recordaba más bien, por decirlo de alguna manera, el aullido del bosko y el olor de la tierra pisoteada por sus pezuñas, el sonido de los carros al avanzar y el silbido del viento alrededor suyo, el grito de las muchachas que conducen al ganado y el olor de las cocinas a campo abierto. Sí, esa chica me hablaba de Kamchak tal y como lo había conocido, me hacía pensar en cómo debía haber sido Kutaituchik, y en el palpitar de la hierba y de la nieve, y en el pastoreo de inmensas manadas. Sí, era como una cautiva que podía proceder de Turia, o de Ar, o de Cos, o de Thentis. Parecía que en ese momento le acababan de imponer las cadenas, y permaneciese en actitud desafiante en el carro de su enemigo. La habían vestido para él, para complacerle. Toda identidad y significado se borraban, y sólo quedaba algo incontrovertible: ahora parecía una esclava de los tuchuks, y nada más.

—¿Y bien? —dijo Elizabeth rompiendo el silencio que había mantenido hasta entonces—. Creía que ibas a liberarme de estas cadenas.

—Sí, sí, claro —respondí.

Me dirigí hacia ella, y no pude evitar dar un traspié. Luego, un poco a tientas, cierre tras cierre, la despojé de las cadenas, y lancé el Sirik y la cadena del tobillo a un lado del carro, junto a la anilla de esclava.

—¿Por qué has actuado así? —le pregunté.

—No lo sé —respondió con ligereza. Quizás sea una esclava tuchuk.

—Eres libre —afirmé con rotundidad.

—Procuraré recordarlo.

—Sí, hazlo.

—¿Acaso te pongo nervioso?

—Sí.

Había vuelto a tomar la tela amarilla, y con un par de broches, que probablemente procedían del saqueo a Turia, se la sujetó alrededor del cuerpo con mucha gracia.

Se me pasó por la cabeza violarla.

Pero no iba a hacerlo, naturalmente.

—¿Has comido ya? —preguntó.

—Sí.

—Queda algo de bosko asado. Está frío, y calentarlo sería un engorro, así que no voy a hacerlo. Ya no soy una esclava, ¿sabes?

Empecé a lamentar mi decisión de liberarla.

Me miró con ojos brillantes y dijo: