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—Los mitos goreanos dicen que la mujer desea ardientemente su identidad, ser ella misma, aunque solamente lo haga en el momento paradójico en que es totalmente esclava y al mismo tiempo se la libera.

—Todo esto son tonterías.

—Los mitos también dicen que la mujer desea ardientemente que ese momento llegue, pero que no lo sabe.

—¡Vaya, ésta es la mayor de las tonterías que has dicho! —exclamó entre risas.

—Entonces, ¿por qué razón te has puesto ante mí en la actitud de una esclava? ¿Cómo sería eso posible si no hubieses deseado, aunque solamente fuese por un momento, convertirte en una esclava?

—¡Era una broma! —dijo sin dejar de reír—. ¡Una broma!

Elizabeth bajó la mirada. Estaba confundida.

—Con este mito —dije— he encontrado la explicación. Ya sé por qué Kamchak te ha enviado aquí.

—¿Por qué? —preguntó Elizabeth levantando los ojos, sorprendida.

—Porque así, en mis brazos podrías aprender el verdadero significado del collar de esclava, podrías aprender lo que verdaderamente significa ser una mujer.

Elizabeth me miraba, perpleja, con los ojos abiertos por el asombro.

—Como ves —dije—, te tenía en buen concepto. Apreciaba de verdad a su pequeña salvaje.

Me levanté y lancé el cuenco de Ka-la-na al otro lado de la estancia. Se rompió en mil pedazos al chocar con el baúl de los vinos.

Me volví hacia la salida, pero Elizabeth se puso en mi camino.

—¿Dónde vas? —preguntó.

—Al carro público de esclavas.

—Pero, ¿por qué?

—Porque necesito a una mujer —respondí mirándola a los ojos.

—Yo soy una mujer —Elizabeth aguantó mi mirada—. Yo soy una mujer, Tarl Cabot.

No dije nada.

—¿Acaso no soy tan bella como las chicas del carro público de esclavas?

—Sí, eres muy bella.

—Entonces, ¿por qué no te quedas conmigo?

—Creo que mañana habrá lucha, lucha a muerte.

—Puedo complacerte tan bien como cualquier chica de ese carro.

—Pero tú eres libre.

—Te daré más que ellas.

—Por favor, Elizabeth, no hables así.

—Supongo —dijo ella poniéndose muy erguida— que habrás visto a muchachas en los mercados de esclavos que se habrán traicionado a sí mismas con la Caricia del Látigo, ¿verdad?

No respondí, pero era verdad que lo había visto algunas veces.

—¿Viste cómo me movía? —dijo desafiante—. ¿No crees que eso habría hecho subir mi precio más de una docena de piezas de oro, si hubiese estado en uno de esos mercados?

—Sí, es verdad. Tu cotización habría aumentado.

Me acerqué a ella y la sujeté por la cintura, con delicadeza, sin dejar de mirarla a los ojos.

—Te amo, Tarl Cabot —susurró—. No me dejes.

—No me ames. Sabes muy poco de mi vida, y de lo que debo hacer.

—Eso no me importa —dijo ella apoyando la cabeza contra mi hombro.

—Tengo que irme, aunque sólo sea porque te preocupas por mí. Me resultaría demasiado cruel quedarme aquí.

—Poséeme, Tarl Cabot. Poséeme, y si no lo haces como a una mujer libre, hazlo como si fuera una esclava.

—Bella Elizabeth, puedo poseerte como ambas cosas.

—¡No! —gritó—. ¡Me poseerás como una u otra cosa!

—No —dije suavemente—. No.

De pronto, se echó atrás, furiosa, y me abofeteó con la palma de la mano, con violencia, y luego volvió a hacerlo otra vez, y otra, y otra.

—No —repetí.

Ella volvió a abofetearme. Mi rostro ardía.

—¡Te odio! —gritaba—. ¡Te odio!

—No.

—Conoces las reglas, ¿verdad? —me dijo desafíante—. Sí, conoces las reglas de los guerreros de Gor.

—No lo hagas.

Ella volvió a abofetearme, echándome a un lado el rostro, que me ardía.

—Te odio —susurró.

Y entonces, tal y como sabía que iba a hacer, se arrodilló frente a mí, furiosa, y bajó la cabeza, mientras extendía las manos y cruzaba las muñecas, sometiéndose como una hembra goreana.

—Ahora —dijo levantando la cabeza, con ojos brillantes de rabia—, puedes hacer dos cosas: matarme o esclavizarme.

—Eres libre.

—Pues entonces, esclavízame —pidió.

—No puedo hacerlo.

—Ponme el collar.

—No tengo ninguna intención de hacerlo.

—Entonces reconoce que has traicionado tus reglas.

—Busca tu collar.

Ella se levantó para hacerlo, y cuando lo hubo encontrado me lo entregó y volvió a arrodillarse frente a mí.

Rodeé su maravilloso cuello con el acero, y ella me miró con rabia.

Cerré el collar.

Elizabeth empezó a levantarse, pero evité que lo hiciera sujetándola por el hombro.

—No te he dado permiso para que te levantaras, esclava.

Sus hombros temblaban, tal era la furia que sentía.

—Sí, amo —dijo finalmente—. Lo siento, perdóname, amo.

Saqué los dos broches de la tela de seda amarilla, y ésta cayó. Ante mí tenía a Elizabeth vestida como Kajira cubierta.

La pequeña salvaje estaba rígida de rabia.

—Me gustaría contemplar a mi esclava.

—¿No deseas que tu esclava se despoje de las prendas que todavía la cubren?

El odio se transparentaba en su voz.

—No —respondí.

Elizabeth agitó su cabeza.

—No, yo lo haré —dije.

Elizabeth se quedó boquiabierta.

Mientras permanecía arrodillada sobre la alfombra, con la cabeza gacha, en la posición de la esclava de placer, la despojé de su Koora para que su pelo quedara suelto, y luego del Kalmak de cuero, y finalmente la libré de la Curla y de la Chatka.

—Si deseas ser una esclava —dije—, sé una esclava.

Elizabeth no levantó la cabeza, y siguió mirando obsesionadamente al suelo, con sus pequeños puños apretados.

Me desplacé al lado del fuego central, y allí me senté con las piernas cruzadas, sin quitar la vista de ella.

—Acércate, esclava, y quédate de rodillas.

Levantó la cabeza y me miró con furia, orgullosa, durante un momento. Pero finalmente me obedeció, diciendo:

—Sí, amo.

—¿Qué es lo que eres?

—Una esclava —dijo amargamente, sin levantar la cabeza.

—Sírveme vino.

Así lo hizo, arrodillándose ante mí, manteniendo la mirada fija en el suelo, mientras me pasaba el cráter de vino de borde rojo, el del amo, tal y como había visto hacer a Aphris sirviendo a Kamchak. Bebí, y una vez que hube acabado de hacerlo, puse el cráter a un lado y la miré.

—¿Por qué lo has hecho, Elizabeth?

Ella se mantenía en actitud hosca.

—Soy Vella —me dijo—, una esclava goreana.

—Elizabeth...

—¡No, Vella! —dijo con enfado.

—Vella —repuse mostrando mi acuerdo.

Ella levantó la mirada. Nuestros ojos se encontraron, y estuvimos mirándonos durante un largo rato. Finalmente sonrió, y volvió a clavar la vista en el suelo.

—Por lo que parece —dije—, esta noche no iré al carro público de esclavas.

Elizabeth levantó la mirada tímidamente:

—No, parece que no, amo.

—Eres una zorra, Vella.

Se encogió de hombros. Seguía arrodillada frente a mí, en la posición de la esclava de placer, y se desperezó indolentemente, con una gracia muy felina; levantó sus manos por detrás del cuello y echó su cabello suelto hacia delante. Permaneció arrodillada así durante un lánguido momento, con las manos sobre la cabeza sujetando su melena, sus ojos fijos en mí.

—¿Piensas que las chicas del vagón público son tan bonitas como Vella?

—No —respondí—, no lo son.

—¿Y son tan deseables como Vella?

—No, ninguna de ellas es tan deseable como Vella.

Cuando hube dicho esto, con la espalda todavía arqueada, volvió débilmente la cabeza hacia un lado, con los ojos cerrados, y luego los abrió, mientras con las manos se iba echando el cabello hacia atrás. Finalmente, con un pequeño movimiento de cabeza, repartió su peinado adecuadamente.