Выбрать главу

—¡Por favor, detente!

—¿Por qué?

—Me estás haciendo tu esclava —susurró.

—Y no me detendré.

—¡Por favor! —dijo sollozando—. ¡Por favor!

—¿No será que los goreanos tenían razón?

—¡No! ¡No!

—Quizás sea esto lo que deseas, quizás sólo quieras rendirte completamente, como una esclava.

—¡No! —gritó, llorando de rabia—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Déjame!

—No voy a dejarte, hasta que te hayas convertido en una esclava.

—¡No quiero ser una esclava! —gritó con desesperación. Pero cuando acaricié sus tesoros más íntimos, se volvió incontrolable. Se retorcía en mis brazos, y yo reconocí la reacción de la esclava. Así se comportaba en aquel momento la bella Elizabeth Cardwell, que se había convertido en un ser desamparado, mío, en un ser que a la vez era mujer y esclava. Había llegado el instante en que sus labios, sus brazos, su cuerpo entero, como el de una muchacha esclavizada por el amor, me solicitaban y reconocían sin reservas, sin vergüenza alguna, que yo era su amo. Sí, Elizabeth Cardwell se había abandonado por completo.

Yo estaba sorprendido, porque ni siquiera sus respuestas involuntarias a la Caricia del Látigo habían parecido prometer tanto.

De pronto, gritó, y sus propios sentidos le indicaron que era totalmente mía.

Instantes después, apenas se atrevía a moverse.

—Te estás convirtiendo en una esclava —le susurré.

—¡No soy una esclava! ¡No soy una esclava! —susurraba con insistencia.

Sentí sus uñas en mi brazo. Su beso tuvo un regusto de sangre, que no me expliqué hasta que reparé en que me había mordido. Su cabeza estaba echada hacia atrás, sus ojos cerrados y su boca entreabierta. No soy una esclava.

—¡Eres una esclava preciosa! —le susurré al oído.

—¡No soy una esclava! —gritó.

—Pronto lo serás.

—Por favor, Tarl, no me hagas ser una esclava.

—Así, ¿sientes que eso puede ocurrir?

—Por favor, no me hagas ser una esclava.

—¿Acaso no hemos hecho una apuesta?

—¡Olvidémonos de la apuesta! —dijo ella intentando reír—. Por favor, Tarl. Ha sido una tontería. Venga, olvidémonos de la apuesta.

—¿Reconoces que eres mi esclava?

—¡Nunca! —dijo en un silbido.

—Entonces, preciosa chiquilla, es evidente que la apuesta todavía no ha terminado.

Intentó escapar, pero no pudo. Finalmente, como sorprendida, no se movió más.

Me miró.

—Pronto empezará —le dije.

—¡Puedo sentirlo! ¡Puedo sentirlo!

Siguió sin moverse, pero noté la presión de sus uñas en mis brazos.

—¿Es posible que haya más? —susurró.

—Pronto empezará.

—Estoy asustada.

—No tengas miedo, tranquila.

—Me siento poseída.

—Lo estás.

—¡No! ¡No!

—No temas.

—Tienes que soltarme.

—Pronto empezará.

—Por favor, déjame marchar —susurró—. ¡Por favor!

—En Gor, se dice que una mujer que lleva collar sólo puede ser una mujer.

Me miró con enfado.

—Y tú, pequeña y preciosa Elizabeth, llevas un collar. Volvió la cabeza a un lado. Debía sentirse desamparada, furiosa, y las lágrimas brotaban de sus ojos.

No se movía, y de pronto sentí la presión de sus uñas en mis brazos. Aunque sus labios estaban abiertos, podía ver que mantenía los dientes apretados. Su melena se repartía por encima de su cuerpo y por debajo de él. Al cabo de un instante, en sus ojos nació una expresión de sorpresa, y sus hombros se levantaron un poco de la alfombra. Me miraba, y yo podía sentir que todo empezaba en ella, que su sangre se agitaba junto con su respiración. La sentía en mi propia sangre, ligera, bella como el fuego, mía. Supe que había llegado el momento, y mirándola a los ojos, con orgullo, con un repentino desprecio, salvajemente, le dije:

—¡Esclava!

Así lo ordenaban los Ritos Goreanos de Sumisión.

—¡No! —gritó ella mirándome con horror.

Se arrastró hacia atrás, por encima de la alfombra, fuera de sí, desamparada, violenta, mientras yo seguía con mi propósito. Intentaba combatirme, tal y como lo había previsto, y si hubiese estado a su alcance, en ese momento me habría matado. Le permití que se debatiera, que me arañara, que me mordiera y que gritara, y luego le di el beso del amo, y acepté la exquisita rendición que no tuvo más remedio que ofrecerme.

—¡Esclava! —susurraba Elizabeth—. ¡Esclava! ¡Esclava! ¡Soy una esclava!

Había pasado más de un ahn. Ella se encontraba entonces tendida entre mis brazos, sobre la alfombra, y me miraba con lágrimas en los ojos.

—Ahora ya sé lo que significa ser la esclava de un amo —dijo.

Yo callé.

—Aunque sea una esclava, por primera vez en mi vida soy libre.

—Por primera vez en tu vida, eres una mujer —remarqué.

—Me gusta ser una mujer. Estoy contenta de serlo, Tarl Cabot; estoy contenta.

—No olvides que eres sólo una esclava.

Sonrió y señalando a su collar dijo:

—Soy la muchacha de Tarl Cabot.

—Mi esclava.

—Sí, tu esclava.

Sonreí.

—No me pegarás demasiado a menudo, ¿verdad, amo?

—Eso ya lo veremos.

—Me esforzaré en complacerte, amo.

—Me alegra oírlo.

Tumbada de espaldas, con los ojos abiertos, miraba al techo del carro, a las colgaduras, a las sombras que la luz del fuego central proyectaban sobre las pieles enrojecidas.

—Soy libre.

La miré.

Se volvió y se apoyó en sus codos.

—Es extraño, soy una esclava..., pero soy libre. Soy libre.

—Ahora tengo que dormir —dije acomodándome sobre la alfombra de piel.

—Gracias —dijo besándome en el hombro—. Gracias por liberarme, Tarl Cabot.

Girando sobre mí mismo, la tomé por los hombros y la empujé contra la alfombra, mientras ella me miraba y reía.

—¡Ya basta de tantas tonterías sobre libertades! ¡Lo que has de recordar es que eres una esclava!

Acto seguido di un estirón de su nariguera.

—¡Ay! —exclamó.

Levante su cabeza de la alfombra sin soltar el anillo. Los ojos le lloraban a causa del dolor.

—Desde luego —dijo Elizabeth—, ésta no es la manera indicada de respetar a una señorita.

Le retorcí la nariguera y se le saltaron las lágrimas.

—Claro que yo sólo soy una esclava.

—Y eso no debes olvidarlo —le recomendé.

—No, no, amo —sonrió.

—No me pareces suficientemente sincera.

—¡Pero lo soy! —dijo riendo.

—Creo que lo mejor será que te echemos a las kaiilas.

—Pero entonces, ¿dónde podrás encontrar a otra esclava tan maravillosa como yo?

—¡Muchacha insolente!

—¡Ay! —gritó al sentir que daba otro estirón de su nariguera—. ¡Basta, por favor!

Con mi mano izquierda di un tirón al collar, que se apretó contra la parte posterior del cuello.

—No olvides que en tu cuello llevas un collar de acero.

—¡Tu collar! —dijo inmediatamente.

Le di una palmada en el muslo y añadí:

—Y en este muslo también creo recordar que llevas la marca de los cuatro cuernos de bosko.

—¡Soy tuya! ¡Como un bosko!

Contuvo un grito al ver que volvía a tenderla sobre la alfombra, y luego me miró con ojos traviesos.

—Soy libre.

—Por lo visto, no has aprendido el significado del collar.

Elizabeth se rió con ganas. Finalmente levantó los brazos y los puso delante de mí, tierna y delicadamente.

—Tranquilo —dijo—. Esta muchacha ha aprendido bien la lección del collar.

Me eché a reír.

Ella volvió a besarme.

—Vella de Gor —dijo—, quiere a su amo.

—¿Y qué ocurre con la señorita Elizabeth Cardwell?

—¿La preciosa secretaria? —dijo con sorna.

—Sí, la secretaria.

—No es secretaria. No es más que una esclava goreana.

—De acuerdo. ¿Qué ha pasado con ella?

—No sé si habrás oído —susurró— que a esa muchacha, a Elizabeth Cardwell, la horrible chiquilla, su amo la ha obligado a rendirse como esclava.