Intuía que el ataque total al recinto se produciría en el plazo de un ahn.
La Casa de Saphrar estaba rodeada literalmente por millares de guerreros.
Sobrepasábamos en número a los desesperados defensores de sus murallas, quizás en una proporción de veinte a uno. La lucha iba a resultar encarnizada, pero no parecía que el resultado estuviera en duda, ni siquiera antes de empezarla. Y particularmente ahora que los tarnsmanes de Ha-Keel habían dejado la ciudad, con las albardas de sus monturas repletas de oro turiano.
Kamchak volvió a tomar la palabra:
—He esperado durante mucho tiempo la sangre de Saphrar de Turia.
Levantó la mano, e inmediatamente un hombre que estaba a su lado subió al muro de la azotea para emitir un largo toque con su cuerno de bosko.
Creí que ésa podía ser la señal para que empezara el ataque, pero ninguno de los hombres se movió.
Ocurrió lo contrario. Con asombro, vi que una de las puertas del recinto se abría, y algunos hombres de armas salían cautelosamente, con un saco en la mano y en la otra sus armas, preparadas. Avanzaron en fila por la calle situada debajo de nosotros, bajo la mirada desdeñosa de los guerreros de los Pueblos del Carro. Cada uno de esos hombres se dirigió a una larga mesa, sobre la que había varias balanzas de pesas, y cada uno de ellos recibió cuatro piedras goreanas de oro, alrededor de tres kilos terrestres, y las guardó en el saco a tal fin. Les escoltarían hasta las afueras de la ciudad, porque el peso de cuatro piedras en oro es una fortuna.
Yo estaba profundamente sorprendido. No comprendía lo que ocurría. Por delante nuestro ya debían haber pasado centenares de guerreros que hasta pocos instantes todavía militaban en las filas de Saphrar.
—No... No lo entiendo —le dije a Kamchak.
El no se volvió para mirarme, sino que continuó observando el recinto.
—Deja que Saphrar de Turia muera por el oro —dijo.
Solamente entonces tuve conciencia de lo que estaba ocurriendo, y comprendí también la profundidad del odio que Kamchak sentía por Saphrar.
Hombre a hombre, piedra de oro a piedra de oro, se estaba acercando la muerte de Saphrar. Sus murallas, sus defensas estaban siendo adquiridas, grano a grano, arrebatándosele de entre las manos. Su oro no podía comprar ya los corazones de los hombres. Kamchak, para no desmerecer de la crueldad propia de los tuchuks, se quedaría tranquilamente a un lado y moneda a moneda, poco a poco, compraría a Saphrar de Turia.
En un par de ocasiones oí el entrechocar de las espadas en el otro lado de las murallas. Quizás algunos hombres fieles a Saphrar, o a sus códigos, intentaban evitar que sus compañeros abandonasen el recinto. Pero a juzgar por el continuo éxodo que presenciábamos los leales estaban divididos y eran franca minoría. Por otra parte, aquellos que habrían deseado luchar por Saphrar, al ver que sus compañeros desertaban en tan gran número, debieron comprender enseguida que el peligro era inminente y que se había incrementado, con lo que no tardaron en unirse a los desertores. Incluso vi que algunos esclavos abandonaban el recinto, y a pesar de su condición les dieron también las cuatro piedras de oro. Quizás era ésta una manera de insultar a quienes habían aceptado el soborno tuchuk. Supuse que Saphrar había reunido en torno suyo a aquellos hombres durante los años en que estuvo acumulando su fortuna. Ahora pagaría el precio, su propia vida.
La expresión de Kamchak seguía siendo impasible..
Finalmente, más o menos un ahn después del amanecer, ya no salieron más hombres del recinto, y las puertas quedaron abiertas.
Kamchak había bajado de la azotea, y estaba montado en su kaiila.
Lentamente, dirigió su montura hacia la puerta principal. Harold y yo le acompañamos a pie. Detrás de nosotros venían varios guerreros. A la derecha de Kamchak caminaba un maestro de eslines, que sujetaba con una cadena a dos de esas bestias sanguinarias y sinuosas.
En la silla de Kamchak colgaban varias bolsas de oro. Cada una de ellas debía pesar más de cuatro piedras. Y siguiéndole, entre los guerreros, iban varios esclavos turianos, cubiertos con el Kes y encadenados, cargando con grandes cazos repletos de sacos de oro. Entre esos esclavos estaba Kamras, el Campeón de Turia, y Phanius Turmus, el Ubar turiano.
Una vez en el interior del recinto, vi que las murallas parecían desiertas. El terreno que las separaba de los edificios aparecía igualmente vacío. Aquí y allá se veían desperdicios, como trozos de cajas, flechas rotas, pedazos de ropa.
Kamchak se detuvo y miró a su alrededor. Sus ojos oscuros y profundos miraban los edificios y examinaban con gran detenimiento las azoteas y las ventanas.
Instantes después hizo que su kaiila avanzara lentamente en dirección a la entrada del edificio principal. Ante él había dos guerreros, que parecían totalmente dispuestos a defenderlo. Me sorprendió ver, un poco más atrás, una figura huidiza, vestida de blanco y dorado. Era Saphrar de Turia. Se quedó allí, en segundo término, sujetando algo entre los brazos, algo que estaba envuelto en un paño dorado.
Los dos hombres se prepararon para defender el portal.
Kamchak detuvo su kaiila.
Detrás de nosotros oí el estruendo de centenares de escaleras y de ganchos que golpeaban las murallas. Al volverme vi que cientos y cientos de hombres se adentraban en el recinto por encima de ellas, y también por las puertas abiertas. Los muros se convirtieron en un hervidero de tuchuks y de otros guerreros de diferentes pueblos nómadas. Inmediatamente se detuvieron, y quedaron en actitud expectante.
De pie sobre su silla, Kamchak se anunció a sí mismo:
—Kamchak de los tuchuks, cuyo padre Kutaituchik fue asesinado por Saphrar de Turia, llama a Saphrar de Turia.
—¡Matadle con vuestras lanzas! —gritó Saphrar desde el interior del umbral.
Los dos defensores dudaban.
—Saludad a Saphrar de Turia de parte de Kamchak de los tuchuks —dijo Kamchak con calma.
—¡Kamchak de los tuchuks quiere saludar a Saphrar de Turia! —dijo uno de los guardianes volviéndose bruscamente.
—¡Matadle! —gritó Saphrar—. ¡Matadle!
Una docena de arqueros, que empuñaban el pequeño arco de cuerno, se situaron frente a los guardianes y apuntaron con las armas a sus corazones.
Kamchak desató dos de los sacos de oro que colgaban de su silla. Lanzó uno hacia un guardián, y el otro hacia el segundo guardián.
—¡Luchad! —gritó Saphrar.
Los dos guardianes abandonaron la puerta, para recoger cada uno su saco de oro, y luego corrieron por entre los tuchuks.
—¡Eslines! —gritó Saphrar antes de volverse y correr al interior de la casa.
Sin darse ninguna prisa, Kamchak hizo subir a la kaiila por las escaleras que conducían a la entrada de la casa, y luego, siempre a lomos de su kaiila, entró en la gran sala de recepción de la Casa de Saphrar.
Allí miró detenidamente alrededor suyo y después, con Harold y yo detrás, y también con el hombre de los dos eslines, con los esclavos cargados de oro y con los arqueros y demás hombres, empezó a subir por las escaleras de mármol sobre su kaiila, tras los pasos del aterrorizado Saphrar.
En el interior de la casa nos encontramos también con guardianes, y Saphrar siempre se refugiaba detrás de ellos. Pero Kamchak arrojaba el oro y los guardianes se lanzaban a recogerlo, con lo que Saphrar, jadeante y resollando, no tenía más remedio que seguir corriendo con sus piernas cortas, conservando el objeto envuelto en tela dorada entre las manos. El mercader cerraba puertas tras de sí, pero pronto las volvían a abrir, forzándolas, los que iban con nosotros. Cuando podía arrojaba muebles escaleras abajo para detenernos, pero no teníamos más que esquivarlos. Esa persecución nos llevaba de habitación en habitación, de sala en sala, por toda la inmensa mansión de Saphrar de Turia. Pasamos también por la sala de banquetes, el lugar en el que un tiempo antes el mercader que ahora huía había sido nuestro anfitrión. Pasamos por cocinas y por pasadizos, e incluso por las habitaciones privadas de Saphrar, en donde vimos una multitud de vestidos y pares de sandalias pertenecientes al mercader; cada una de esas prendas estaba confeccionada preferentemente en los colores blanco y dorado, pero en ocasiones se mezclaban con centenares de otros colores. Cuando llegamos a ese punto de la casa, pareció que la persecución había terminado, pues Saphrar se había esfumado. Aun así, Kamchak no dio muestras de la más mínima irritación.