Lo que hizo fue desmontar y tomar una de las prendas que se hallaban sobre la inmensa cama de la habitación. Luego hizo olfatear esa prenda a los dos eslines y les ordenó:
—¡Cazad!
Los dos animales parecieron beber del olor de la prenda, y después empezaron a temblar, y de sus patas anchas y ligeras emergieron las garras para luego volver a retraerse, y sus cabezas se levantaron para empezar a oscilar a uno y otro lado. Como si de un solo animal se tratara, se volvieron y arrastraron por la cadena a su cuidador. Quedaron frente a lo que parecía un muro, y se levantaron sobre las dos patas posteriores, mientras que con las cuatro delanteras arañaban el muro, entre gritos, lloriqueos y gruñidos.
—Romped esta pared —ordenó Kamchak.
No era cuestión de tomarse la molestia de buscar el botón o la palanca que debía abrir aquel panel.
Un momento después, el muro ya estaba destrozado, revelando el oscuro pasadizo que quedaba tras él.
—Traed lámparas y antorchas —ordenó Kamchak.
Nuestro Ubar entregó su kaiila a un subordinado y prosiguió su camino a pie, con una antorcha y una quiva en las manos. Se adentró en el pasadizo con los dos eslines al lado. Tras él avanzábamos Harold y yo, y el resto de sus hombres, varios de ellos con antorchas, e incluso los esclavos que cargaban con el oro. Bajo la guía de los eslines, no tuvimos dificultades en seguir el rastro de Saphrar a través del pasadizo, aunque éste se ramificaba en varias ocasiones. El camino estaba completamente a oscuras, pero allí donde se bifurcaba había encendidas algunas pequeñas lámparas de aceite de tharlarión. Supuse que Saphrar de Turia debía llevar una lámpara o una antorcha, a menos que conociese de memoria los entresijos de aquel laberinto.
En un punto, Kamchak se detuvo y pidió que trajesen planchas. Mediante algún mecanismo había desaparecido la superficie del camino en una longitud de unos cuatro metros. Harold lanzó un guijarro a ese vacío, y tardamos más de diez ihns en oír su choque con el agua allá en las profundidades.
A Kamchak no parecía importarle esa espera. Se sentó y permaneció inmóvil como una roca, con las piernas cruzadas junto al vacío y mirando al otro lado. Finalmente llegaron las tablas que había pedido, y él y los eslines fueron los primeros en cruzar.
En otra ocasión nos ordenó que permaneciéramos quietos donde estábamos. Luego pidió una lanza, con cuya punta rompió un alambre que había en el camino. Inmediatamente, cuatro cuchillas salieron despedidas de una de las paredes, para introducirse con sus puntas afiladas en unos orificios practicados en la pared opuesta. Kamchak rompió las barras que sujetaban esas cuchillas a patadas, y seguimos nuestro camino.
Finalmente, emergimos en una amplia sala de audiencias, de techo abovedado, con espesas alfombras y repleta de tapices. La reconocí inmediatamente, pues era la estancia donde fuimos conducidos Harold y yo tras ser apresados para ser presentados ante Saphrar de Turia.
En esa habitación había cuatro personas.
En el puesto de honor, con las piernas cruzadas, tranquilo, apoyado en los cojines del mercader, estaba el enjuto Ha-Keel con su rostro cruzado por una cicatriz. El que había sido tarnsman de Ar, ahora mercenario del escuálido y maligno Puerto Kar, se encontraba engrasando tranquilamente la hoja de su espada.
En el suelo, bajo esa tarima, estaba Saphrar de Turia, que sujetaba con desesperación el objeto envuelto en púrpura. También se encontraba allí el paravaci, todavía con la capucha del Clan de los Torturadores; sí, allí estaba el que habría podido ser mi asesino, el que había estado con Saphrar de Turia cuando entré en el Estanque Amarillo de Turia.
Oí que Harold gritaba de alegría al descubrir a aquel tipo. El hombre se volvió hacia nosotros, con una quiva en la mano. Bajo su máscara negra debía haber palidecido al ver a Harold de los tuchuks. Sí, podía sentir cómo temblaba.
El otro hombre que les acompañaba era un joven, de ojos y cabellos oscuros. Se trataba de un simple hombre de armas, que no debía pasar de la veintena. Vestía el rojo de los guerreros. Empuñaba una espada corta y no se movía de su sitio, entre nosotros y los demás.
Kamchak le miraba, y en su expresión se denotaba únicamente que parecía divertido con la presencia de aquel muchacho.
—No te metas en esto, chico —dijo Kamchak con mucha tranquilidad. En este lugar estamos tratando de cosas serias, no de chiquilladas.
—¡Atrás, tuchuk! —gritó el muchacho con la espada preparada delante de él.
Kamchak hizo una señal para que le pasaran una bolsa de oro. Empujaron hacia delante a Phanius Turmus, y del cazo que transportaba Kamchak tomó un saco de oro que lanzó hacia el joven. Pero éste no se movió de su sitio, sino que se preparó para enfrentarse a solas a la carga de los tuchuks.
Kamchak lanzó otro saco de oro a sus pies, y luego otro más.
—Soy un guerrero —dijo con orgullo el joven.
Kamchak hizo una señal a sus arqueros, y éstos se adelantaron, con sus flechas apuntadas sobre el joven. Inmediatamente, Kamchak le arrojó, una tras otra, una docena de sacos a los pies.
—¡Ahórrate tu dinero, eslín tuchuk! Soy un guerrero, y conozco mi código.
—Como quieras —dijo Kamchak levantando su mano para hacerles la señal a sus arqueros.
—¡No lo hagas! —grité.
Entonces, lanzando el grito de guerra turiano, el joven se lanzó hacia delante con su espada. Iba a caer sobre Kamchak cuando doce flechas volaron al mismo tiempo, y se clavaron todas sobre su cuerpo. El chico dio dos vueltas sobre sí mismo, pero luego intentó seguir para alcanzar a Kamchak, y otra flecha, y luego otra, hicieron impacto en su cuerpo, hasta que cayó a los pies del Ubar de los tuchuks.
Con sorpresa vi que ninguna de las flechas había penetrado en su torso, ni en su cabeza, ni en el abdomen, sino que interesaban solamente a brazos y piernas.
No había sido ninguna casualidad.
Kamchak le dio la vuelta sobre el suelo con su bota.
—¡Sé un tuchuk!
—¡Nunca! —susurró el joven, aturdido por el dolor, con los dientes apretados—. ¡Nunca, eslín tuchuk, nunca!
Kamchak se volvió para hablar con algunos de sus guerreros.
—Curadle las heridas —dijo—, y haced que sobreviva. Cuando pueda montar, enseñadle a cabalgar en la silla de la kaiila, y a manejar la quiva, el arco y la lanza. Vestidle con el cuero de los tuchuks. Necesitamos hombres como él entre los carros.
Vi los ojos asombrados del joven, que contemplaba a Kamchak sin entender lo que decía. Finalmente, se lo llevaron de la estancia.
—Con el tiempo —dijo Kamchak—, este chico será el comandante de un millar.
Nuestro Ubar levantó la cabeza para contemplar a los otros tres hombres: Ha-Keel, que seguía sentado con su espada en actitud muy reposada, el desesperado Saphrar y el alto paravaci, con su quiva.
—¡El paravaci es mío! —gritó Harold.
El hombre se volvió, furioso, para encararse con él, pero no dio ni un paso ni lanzó su quiva.
—¡Luchemos! —gritó Harold saltando hacia delante.
Obedeciendo al gesto de Kamchak, Harold retrocedió con expresión de enfado, y la quiva en su mano.
Los dos eslines rugían y tiraban de sus cadenas. El pelo rojizo que colgaba de sus fauces estaba salpicado por la espuma de su agitación. Los ojos les brillaban. Las garras emergían y se retraían una y otra vez, desgarrando la alfombra.
—¡No os acerquéis! —gritó Saphrar—. ¡No os acerquéis, si no queréis que destruya la esfera dorada!