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Durante más de una hora estuvo ardiendo, hasta que finalmente la cuenca del estanque quedó vacía de su contenido, completamente ennegrecida. En algunos lugares, el mármol se había fundido y derretido. No quedaba nada, aparte de algunas manchas de carbón y grasa, así como unos cuantos huesos carbonizados y unas gotas de oro derretido, que quizá eran todo cuanto restaba del que Saphrar de Turia llevaba sobre los ojos y de sus dos colmillos de oro, que una vez contuvieron el veneno de un ost.

—Kutaituchik ha sido vengado —dijo Kamchak.

Acto seguido, abandonó aquel lugar.

Harold, yo y los demás le seguimos.

Fuera del recinto de Saphrar, que ahora estaba ardiendo, montamos en nuestras kaiilas para volver a los carros, al otro lado de las murallas.

Un hombre se acercó a Kamchak.

—El tarnsman ha escapado —dijo—. Como tú nos habías ordenado, no hicimos fuego contra él, pues no iba con el mercader, Saphrar de Turia.

—No tengo nada en contra de Ha-Keel el mercenario —repuso Kamchak.

Después se volvió a mí y dijo:

—Quien puede volver a encontrarse con él eres tú, sobre todo ahora que sabe lo que hay en juego en todas estas disputas. Sólo saca su espada en nombre del oro, pero supongo que ahora que Saphrar está muerto, los que emplearon al mercader deberán necesitar nuevos agentes que hagan su trabajo..., y que pagarán con placer los servicios de una espada como la de Ha-Keel.

Kamchak me sonrió, por primera vez desde la muerte de Kutaituchik y añadió:

—Dicen que la espada de Ha-Keel es apenas un poco menos rápida y hábil que la de Pa-Kur, el Maestro de Asesinos.

—Pa-Kur está muerto —dije—. Murió en el sitio de Ar.

—¿Recuperaste el cuerpo?

—No.

—Creo, Tarl Cabot —dijo Kamchak sonriendo—, que nunca serías un buen tuchuk.

—Y eso, ¿por qué?

—Eres demasiado inocente, demasiado confiado.

—Hace ya tiempo —dijo Harold, que se encontraba por allí cerca— que no me hago ilusiones con los korobanos.

—Pa-Kur —dije sonriendo— fue derrotado en combate singular sobre el tejado del Cilindro de Justicia de Ar. Allí, para evitar que le capturasen, se lanzó al vacío, y no creo que pudiese volar.

—¿Se recuperó su cuerpo? —volvió a preguntar Kamchak.

—No, pero eso ¿qué importancia tiene?

—Para un tuchuk, mucha.

—Realmente, los tuchuks sois lo que se dice desconfiados.

—¿Qué debió ocurrir con el cuerpo? —preguntó Harold, que parecía tomarse muy en serio esta cuestión.

—Supongo que las multitudes de abajo lo destrozarían. También es posible que lo llevaran junto a los demás cadáveres... Pudieron ocurrir muchas cosas.

—Por lo tanto —dijo Kamchak—, tú crees que está muerto.

—Seguro.

—Bien, pues esperemos que eso sea cierto..., por tu bien.

Hicimos que nuestras kaiilas girasen y, uno al lado del otro, salimos del jardín de la Casa de Saphrar, que seguía ardiendo. Cabalgamos sin hablar, pero Kamchak, por primera vez en semanas, silbó una tonadilla. Luego se volvió hacia Harold y le dijo:

—Creo que dentro de unos cuantos días podremos ir a cazar tumits.

—Sí, me encantaría.

—¿No querrás venir con nosotros? —me preguntó Kamchak.

—Creo que dentro de muy poco tendré que dejar los carros pues he fracasado en la misión que me habían encomendado los Reyes Sacerdotes.

—¿Qué misión es ésa? —inquirió Kamchak con aire inocente.

—Encontrar el último huevo de los Reyes Sacerdotes —respondí, quizás con un poco de irritación—, y luego devolverlo a las Sardar.

—¿Y cómo es que los Reyes Sacerdotes no lo hacen por sí mismos? —preguntó Harold.

—No pueden soportar la luz del sol. No son como los hombres, y si los hombres los viesen, les temerían, e intentarían matarlos, con lo que se correría el peligro de que también destruyesen el huevo.

—Algún día me tendrás que hablar de los Reyes Sacerdotes.

—De acuerdo.

—Pensé que tú podrías ser el hombre —dijo Kamchak.

—¿Qué hombre? —pregunté.

—Los dos que trajeron la esfera me dijeron que un día vendría otro a solicitarla.

—Esos dos hombres han muerto. Sus ciudades se levantaron una contra otra, y se mataron entre sí en una batalla.

—Me parecieron buenos guerreros. Siento mucho oírte decir eso.

—¿Cuándo vinieron a los carros?

—Ahora hará dos años —respondió Kamchak.

—¿Te entregaron el huevo?

—Sí, y me dijeron que lo guardara para los Reyes Sacerdotes. Era una decisión astuta por su parte, pues los Pueblos del Carro son los más fieros de todos los goreanos, y viven a centenares de pasangs de todas las ciudades, menos de Turia.

—¿Sabes dónde está el huevo en este momento?

—Naturalmente que lo sé.

Empecé a moverme incontroladamente sobre la silla de mi kaiila. Estaba temblando. Las riendas se movían en mis manos y la bestia se meneó, nerviosa.

—No me digas dónde está —dije—, o me veré tentado a arrebatártelo para llevarlo a las Sardar.

—Pero, ¿acaso no eres tú quien ha de venir en nombre de los Reyes Sacerdotes para reclamar el huevo?

—Sí, ése soy yo.

—Entonces, ¿por qué pretendes arrebatarlo? ¿No te lo puedes llevar de otra manera?

—Lo que ocurre es que no dispongo de nada que me permita probar que vengo de parte suya. ¿Por qué razón ibais a creerme?

—Porque he acabado conociéndote —repuso Kamchak.

No dije nada.

—Te he estado observando con mucho detenimiento, Tarl Cabot de la ciudad de Ko-ro-ba —dijo Kamchak de los tuchuks—. Una vez me perdonaste la vida, y tomamos juntos la tierra y la hierba, y desde ese momento, aunque tú hubieses sido un proscrito o un bellaco, habría muerto por ti, pero de todos modos aún no podía darte el huevo. Al cabo de un tiempo viniste con Harold a la ciudad, y de esta manera supe que estabas dispuesto a dar tu vida para obtener la esfera dorada, y que para conseguirlo podías superar obstáculos enormes. Una actuación así habría sido imposible en alguien que solamente trabajase por dinero. Eso me demostró que era realmente probable que tú fueses el escogido por los Reyes Sacerdotes para venir en busca del huevo.

—¿Y por esa razón dejaste que viniera a Turia, aun a sabiendas de que la esfera dorada era inútil?

—Sí, exactamente.

—¿Y por qué no me diste el huevo falso?

—Porque necesitaba una última cosa, Tarl Cabot —dijo Kamchak sonriendo.

—¿Y qué era?

—Necesitaba saber si deseabas obtener el huevo para devolvérselo a los Reyes Sacerdotes, y no para ti, para tu propio beneficio. —Kamchak me agarró por brazo y añadió—: Por esa razón también, quería que se rompiese esa esfera dorada. Si no la hubiesen destrozado, lo habría hecho yo mismo, para ver cuál era tu reacción, para ver si esa pérdida simplemente te enfurecía o si por el contrario te llenaba de tristeza, como enviado de los Reyes Sacerdotes.

El Ubar de los tuchuks sonrió y luego añadió:

—Cuando lloraste, supe que tu interés era legítimo, y que tú eres el enviado, el que había de venir, el que lo quería para ellos, y no para sí mismo.

Le miré confundido.

—Perdóname, Tarl Cabot. Soy demasiado cruel, porque soy un tuchuk, pero piensa que por mucho que te aprecie, tenía que conocer la verdad de todas estas cuestiones.