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«Las flores amarillas quedan muy bien -pensaba la señora Venables, mientras intentaba que las flores permanecieran derechas entre la brillante hierba doncella-. Aunque es una auténtica pena sacrificarlas».

Se arrodilló en un almohadón rojo que cogió de un banco para protegerse las rodillas del suelo helado de la iglesia. Tenía los cuatro jarrones de latón del altar frente a sí, junto con una cesta llena de flores y una regadera. Si hubiera intentado arreglar los ramos en casa y después llevarlos a la iglesia, el viento del sudoeste los habría echado a perder antes de que lograra cruzar la calle.

– ¡Qué pesados! -murmuró, al tiempo que los narcisos resbalaban hacia los lados o caían hasta el fondo del jarrón. Se sentó sobre los talones para ver su trabajo con un poco más de perspectiva y luego, al oír unos pasos, se giró.

Una chica pelirroja de quince años, vestida de negro, había entrado en la iglesia con un gran ramo de narcisos de ojo de faisán blancos. Era alta, delgada y más bien desgarbada, aunque prometía convertirse en una mujer muy atractiva.

– ¿Le pueden servir para algo, señora Venables? Johnson intentará traer los lirios blancos, pero con este viento tan horrible teme que los tallos se rompan en la carretilla. Creo que tendrá que meterlos en el maletero del coche y transportarlos hasta aquí.

– Querida Hilary, ¡qué amable por tu parte! Gracias, agradezco todas las flores blancas que puedas darme. Son preciosos, y qué bien huelen. Había pensado colocar algunos enfrente del abad Thomas con los jarrones altos y otro jarrón igual al otro lado, debajo del viejo Gaudy. Pero lo que no voy a hacer -y lo dijo con mucha determinación- es rodear la pila bautismal ni el pulpito de verde. Podemos hacerlo en Navidad y en la Fiesta de la Cosecha, si quieren, pero en Semana Santa es inapropiado y absurdo, y ahora que la pobre señorita Mallow está muerta ya no hace falta que sigamos haciéndolo.

– No soporto las Fiestas de la Cosecha. Es una vergüenza esconder estas bellas esculturas detrás de cestos de maíz, verduras y demás.

– Es cierto, pero a la gente del pueblo le gusta. Theodore siempre dice que la Fiesta de la Cosecha es su fiesta. Supongo que no es correcto que les interese mucho más que las misas de los domingos, aunque es normal. Cuando nosotros llegamos, tú ni habías nacido, era mucho peor. Solían poner clavos en los pilares para colgar coronas de flores. Un horror. Una falta de consideración, por supuesto. Y en Navidades colgaban textos escritos en lana sobre piezas de franela roja que pendían de las vidrieras y de la horrible galería. Eran viejas costumbres de muy mal gusto. Cuando llegamos, nos lo encontramos todo en la sacristía, lleno de polillas y ratones. El párroco no cedió ni un milímetro en ese aspecto.

– Y supongo que sólo se acercaba a la capilla la mitad de la gente.

– No, querida; sólo dos familias y una de ellas ha vuelto desde entonces: los Wallace, porque tienen una especie de disputa con el pastor por la comida del Viernes Santo. Tiene que ver con los recipientes del té, pero no recuerdo exactamente de qué se trata. La señora Wallace es muy agradable; se ofende con cierta facilidad pero, hasta ahora, y toquemos madera -la señora Venables ejecuta este viejo rito pagano tranquilamente tocando un pedestal de roble-, he conseguido llevarme bastante bien con ella en el Instituto de Mujeres. ¿Podrías retirarte un poco y decirme si está igual de ambos lados?

– Tiene que poner más narcisos a este lado, señora Venables.

– ¿En éste? Gracias, querida. ¿Mejor así? Bueno, pues tendrá que quedar así. ¡Ay! ¡Mis pobres huesos! Mira, aquí viene Hinkins con las aspidistras. La gente dice que ahora están preciosas, pero crecen todo el año y, de fondo, quedan muy bonitas. Exacto, Hinkins. Seis delante de esta tumba y seis al otro lado. Por cierto, ¿has traído los tarros color berenjena? Son perfectos para los narcisos, las aspidistras los taparán y podemos poner un poco de hiedra delante de las macetas. Hinkins, ¿puedes llenarme la regadera? Hilary, ¿cómo está hoy tu padre? Mejor, espero.

– Mucho me temo que no, señora Venables. El doctor Baines teme que no se recupere. ¡Pobre papá!

– ¡Dios mío! Lo siento mucho. Estás pasando una época terrible. Supongo que la muerte tan repentina de tu pobre madre ha sido demasiado para él.

La chica asintió.

– Esperaremos y rezaremos para que no sea tan grave como dice el doctor. El doctor Baines siempre es muy pesimista. Supongo que por eso se ha quedado como médico de pueblo, porque es muy listo, eso sí, pero la gente quiere médicos alegres y optimistas. ¿Por qué no pides una segunda opinión?

– Es lo que vamos a hacer. El martes viene un médico que se llama Hordell. El doctor Baines intentó que viniera hoy, pero está de vacaciones.

– Los doctores no deberían hacer vacaciones -sentenció la señora Venables con brusquedad.

El párroco nunca hacía fiesta cuando se celebraban las grandes festividades, y apenas descansaba unos días cuando no había, y ella no veía por qué tenían que hacerlo el resto de los mortales.

Hilary Thorpe sonrió con arrepentimiento.

– Yo también pienso igual, pero se supone que es el mejor y espero que papá no empeore en estos dos días.

– Dios quiera que no -dijo la mujer del párroco-. ¿Ése no es Johnson con los lirios blancos? Ah, no, es Jack Godfrey. Supongo que subirá arriba a engrasar las campanas.

– ¿De verdad? Me gustaría ver cómo lo hace. ¿Puedo subir al campanario, señora Venables?

– Claro que sí, querida. Pero debes tener cuidado. Siempre he pensado que esa escalera no es demasiado segura.

– Ah, no tengo miedo. Me encanta mirar las campanas.

Hilary se alejó corriendo por el pasillo y alcanzó a Jack Godfrey justo cuando entraba en la sala de las campanas.

– He venido a ver cómo engrasa las campanas, señor Godfrey. ¿Le molesto?

– Ni mucho menos, señorita Hilary, será un placer. Es mejor que suba usted primero, así podré ayudarla si resbala.

– No resbalaré -repuso Hilary con desdén.

Empezó a subir con brío los gruesos y gastados peldaños y llegó a la habitación que ocupaba el segundo piso de la torre. No había nada excepto la caja que contenía el mecanismo de funcionamiento del reloj del campanario y las ocho cuerdas que subían desde el piso de abajo y se perdían techo arriba. Jack Godfrey apareció detrás de Hilary con la grasa y los trapos de limpiar.

– Tenga cuidado con el suelo, señorita Hilary -le advirtió-. En algunas zonas es un poco irregular.

Hilary asintió. Le encantaba esa habitación vacía, bañada por el sol y con las cuatro enormes ventanas, una en cada pared. Era como un palacio de cristal flotando en el aire. Las sombras de la magnífica decoración de la ventana sur se reflejaban en el suelo como si se tratara de una verja de hierro forjado. Miró hacia fuera a través de los cristales llenos de polvo y vio el paisaje verde que se extendía más allá de donde le alcanzaba la vista.

– Señor Godfrey, me gustaría subir a lo alto de la torre.

– De acuerdo, señorita Hilary. Si cuando haya acabado nos queda tiempo, subiremos.

La trampilla que comunicaba con la sala de las campanas estaba cerrada con llave y había una cadena colgando que salía de una especie de caja de madera incrustada en la pared. Godfrey extrajo un manojo de llaves del bolsillo y, con una, abrió la caja y reveló el contrapeso. Lo apretó y la trampilla se abrió.

– Señor Godfrey, ¿por qué está cerrada esta puerta?

– Bueno, señorita Hilary, en muchas ocasiones los campaneros se han dejado la puerta del campanario abierta, y el párroco dice que no es seguro que dejemos esta puerta abierta. El Loco Peake podría deambular por aquí o algunos muchachos traviesos subirían y jugarían con las cuerdas. Incluso podrían subir a lo alto de la torre, caerse y hacerse daño. Así que el párroco colocó este cerrojo para cerrar la trampilla.