– Entiendo -dijo Hilary, sonriendo.
«Hacerse daño» era una manera delicada de expresar lo que resultaría de una caída de poco menos de cuarenta metros. Hilary se dirigió hacia la escalera que subía.
A diferencia de la luminosidad de la habitación de abajo, la habitación donde estaban las campanas era sombría y casi amenazadora. Había ocho ventanas, pero apenas entraba la luz, ya que los rayos de sol penetraban únicamente a través de la delicada ornamentación de los paneles situados encima de las persianas de lamas, llenando las campanas de rayas y destellos dorados y creando unas divertidas formas en las superficies y los bordes de las poleas. Las campanas, con las silenciosas bocas oscuras mirando hacia abajo, estaban quietas en su sitio como desde hacía años. -El señor Godfrey, mirándolas con la alegre familiaridad de alguien que llevaba media vida haciendo lo mismo, cogió una escalera que descansaba contra la pared y la apoyó en una de las vigas, lista para subir.
– Déjeme subir primero, así podré ver lo que hace -dijo Hilary.
El señor Godfrey hizo una pausa y se rascó la cabeza. No le parecía demasiado seguro. Expresó una objeción.
– No me pasará nada; me sentaré en la viga. Las alturas no me dan miedo. Además, soy muy buena en gimnasia.
La hija de sir Henry estaba acostumbrada a salirse con la suya, y allí no hizo ninguna excepción. El señor Godfrey accedió con la condición de que se agarrara con fuerza a la campana y no se soltara ni hiciera ninguna tontería. Ella lo prometió y él la ayudó a subir hasta su posición privilegiada. El señor Godfrey, silbando una alegre melodía, fue metódicamente dejando sus cosas a su alrededor y se puso a trabajar, engrasando los gorrones y los muñones, echando un poco de aceite en el eje de la polea, comprobando el movimiento de las piezas deslizantes entre las campanas y examinando las cuerdas por si había señales de fricción en los puntos que estaban en contacto con las poleas.
– Jamás había visto a Sastre Paul tan de cerca como ahora. Es muy grande, ¿no?
– Sí, señorita -dijo Jack Godfrey dando un golpe con la mano en la superficie de bronce.
Un rayo de sol entró por la ventana y se reflejó en el borde de la campana iluminando las letras de una inscripción que, como Hilary bien sabía, decía así:
NUEVE + SASTRES + DICEN + QUE + UN + HOMBRE + DE + CRISTO + HA + LLEGADO + A + SU + FIN + COMO + ADÁN + SU + PADRE + 1614
– Esta campana también tiene su historia. La hemos tocado en muchas ocasiones, sin contar con los innumerables repiques de difuntos y los funerales. Y cuando nos atacaron los Zeppelin, la tocábamos con Gaude como señal de alarma. El otro día, el párroco comentaba que ya iba siendo hora de girarla un cuarto, pero no estoy demasiado convencido. Creo que todavía tocará un poco más. A mi parecer, todavía ofrece un sonido bastante limpio.
– Tienen que tocar el repique de difuntos para todos los feligreses que mueren, ¿verdad? Sean quienes sean.
– Sí, ateos o creyentes. Así lo estipuló sir Martin Thorpe, su tatarabuelo, cuando dejó el dinero para el fondo de las campanas. «Toda alma cristiana» fueron las palabras exactas que escribió en su testamento. Incluso las tocamos por aquella mujer que vivía en Long Drove, y eso que era católica. Al viejo Hezekiah no le pareció demasiado bien -añadió el señor Godfrey chasqueando la lengua al recordarlo-. «¿Cómo? ¿Tocar a Sastre Paul por una católica? -preguntó-. Párroco, no me dirá que también los considera cristianos». «Hezekiah, este país estuvo lleno de católicos en un tiempo; los católicos construyeron esta iglesia», le respondió el párroco. Pero no lograron convencerlo. No fue a la escuela, no conoce la historia. Bueno, señorita Hilary, creo que ya he terminado con Sastre Paul. Si me da la mano, la ayudaré a bajar.
Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee y Dimity, a todas les llegó el turno de pasar la revisión. Sin embargo, cuando le tocó a Batty Thomas, el señor Godfrey se obstinó, repentina e inesperadamente, a no dejar subir a Hilary a la viga.
– Señorita Hilary, no la subiré encima de Batty Thomas. Esta campana no trae buena suerte. Quiero decir que tiene una oscura historia a sus espaldas y no me gustaría correr riesgos innecesarios.
– ¿Qué quiere decir?
Al señor Godfrey le costó un poco explicarse de manera más comprensible.
– Es mi campana -dijo-. Llevo quince años tocándola y diez cuidándola, desde que Hezekiah ya fue muy mayor para subir y bajar esta escalera. Batty Thomas y yo nos conocemos muy bien y ella no se pelea conmigo ni yo con ella. Sin embargo, tiene un carácter extraño. Dicen que el abad que descansa abajo en la tumba de la iglesia era un hombre muy extraño y que su campana se parece a él. También dicen que, hace muchos años, cuando echaron a los monjes, Batty Thomas tocó una noche entera ella sola, sin que nadie moviera la cuerda. Y cuando Cromwell envió a sus hombres para que rompieran todas las imágenes, se ve que un soldado subió al campanario, no sé a qué, supongo que para destrozar las campanas, pero subió. Los demás, sin saber que él estaba aquí, empezaron a tirar de las cuerdas y, al parecer, la persona que cuidaba las campanas las había dejado mirando hacia arriba. Debían de ser muy descuidados en aquella época, pero bueno, así fue. Justo cuando ese soldado se asomó para ver las campanas, Batty Thomas dio la vuelta, lo golpeó y lo mató. Esta es la historia y el párroco suele decir que Batty Thomas salvó la iglesia porque los demás soldados se asustaron mucho y salieron corriendo pensando que era un castigo de Dios aunque, desde mi punto de vista, sólo fue un descuido de la persona que dejó las campanas de aquel modo. Y después, en tiempos del antiguo párroco, había un pobre hombre que estaba aprendiendo a tocar las campanas y un día, al intentar levantar a Batty Thomas, la cuerda se le enroscó al cuello y lo ahorcó. Terrible pero, volviendo a lo mismo, yo creo que fue otro descuido, porque no deberían haber dejado que el hombre practicara solo. El señor Venables jamás lo permitiría. Pero ya ve, señorita Hilary, Batty Thomas ha matado a dos hombres, aunque es muy comprensible porque en ambas ocasiones los accidentes fueron fruto de un descuido que no habrían pasado si… bueno, como le he dicho antes, no me gustaría correr riesgos innecesarios.
Y con esto estuvo todo dicho. Así pues, el señor Godfrey subió a engrasar los gorrones de Batty Thomas sin ayuda de nadie. Hilary Thorpe, insatisfecha pero capaz de reconocer un obstáculo inamovible cuando lo veía, se paseó por el campanario removiendo el polvo acumulado con la punta cuadrada de los zapatos de la escuela y mirando los nombres que la gente del pueblo había ido grabando en las paredes a lo largo de los años. De repente, en un rincón escondido, una franja de luz iluminó algo que le llamó la atención. Se agachó lentamente y lo cogió. Era un trozo de papel, delgado y de mala calidad, que estaba doblado varias veces por la mitad. Le recordó las cartas que, esporádicamente, recibía de una institutriz francesa y, cuando la abrió, vio que el papel estaba cubierto con la misma tinta violeta que asociaba con «Mad'm'selle», pero esta vez estaba escrita en inglés con una letra muy clara, aunque no era la caligrafía de alguien que hubiera recibido una buena educación. Estaba doblada cuatro veces y la parte de abajo se hallaba un poco sucia por el polvo, pero en general estaba bastante limpia.
– ¡Señor Godfrey!
La voz de Hilary sonó tan repentina y animada que Jack Godfrey se asustó un poco. Estuvo a punto de caerse de la escalera y engrosar la lista de víctimas de Batty Thomas.