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– Ya veo. Y cuando acabes en Oxford, escribes una sobre las penalidades de la universidad.

– Esa es la idea. Ya puedo empezar a pensar en ello.

– Bueno, querida, espero que te salga bien. Sin embargo, a la vez me sabe muy mal dejarte sola tan joven. ¡Si hubiera aparecido aquel maldito collar! Fui un estúpido al pagarle a Wilbraham el valor de esa joya, pero como ella insistió tanto delante del gobernador, yo…

– ¡Oh! Papá, por favor, no empieces otra vez con esa estúpida historia del collar. No podías hacer otra cosa. Además, no quiero el dinero. De todos modos, tú no te vas a ir a ningún sitio.

Sin embargo, el especialista, que llegó el martes, lo vio muy mal y, en un aparte, le dijo al doctor Baines:

– Han hecho todo lo posible. Incluso si me hubieran llamado antes no podría haber hecho nada.

Y a Hilary le dijo:

– Señorita Thorpe, no debe perder la esperanza. No puedo ocultarle que la situación de su padre es grave, pero la naturaleza tiene increíbles poderes de recuperación…

Esta era la manera médica de decir que, a menos que se obrara un milagro, ya podían ir encargando el ataúd.

La tarde del lunes, el señor Venables salía de casa de una señora cascarrabias y de lengua viperina que vivía casi a las afueras del pueblo, cuando un ruido intenso y retumbante le golpeó los oídos desde lejos. Se quedó quieto con la mano en la valla.

«Es Sastre Paul», se dijo el párroco.

Tres solemnes notas y una pausa.

«¿Hombre o mujer?».

Tres notas y luego tres más.

– Hombre -dijo el párroco. Se quedó escuchando-. ¿Habrá pasado a mejor vida el pobre señor Merryweather? Espero que no sea el hijo de los Hensman.

Contó doce campanadas y esperó, pero Sastre Paul siguió tocando y el párroco respiró tranquilo. Al menos, el hijo de los Hensman estaba a salvo. Entonces, rápidamente empezó a calcular la edad de los feligreses que podían haber muerto. Veinte campanadas, treinta campanadas, era un hombre adulto. «Dios no quiera que sea sir Henry -pensó el párroco-. Ayer, cuando fui a verlo, parecía que estaba mejor». Cuarenta campanadas, cuarenta y una, cuarenta y dos. Seguro que era el viejo Merryweather; un gran alivio para él, el pobre. Cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, cuarenta y seis. Debía continuar, no podía detenerse en aquel fatídico número. El señor Merryweather tenía ochenta y cuatro años. El párroco aguzó el oído. Lo más probable era que el viento, que soplaba muy fuerte, no le hubiera dejado oír la siguiente campanada. Además, con los años, también había ido perdiendo oído.

Sin embargo, pasaron treinta largos segundos hasta que Sastre Paul volvió a hablar y luego se produjo otro largo silencio de treinta segundos más.

La vieja cascarrabias, sorprendida de ver tanto rato al párroco en la verja con la cabeza descubierta, se le acercó para ver qué pasaba.

– Es un repique de muertos -comentó el señor Venables-. Han tocado los nueve sastres y cuarenta y seis campanadas; me temo que debe ser sir Henry.

– Dios mío -dijo la señora-. Eso es una tragedia.

Una terrible tragedia -los ojos se le inundaron de una desagradable lástima-. ¿Y qué pasará ahora con la señorita Hilary, que ha perdido a su madre y a su padre uno detrás del otro, y que sólo tiene quince años y nadie que la cuide? No estoy de acuerdo en que las chicas jóvenes tengan que cuidarse solas. Acostumbran a ser problemáticas y no es justo que Dios les quite a sus padres tan pronto.

– No debemos cuestionarnos los caminos cié la Providencia -contestó el párroco.

– ¿Providencia? No se atreva a hablarme de la Providencia. Ya he tenido bastante de ese cuento de la Providencia. Primero se llevó a mi marido y luego a mis hijos, pero el de allí arriba le enseñará buenos modales si no se anda con cuidado.

El párroco estaba demasiado afligido como para replicar este notable discurso teológico.

– Sólo podemos confiar en Dios, señora Giddings -dijo, accionando la manilla de arranque del coche de un tirón.

El funeral de sir Henry se celebraría el viernes por la tarde. Aquélla era una ocasión de suma importancia para, al menos, cuatro personas en Fenchurch St Paul. El señor Russell, el director de pompas fúnebres, que era primo de Mary Russell, la mujer de William Thoday, estaba decidido a lucirse con el roble pulido y la placa conmemorativa. También debía tomar la delicada decisión de escoger a los seis portadores del ataúd, que tenían que ser de una altura parecida y llevar el mismo paso. Los señores Hezekiah Lavender y Jack Godfrey discutieron sobre el carrillón sordo que tocarían; el señor Godfrey tenía que colocar las fundas de piel en los badajos de las campanas y el señor Lavender debía dirigir el carrillón. Y, por último, el señor Gotobed, el sacristán, se encargaba de la tumba; y quería hacerlo tan bien que renunció a participar en el carrillón para poder dedicarse por completo a organizar las ceremonias fúnebres, aunque su hijo Dick, que le ayudaba con los preparativos, se consideraba suficientemente capacitado para encargarse él solo de todo. En cuanto a cavar el agujero, no había demasiado trabajo, para disgusto del señor Gotobed. Sir Henry había expresado su deseo de ser enterrado en la misma tumba que su mujer, así que las posibilidades de realizar un trabajo meticuloso desaparecieron. Sólo tenían que retirar la tierra, que todavía no se había endurecido después de tres lluviosos meses, limpiarlo un poco y colocar hierba fresca donde iban a poner el ataúd. Sin embargo, como le gustaba hacer las cosas con suficiente antelación el señor Gotobed se encargó de hacerlo el jueves por la tarde.

El párroco acababa de llegar a casa de la ronda de visitas y estaba a punto de sentarse a tomar el té cuando Emily apareció en la puerta.

– Si me permite, señor, Harry Gotobed pregunta si puede hablar con usted un momento.

– Claro. ¿Dónde está?

– En la puerta trasera, señor. No quiere entrar porque lleva las botas sucias.

El señor Venables fue hasta la puerta trasera; el señor Gotobed lo esperaba con una cara muy rara en la escalera, retorciendo la gorra con las manos.

– Bueno, Harry, ¿cuál es el problema?

– Verá, señor, se trata de la tumba de sir Henry. Pensé que sería mejor comentárselo a usted, ya que se trata de un asunto de la iglesia. Cuando Dick y yo hemos cavado el agujero, nos hemos encontrado un cadáver, y Dick me ha dicho…

– ¿Un cadáver? Por supuesto que tiene que haber un cadáver. Lady Thorpe está enterrada allí. Tú mismo la enterraste.

– Sí, señor, pero no es el cadáver de lady Thorpe. Es el cadáver de un hombre, y a mí me parece que no tiene derecho a estar allí. Así que le he dicho a Dick…

– ¡El cadáver de un hombre! ¿Qué quieres decir? ¿En un ataúd?

– No, señor, no hay ataúd. Sólo está envuelto en unas ropas y parece que lleva allí bastante tiempo. Así que Dick me ha dicho: «Papá, me parece que deberíamos decírselo a la policía. ¿Voy a buscar a Jack Priest?». Pero yo le he dicho: «No, esto es propiedad de la iglesia y primero debemos decírselo al párroco. Por respeto y porque es lo correcto. Tápalo con una tela mientras yo voy a buscar al párroco, y no dejes que nadie entre en el cementerio». Entonces me he puesto el abrigo y he venido aquí, porque no sabemos qué hacer con él.

– Eso es muy extraño, Harry -repuso el párroco, desesperado-. Yo jamás… nunca… ¿quién es ese hombre? ¿Lo conoces?

– Creo, señor, que en las condiciones que está no lo reconocería ni su madre. A lo mejor quiere venir y echarle un vistazo.

– Claro, por supuesto. Será mejor que vaya. ¡Dios mío, Dios mío! Estoy perplejo. ¡Emily! ¿Has visto mi sombrero en algún sitio? Ah, gracias. Vámonos, Harry. Emily, por favor, dígale a la señora Venables que me ha surgido un imprevisto y que no me espere para el té. Sí, Harry, ya estoy listo.