Se estiró sobre el estómago encima de la escalera, cogió el carrete con la mano izquierda y empezó a descender la pieza con los anzuelos y los pesos, mientras el comisario iluminaba la operación con una linterna.
El aire que subía era frío y húmedo por el agua. A lo lejos se veía un círculo de luz donde se reflejaba el azul pálido del cielo y la luz de la linterna mostraba cómo los anzuelos y el sedal bajaban rectos. Entonces, unas pequeñas olas en el reflejo señalaron que ya habían tocado el agua.
Una pausa. Luego el zumbido del carrete mientras Wimsey recogía sedal.
– Más agua de la que me imaginaba. ¿Dónde están los pesos? Bueno, volveremos a intentarlo.
Otra pausa. Y entonces:
– ¡He cogido algo, comisario, he cogido algo! ¿Qué apostamos a que es una bota vieja? No pesa lo suficiente para ser la cuerda. No importa. Ya sube. ¡Ya lo veo! ¡Ya sube! Perdón, se me había vuelto a olvidar. ¡Hurra, hurra, hurra! ¿Qué es esto? No es una bota, pero también servirá. ¡Un sombrero! Comisario, ¿tomó las medidas de la cabeza del cadáver? ¿Sí? ¡Bien! Así no tendremos que desenterrarlo para saber si es suyo. Quédese a mi lado. ¡Lo tengo! Es suave, los peores para llevar y para el agua. Producción en serie. Fabricante londinense. Exhibit One. Déjelo en el suelo para que se seque. Volvemos a bajar… y subimos otra vez. Otro pececito. ¡Caramba! ¿Qué es esto? Parece una salchicha pequeña. No, no lo es. No lo es. Es un asidero. Nos hemos encontrado un asidero por el camino. Es el niño de mis ojos. El asidero de la pequeña Gaude. Súbala con cuidado, levántela. Donde está el asidero tiene que estar el resto… ¡Recórcholis!… Lo tengo… Se ha enganchado no sé dónde… No, no estire tan fuerte o los anzuelos se soltarán. Suave. Sujételo… ¡Maldita sea!… Perdón, maldita no sea. Quiero decir, ¡qué rabia!, se ha soltado… Ahora sí que lo tengo… ¿Ese ruido ha sido un crujido de la escalera debajo de mi pecho? Las esquinas de esta escalera son muy anguladas… ¡Ya está, ya está! Aquí tenemos nuestra anguila, toda enredada. Cójala. ¡Hurra!
– No está toda -dijo el comisario mientras la cuerda asomaba por el pozo.
– Posiblemente no, pero éste es uno de los trozos que utilizaron para atarlo. Está un poco deshecha aunque todavía permanecen los nudos.
– Sí. Será mejor que no toquemos los nudos. Pueden darnos alguna pista sobre quién los hizo.
– Cuide de los nudos que la soga se cuidará sola. Tiene razón. Allá vamos otra vez.
Al cabo de un rato, toda la longitud de la cuerda, según ellos, estaba en el suelo dividida en cinco trozos, incluido el asidero.
– Le ataron los brazos y los tobillos por separado. Luego, ataron el cuerpo a algo y cortaron la cuerda. Y luego separaron el asidero porque les estorbaba para hacer los nudos. ¡Hmmm! -dijo el señor Blundell-. Un trabajo no demasiado experto, pero muy efectivo. Milord, esto es un gran hallazgo. Aunque es un poco cruel, ¿no? Da otra dimensión del crimen, ¿no cree?
– Tiene razón, comisario. Bueno, uno tiene que hacer frente a lo que venga, como dijo la señora cuando le llegó el momento. Pero ¿qué…?
Una cara, que se asomaba por encima de la pared del cementerio como si no estuviera unida a ningún cuerpo, se agachó rápidamente cuando Wimsey se dio la vuelta, y luego volvió a asomarse.
– ¿Qué demonios quieres, Loco? -le preguntó el comisario.
– Oh, nada. No quiero nada. Señor, ¿a quién van a colgar con eso? Eso es una cuerda. En esta torre tienen colgadas nueve -añadió el loco en voz baja-. El párroco ya no me deja subir más, porque no quiere que nadie lo sepa. Pero el Loco Peake lo sabe. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho: todas colgadas por el cuello. El viejo Paul es el más grande, Sastre Paul, pero debería haber nueve campanas. Sé contar, ¿saben? El Loco sabe contar. Las he contado una y otra vez con los dedos. Ocho. Y una nueve. Y una diez, pero no les voy a decir su nombre. Oh, no. Está esperando las nueve campanas. Una, dos, tres, cuatro…
– ¡Basta ya! ¡Vete! -gritó exasperado el comisario-. Y que no vuelva a pillarte por aquí nunca más.
– ¿A quién pillan? Oiga, usted me lo dice y yo se lo digo a usted. El número nueve está al caer, y hay una cuerda para colgarlo, ¿no es cierto, señor? Nueve, y ya hay ocho. El Loco lo sabe. El Loco puede decirlo. Pero no lo hará. ¡Oh, no! Podría haber alguien escuchando. -Y luego sus ojos volvieron a recuperar su habitual mirada perdida y se tocó la gorra-. Buenos días, comisario. Buenos días, señor. Tengo que ir a dar de comer a los cerdos, ése es el trabajo del Loco. Sí, eso es. Los cerdos tienen que alimentarse. Buenos días, comisario. Buenos días, señor.
Se fue corriendo por el campo hacia un grupo de granjas que estaban un poco aisladas.
– ¡Bueno! -dijo el señor Blundell muy enfadado-. Ahora irá explicando por ahí la historia de la cuerda. Está obsesionado con el ahorcamiento desde que su madre se colgó en Little Dykesey, en el establo, cuando él era pequeño, hará unos treinta años. Bueno, supongo que es inevitable. Me llevaré todo esto a la comisaría y ya volveré después para hablar con Will Thoday. Ya habrá acabado de comer.
– Sí, y a mí se me ha pasado la hora -comentó Wimsey cuando el reloj tocó la una y cuarto-. Tendré que disculparme con la señora Venables.
– Verá, señora Thoday -dijo el comisario amablemente-, si alguien puede ayudarnos con todo este extraño asunto, ésa es usted.
Mary Thoday agitó la cabeza.
– Estoy segura de que, si pudiera, lo haría, señor Blundell, pero no sé cómo. Sólo puedo decirle que estuve toda la noche despierta junto a Will. Apenas me cambié la ropa durante una semana, pero como él estaba tan mal y era la noche después de haber enterrado a la pobre lady Thorpe, me encontraba realmente muy afectada. La gripe se convirtió en neumonía y creímos que nunca lograríamos recuperarlo. No creo que pueda olvidar esa noche, ni el día. Estaba aquí sentada, escuchando a Sastre Paul y pensando si tendría que tocar por Will antes de que se acabara el día.
– ¡Bueno, bueno! -intervino su marido avergonzado, echando un buen chorro de vinagre en la lata de salmón-. Ya pasó y no tiene ningún sentido hablar así ahora.
– Claro que no -opinó el comisario-. Pero usted lo pasó mal, ¿no es cierto, Will? Delirando y todo. Sé lo que es la neumonía, porque se llevó a mi suegra en 1922.
Es una enfermedad muy dura para las personas que cuidan al enfermo.
– Es verdad -asintió la señora Thoday-. Aquella noche Will estaba muy mal. Sólo quería levantarse de la cama e ir a la iglesia. Creía que estaban tocando el carrillón sin él, aunque yo le decía que ya lo habían tocado en día de Año Nuevo. Lo pasé muy mal, aquí sola, sin nadie que me ayudara, porque Jim se había marchado aquella misma mañana. Mientras estuvo aquí me ayudó mucho, pero tuvo que volver a su barco. Se quedó todo el tiempo que pudo pero, claro, no trabaja por cuenta propia, tiene un patrón.
– Claro -dijo el señor Blundell-. Es oficial de cubierta en un barco mercantil, ¿verdad? ¿Cómo le va? ¿Han sabido algo de él últimamente?
– La semana pasada recibimos una postal suya desde Hong Kong -dijo Mary-, pero no decía gran cosa. Sólo que estaba bien y enviaba un beso para las niñas. En este viaje no ha enviado más que postales, y debe estar realmente ocupado, porque es un hombre de escribir cartas casi cada día.
– Quizá vayan cortos de personal -comentó Will-, Además, en ese trabajo ahora atraviesan una época de preocupación, porque temen no tener suficiente carga y no poder cumplir. Supongo que es por esta dichosa depresión.
– Sí, claro. ¿Cuándo esperan que vuelva?
– Que yo sepa, no va a venir en una temporada -respondió Will. El comisario lo miró muy serio, porque le pareció detectar un tono casi de satisfacción en la respuesta-. Quiero decir, que si el comercio está bien, no podrá. Verá, su barco no realiza líneas regulares. Va donde haya mercancías, como lo llaman ellos, de un puerto a otro donde haya algo que recoger.