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– ¡Ah! Ya lo entiendo. ¿Cómo se llamaba el barco?

– Hannah Brown. Forma parte de la flota de Lampson & Blake de Hull -explicó la mujer-. Si le pasara algo al capitán Woods, le darían el mando a Jim, ¿verdad, Will?

– Eso dice él -contestó Will muy secamente-. Aunque yo no contaría con nada en estos días.

El contraste entre el entusiasmo de la mujer y la falta de éste del hombre era tan evidente que Blundell extrajo sus propias conclusiones.

«De modo que Jim ha estado creando problemas entre ellos, ¿no? -pensó Blundell-. Eso explica muchas cosas. Aunque no me ayuda demasiado. Será mejor que cambie de tema».

– Así que no vio nada raro en la iglesia aquella noche, ¿no es cierto? -dijo-. ¿Luces que se movían? ¿Nada de eso?

– No me moví del lado de la cama de Will en toda la noche -respondió la señora Thoday mirando insegura a su marido-. Estaba tan enfermo que si le hubiera dejado un minuto, habría empezado a desvestirse y a querer levantarse. Además, cuando no estaba preocupado por el carrillón, pensaba en el viejo problema… ya sabe.

– ¿El asunto Wilbraham?

– Sí. Estaba muy confundido pensando que… que… que se estaba celebrando aquel horrible juicio y que tenía que estar a mi lado.

– ¡Ya basta! -gritó Thoday de repente empujando el plato con tanta violencia que el cuchillo y el tenedor cayeron encima de la mesa-. No quiero que te preocupes por eso nunca más. El tema está muerto y enterrado. Si me vino a la cabeza cuando no las tenía todas, no pude evitarlo. Pero Dios sabe que yo sería el último a recordarte ese episodio si pudiera evitarlo. Deberías saberlo.

– No te estoy echando la culpa a ti, Will.

– Y no quiero que vuelva a tratarse el tema bajo mi techo nunca más. ¿Qué pretende al venir a preocuparla de este modo, señor Blundell? Ya le ha dicho que no sabe nada de ese tipo que apareció enterrado, y con eso está todo dicho. Lo que haya podido hacer o decir cuando he estado enfermo no le importa a nadie.

– Ni lo más mínimo -admitió el comisario-. Siento mucho que haya salido el tema. Bueno, no los entretengo más. No pueden ayudarme y ya está. No voy a decirles que no es una decepción, pero el trabajo de un policía está lleno de decepciones, y debemos ver siempre el lado positivo de las cosas. Me voy y dejo que sus hijas entren a tomar el té con ustedes. Por cierto, ¿qué le ha pasado al loro?

– Lo hemos encerrado en la otra habitación -respondió Will, con mala cara-. Le ha dado por gritar y escupirle a la gente en la cabeza.

– Eso es lo peor de los loros -opinó el señor Blundell-. Pero es un gran charlatán. Jamás he oído uno igual.

Les dio las buenas noches y se fue. Las dos niñas Thoday, que durante toda la conversación sobre asesinatos y entierros, poco apropiada para su sexo y temprana edad, habían estado jugando fuera, corrieron a abrirle la puerta.

– Buenas noches, Rosie -dijo el señor Blundell, que nunca olvidaba un nombre-. Buenas noches, Evvie. ¿Cómo os va la escuela?

Sin embargo, con la voz de fondo de la señora Thoday llamándolas a tomar el té, el comisario sólo recibió una breve respuesta.

El señor Ashton era un granjero de los de antes. Igual podría haber tenido cincuenta años, que sesenta o setenta. Hablaba con una voz áspera, y se mantenía tan erguido que si se hubiera tragado un atizador, sólo podría haber provocado indecorosas curvas y flexiones en su figura. Wimsey, mirándole de reojo las manos, con los dedos nudosos, concluyó que ese aspecto rígido era más debido a la artritis crónica que a la austeridad. Su mujer era considerablemente más joven que él; le sobraban los kilos donde a él le faltaban, era alegre mientras que él, sombrío; y habladora mientras que él siempre respondía con monosílabos. Acogieron con mucho cariño a lord Peter y le ofrecieron un vaso de vino de prímula casero.

– Ya no queda mucha gente que lo haga -dijo la señora Ashton-. Pero es la receta de mi madre y siempre digo que, mientras pueda, lo seguiré haciendo. No soporto esos líquidos horribles que venden en las tiendas. Sólo sirven para destrozarte el estómago y provocarte gases.

– Ugh -dijo el señor Ashton, asintiendo.

– Estoy de acuerdo con usted, señora Ashton -afirmó Wimsey-. Este vino es excelente. -Y lo era-. Otra amabilidad por la que tengo que darles las gracias.

Y luego les expresó su gratitud por la ayuda que le habían prestado con el coche a principios de enero.

– Ugh -repuso el señor Ashton-. Un placer, no es nada.

– Pero siempre oigo que el señor Ashton está ayudando aquí y allá -continuó Wimsey-. Creo que he oído que fue usted el buen samaritano que recogió al pobre William Thoday en Walbeach el día que se puso enfermo.

– Ugh -repitió el señor Ashton-. Fue una suerte que lo viéramos. ¡Ugh! Hacía mal tiempo para un hombre enfermo. ¡Ugh! Esta gripe es muy peligrosa.

– Horrorosa -comentó su mujer-. Pobre hombre. Cuando salió del banco iba dando tumbos. Le dije al señor Ashton: «Mira qué mala cara tiene Will. Estoy segura de que no está en condiciones de conducir hasta casa». Y así fue porque, cuando no habíamos recorrido ni un kilómetro a la salida de la ciudad, vimos su coche que había volcado, estaba apoyado sobre un lateral, y Will estaba allí bastante indefenso. Gracias a Dios que no cayó al sumidero y se mató. ¡Y con todo ese dinero encima! Dios mío, Dios mío. Habría sido una pérdida terrible. Estaba indefenso y desorientado, contando los billetes y tirándolos al suelo. Yo le dije: «Venga, Will, guárdate los billetes en el bolsillo y tranquilízate, que nosotros te llevaremos a casa. Y no te preocupes por el coche; por el camino pararemos en casa de Turner y le diremos que lo recoja el próximo día que venga a Fenchurch. Lo hará encantado, y podrá volver con el autobús». Así que se subió a nuestro coche y lo llevamos a su casa. Y estuvo muy enfermo, mucho. En la iglesia rezamos por él durante dos semanas.

– ¡Uf! -exclamó el señor Ashton.

– Lo que no puedo entender es por qué salió con ese mal tiempo -continuó la señora Ashton-. Además, no era día de mercado y sabía que nosotros teníamos que ir a Walbeach igualmente, porque el señor Ashton debía ver al abogado para el alquiler de los Giddins, y si Will hubiera querido que hiciéramos alguna gestión, nosotros la habríamos hecho encantados. Incluso si era en el banco, podría haber confiado en nosotros. No es que el señor Ashton no pudiera encargarse de doscientas libras, o dos mil, para el caso da igual. Pero Will Thoday siempre ha sido muy reservado con sus cosas.

– ¡Querida! -exclamó el señor Ashton-. ¡Ugh! Quizá eran asuntos de sir Henry. Es lógico que, si no se trata de asuntos propiamente suyos, sea reservado.

– ¿Y desde cuándo, que yo sepa, la familia de sir Henry tiene dinero en los bancos de Londres e Inglaterra oriental? -respondió la señora Ashton-. Sin mencionar que sir Henry jamás fue tan desconsiderado como para enviar a un hombre enfermo a resolver sus asuntos en medio de una nevada horrible. Ya te he dicho antes que no me creo que esas doscientas libras tengan nada que ver con sir Henry, y un día de estos verás que tengo razón, como siempre, ¿o no?

– ¡Uf! Hablas demasiado, María, y seguro que en algo tienes razón. Sería raro que no fuera así; siempre llevas la razón. ¡Ugh! Pero no tienes por qué entrometerte en los asuntos de dinero de Will. Deja que se ocupe él.

– En eso tienes razón tú -admitió la señora Ashton afablemente-. A veces hablo más de la cuenta, lo admito. Lord Peter, tendrá que disculparme.

– No se preocupe. En un lugar tan tranquilo como éste, si uno no habla de sus vecinos, ¿de qué va a hablar? Además, los Thoday son sus únicos vecinos de verdad, ¿no es cierto? Tienen suerte. Estoy seguro de que cuando Will estuvo enfermo usted, señora Ashton, ayudó a Mary Thoday a cuidarlo.