Kilómetro tras kilómetro, la carretera plana hacía eses detrás de ellos. Ahora se encontraban un molino de viento, luego una granja solitaria, más allá una hilera de álamos que bordeaban un dique lleno de juncos. Maíz, patatas, remolacha, mostaza y otra vez maíz, hierba verde, patatas, alfalfa, maíz, remolacha y mostaza. Una larga calle de pueblo con una vieja torre gris y una capilla de ladrillos, y la vicaría rodeada de un pequeño oasis de olmos y castaños de Indias, y luego más diques y molinos de viento, maíz, mostaza y hierba verde. A medida que iban avanzando, el terreno se iba allanando, si es que era posible allanarse más, y los molinos abundaban más y, a la derecha, volvieron a ver el reflejo plateado del río Wale, que ahora era más ancho porque llevaba toda el agua del dique de los diez metros, de Harper's Cut y de St Simon's Eau, y hacía eses más gruesas aquí y allá, como si quisiera recordar su antiguo recorrido. Entonces, en el horizonte, vieron un pequeño grupo de capiteles y tejados y algunos árboles altos, y detrás, los mástiles de los barcos pesqueros. De este modo, cruzando puentes y puentes, los viajeros llegaban a Walbeach, un gran puerto antaño, aunque ahora había quedado encerrado en tierra firme por la inundación de los pantanos y porque la desembocadura del Wale había bajado de nivel. Sin embargo, mantenía la tradición marítima escrita en las piedras grises, los almacenes de madera y las largas líneas de los muelles casi desiertos.
En la oficina de Correos, lord Peter esperó en el placentero silencio que inunda las ciudades rurales donde los días sin mercado parecen domingos interminables. Bunter estuvo en el interior un buen rato; cuando salió, lo hizo con un poco menos de tranquilidad de la que era habitual en él y tenía unos colores en las mejillas poco habituales en su persona.
– ¿Ha habido suerte? -preguntó Wimsey sonriendo.
Para su sorpresa, Bunter le contestó con un gesto que invitaba al silencio y a la precaución. El lord esperó a que entrara en el coche y cambió la pregunta:
– ¿Qué ha pasado?
– Será mejor que arranque deprisa, milord -dijo Bunter-, porque mientras la maniobra ha sido resuelta con éxito, es posible que haya robado el correo de su majestad al obtener un paquete con falsas intenciones.
Antes de que Bunter hubiera acabado su relato, el Damlier ya estaba bajando por una tranquila calle detrás de la iglesia.
– Bunter, ¿qué demonios has estado haciendo?
– Bueno, milord, he investigado, como me había dicho, si había alguna carta para el señor Stephen Driver, poste restante, que llevara aquí algún tiempo. Cuando la joven me ha preguntado cuánto tiempo, yo le he contestado, de acuerdo a lo que habíamos acordado, que tenía la intención de visitar Walbeach hace algunas semanas pero que surgió un imprevisto y me lo impidió, y que me enteré de que, por error, me habían mandado una carta muy importante a esta dirección.
– Muy bien. Todo según el plan de Cocker.
– Entonces, milord, la joven ha abierto una especie de caja fuerte o taquilla, ha buscado dentro y, después de un tiempo considerable, se ha girado con una carta en la mano y me ha vuelto a preguntar qué nombre había dicho.
– ¿Ah, sí? Estas chicas hacen demasiadas preguntas. Aunque me hubiera sorprendido más que no te lo hubiera hecho repetir.
– Sí, milord. Entonces le he dicho, como antes, que el nombre era Stephen o Steve Driver pero, al mismo tiempo, desde donde estaba he podido ver que la carta llevaba un sello azul. Sólo nos separaba el mostrador y, como usted debe saber, milord, Dios me ha dado una vista excelente.
– Demos gracias a Dios por eso.
– Debo decir que yo siempre se las doy, milord. Al ver el sello azul, me he apresurado a decirle (recordando las circunstancias del caso que nos ocupa) que me la habían enviado de Francia.
– Muy ágil, sí señor -dijo Wimsey asintiendo.
– La joven, señor, parecía desconcertada por este comentario. Ha dicho, algo dudosa, que había una carta de Francia y que llevaba tres semanas allí, pero que iba dirigida a otra persona.
– ¡Demonios!
– Sí, milord. Eso mismo he pensado yo. Le he preguntado: «¿Está segura, señorita, que lo ha leído bien?». Me alegra decir, milord, que la joven, por joven y, sin iluda, inocente, ha sucumbido a esta estrategia tan elemental y ha respondido inmediatamente: «Oh, no. Aquí lo dice bien claro: Señor Paul Sastre». En ese momento…
– ¡Paul Sastre! -exclamó Wimsey en un ataque de entusiasmo-. Pero… ése era el nombre que…
– Exacto, milord. Como iba diciendo. En ese momento era necesario que actuara con rapidez. Sin vacilar, he contestado: «¿Paul Sastre? Pero si es el nombre de mi chófer». Me disculpará, milord, si el comentario supone alguna implicación irrespetuosa hacia usted, dado que en ese momento estaba usted sentado al volante del coche y, por consiguiente, era la persona aludida, pero no estaba en posición de pararme a pensar lo rápida o claramente que me hubiera gustado.
– Bunter, te advierto que me estoy empezando a impacientar. Contesta de una vez, sí o no, ¿has conseguido la carta?
– Sí, milord. La tengo. Le he dicho a la joven que, dado que la carta de mi chófer estaba allí, se la llevaría, y he añadido algunas observaciones graciosas sobre que debía haber conquistado a alguna dama en uno de nuestros viajes porque era un gran conquistador. Nos hemos divertido un rato hablando sobre esto.
– ¿Ah, sí?
– Sí, milord. Al mismo tiempo le he explicado que estaba muy contrariado porque mi carta se había extraviado y le he pedido que la buscara de nuevo. Así lo ha hecho, muy a su pesar, y al final me he ido, después de dejar claro que el sistema postal de este país me parecía poco fiable y que no dudara que escribiría un artículo en The Times.
– Excelente. Bueno, todo es bastante ilegal, pero Blundell lo arreglará. Le habría sugerido que lo hiciera él mismo, pero como implicaba iniciar una pequeña aventura pensé que no le haría demasiada gracia. Además, tampoco me hubiera fiado demasiado. Y además -en ese momento Wimsey añadió con franqueza-: fue idea mía y quería que nos divirtiéramos nosotros. Venga, no te disculpes más. Has estado perfectamente brillante dos veces y yo me alegro muchísimo. ¿Qué es eso? ¿No será nuestra carta? ¡Demonios! Es nuestra carta. ¡Perfecto! Tenemos nuestra carta y ahora nos vamos a comer a Cat and Fiddles desde donde las vistas del puerto son increíbles y el vino tinto no tiene desperdicio para celebrar nuestra oscura y vergonzosa actuación.
Así pues, al rato, ambos hombres estaban sentados en un oscuro comedor con vistas, dando la espalda al salón y mirando por la ventana hacia la torre achaparrada y cuadrada de la iglesia, con los grajos revoloteando alrededor y las gaviotas bajando en picado hacia las tumbas del cementerio. Wimsey pidió cordero asado y una botella del tan preciado vino tinto. No tardó demasiado en establecer conversación con el camarero, quien estuvo de acuerdo con él en que había mucha tranquilidad.
– Pero no tanto como antes, señor. Los hombres que trabajan en el canal Wash cambian mucho la ciudad. Oh, sí, señor… ya casi está terminado y dicen que lo abrirán en junio. Dicen que será positivo y que mejorará el drenaje de las tierras. Se comerá tres metros o más de río y, así, la marea volverá a subir al nivel del dique de los diez metros, como en los viejos tiempos. Yo no lo recuerdo, claro, porque eso fue en tiempos de Oliver Cromwell y yo sólo llevo aquí veinte años, pero eso es lo que dice el ingeniero jefe. Ya se han comido más de un kilómetro de tierra, señor, y en junio habrá una gran inauguración, con una fiesta y un partido de criquet y deportes para los pequeños. Además, dicen que le van a pedir al duque de Denver que venga a cortar la cinta del canal, aunque todavía no se sabe si vendrá o no.