– ¿Monsieur le commissaire Rozier?
– El mismo, madame. Este caballero es milord Vainsé, que ha viajado desde Inglaterra para hacer unas averiguaciones. ¿Podemos entrar?
Les dio permiso, aunque cuando escuchó la palabra «Inglaterra» la mirada de alarma volvió a sus ojos; y ninguno de los dos hombres la pasaron por alto.
– Su marido. Madame Legros -dijo el commissaire yendo directo al grano- está ausente de casa. ¿Desde cuándo?
– Desde diciembre, monsieur le commissaire.
– ¿Dónde está?
– En Bélgica.
– ¿En qué parte de Bélgica?
– En Dixmunde, supongo, monsieur.
– ¿Supone? ¿No lo sabe? ¿No ha recibido ninguna carta?
– No, monsieur.
– ¡Qué extraño! ¿Por qué fue a Dixmunde?
– Monsieur, le había parecido recordar que su familia quizá vivía en Dixmunde. Usted sabrá, seguro, que perdió la memoria. Eh, bien! Un día, en diciembre, me dijo: «Suzanne pon un disco en el tocadiscos». Puse el disco de una gran diseuse que recita Le Carrillon, un poema de Verhaeren, con música. C'est un morceau très impressionant. En ese instante, cuando mencionaba una y otra vez el estribillo, mi marido gritó: «¡Dixmunde! ¿Hay una ciudad que se llama Dixmunde en Bélgica?». «Pues claro», le contesté yo. Y él me dijo: «¡Pues ese nombre me dice algo! Suzanne, estoy convencido de que mi querida madre vive en Dixmunde. No descansaré hasta que haya ido a Bélgica a buscar a mi querida madre». Monsieur le commissaire, hacía caso omiso a todos mis ruegos. Se fue, se llevó nuestros pequeños ahorros, y no he sabido nada más de él desde entonces.
– Histoire très touchante -dijo el commissaire con sequedad-. La compadezco, de verdad, madame. Pero no me creo que su marido sea belga, porque no hubo tropas belgas en la tercera batalla del Marne.
– No importa, monsieur, quizá su padre se casó con una belga. Puede que tenga familia en Bélgica.
– C'est vrai. ¿No le dejó ninguna dirección?
– Ninguna, monsieur. Dijo que escribiría cuando llegara.
– ¡Ah! ¿Y cómo se fue? ¿En tren?
– Sí, monsieur.
– ¿Y usted no ha hecho ninguna investigación? ¿Preguntarle al alcalde Dixmunde, por ejemplo?
– Monsieur, entienda que ya estaba suficientemente avergonzada. No sabría ni por dónde empezar a preguntar.
– Y la policía, ¿para qué estamos? ¿Por qué no acudió a nosotros?
– Monsieur le commissaire, no sabía… no podía imaginar… cada día me decía: «Escribirá mañana», y esperaba, et enfin…
– Et enfin… no se le ocurrió informarse. C'est bien remarquable. ¿Qué le hizo pensar que su marido estaba en Inglaterra?
– ¿En Inglaterra, monsieur?
– En Inglaterra, madame. Le escribió bajo el nombre de Paul Sastre, ¿no es cierto? A la ciudad de Valbesch en el condado de Laincollone. -El commissaire se lució en la traducción de los nombres de estos lugares bárbaros-. Le escribió allí bajo el nombre de Paul Sastre. Voyons, madame, voyons, y ahora me dice que cree que todo este tiempo ha estado en Bélgica. Supongo que no negará que ésta es su letra, ¿no? ¿O que éstos son los nombres de sus hijos? ¿O lo de la muerte de la vaca parda? ¿No imaginará que puede resucitarla?
– Monsieur…
– Hablemos claro, madame. Usted ha estado mintiendo a la policía durante todos estos años, ¿no es cierto? Sabía perfectamente que su marido no era belga sino inglés, que se llamaba Paul Sastre y que jamás había perdido la memoria. ¿Cree que puede burlarse de la policía de ese modo? Le garantizo, madame, que a partir de ahora se lo va a tomar muy en serio. Ha falsificado documentación, ¡eso es un delito!
– Monsieur, monsieur…
– ¿Esta carta es suya?
– Monsieur, no puedo negarlo, puesto que la ha encontrado.
– Bueno, al menos admite lo de la carta. Oiga, ¿qué significa esto de caer en manos de las autoridades militares?
– No lo sé, monsieur. Mi marido…; monsieur, se lo ruego, dígame dónde está.
El commissaire Rozier hizo una pausa y miró a Wimsey, que dijo:
– Madame, tememos mucho que su marido esté muerto.
– Ah, mon dieu! Je le savais bien. Si estuviera vivo, me hubiera escrito.
– Si nos ayuda diciéndonos toda la verdad sobre su marido, entonces seremos capaces de identificarlo.
La mujer se quedó mirándolos, primero a uno y luego al otro. Al final se dirigió a Wimsey.
– Milord, ¿no me está tendiendo una trampa? ¿Está seguro de que mi marido está muerto?
– Bueno, bueno -dijo el commissaire-. Eso no cambia nada. Debe decirnos la verdad, o será peor para usted.
Wimsey abrió la maleta que había traído con él y de ahí sacó la ropa interior que habían encontrado con el cadáver.
– Madame, no sabemos si el hombre que llevaba esto es su marido, pero le juro por mi honor que el hombre que lo llevaba está muerto.
Suzanne Legros cogió la ropa y la acarició con esos dedos cansados de trabajar cada remiendo y cada zurcido. Entonces, como si al ver esa ropa se le hubiera roto algo en su interior, se sentó en una silla, hundió la cabeza entre las prendas y empezó a llorar.
– ¿Lo reconoce? -le preguntó el comissaire suavemente.
– Sí, es de mi marido. Yo misma se lo cosí. Entonces… está muerto.
– En ese caso -dijo Wimsey-, no puede perjudicarle en modo alguno hablando con nosotros.
Cuando Suzanne Legros se recuperó un poco, dio su declaración y el commissaire hizo entrar a un agente para1 que tomara nota a mano.
– Es cierto que mi marido no era francés ni belga. Era inglés. Pero también es cierto que lo hirieron en la retirada de 1918. Llegó a la granja una noche. Había perdido mucha sangre y estaba agotado. También estaba terriblemente nervioso, pero no es cierto que perdió la memoria. Me imploró que lo ayudara y lo escondiera porque no quería luchar más. Lo cuidé hasta que estuvo bien y entonces acordamos la historia que explicaríamos.
– Fue deshonroso, madame, acoger a un desertor.
– Lo sé, monsieur, pero póngase en mi posición. Mi padre había muerto, a mis dos hermanos los habían matado y no tenía a nadie que me ayudara en la granja. Jean-Marie Picard, el chico que se iba a casar conmigo, también había muerto. Quedaban muy pocos hombres en Francia y la guerra había durado tanto. Además, monsieur, me enamoré de Jean. Estaba desquiciado. No podía seguir en el frente.
– Podría haber acudido a su unidad y pedir la baja por enfermedad -dijo Wimsey.
– Pero, entonces -dijo Suzanne-, lo habrían enviado a Inglaterra y nos habrían separado. Además, los ingleses son muy estrictos. Quizá lo habrían considerado un cobarde y lo habrían matado.
– Eso parece ser que es lo que le hizo creer a usted -dijo monsieur Rozier.
– Sí, monsieur. Lo creía, y él también. Así que decidimos que fingiría que había perdido la memoria y, como su acento francés no era demasiado bueno, planeamos decir que la lesión le había afectado al habla. Después quemé su uniforme y su documentación.
– ¿Quién se inventó la historia, usted o él?
– El, monsieur. Era muy listo. Pensó en todo.
– ¿También en el nombre?
– También.
– ¿Y cuál era su nombre real?