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Ella se quedó dudando un momento.

– Quemé su documentación y nunca me dijo nada sobre su verdadera identidad.

– No sabe cómo se llamaba. Entonces, Sastre no era su apellido real, ¿no?

– No, monsieur. Adoptó ese nombre cuando volvió a Inglaterra.

– ¡Ahí ¿Y a qué fue a Inglaterra?

– Monsieur, éramos muy pobres, y Jean dijo que tenía algunos bienes en Inglaterra que podía vender por una buena cantidad de dinero, aunque deseaba poder realizar la operación sin ser reconocido. Porque, claro, si lo reconocían, lo matarían por desertor.

– Pero, después de la guerra, se firmó una amnistía general para los desertores.

– En Inglaterra no, monsieur.

– ¿Se lo dijo él? -preguntó Wimsey.

– Sí, milord. De modo que era sumamente importante que nadie lo reconociera cuando fuera a buscar sus bienes. Había otros problemas que no me explicó sobre vender los bienes, no sé de qué se trataba, y que necesitaba la ayuda de un amigo. Así que le escribió y recibió una respuesta.

– ¿Tiene la carta?

– No, monsieur. La quemó sin dejármela ver. Su amigo le pedía algo, no lo entendí demasiado bien, pero era algo de una garantía, creo. Al día siguiente, Jean se encerró en su habitación durante varias horas para escribir la respuesta a esa carta, pero tampoco me la dejó ver. Entonces su amigo le volvió a escribir y le dijo que podía ayudarlo, aunque no debía mencionarse el nombre de Jean, ni el suyo ni el apellido Legros. Así que escogió el nombre de Paul Sastre, y la verdad es que cuando se le ocurrió la idea se hizo un buen hartón de reír. Entonces su amigo le envió documentación con el nombre de Paul Sastre, un ciudadano inglés. Yo misma la vi. Había un pasaporte con fotografía; no se parecía demasiado a mi marido, pero él dijo que no prestarían demasiada atención. Es lo que pasaba con la barba.

– Cuando conoció a su marido, ¿llevaba barba?

– No, iba afeitado, como todos los ingleses. Pero, claro, mientras estuvo enfermo le creció la barba. Lo cambió mucho, porque tenía una barbilla muy pequeña, y con la barba parecía mayor. Jean no se llevó ninguna maleta; dijo que compraría ropa en Inglaterra, porque así volvería a parecer un hombre inglés.

– ¿Y usted no sabe nada de esos bienes que él quería vender?

– Nada, monsieur.

– ¿Eran tierras, seguros, objetos de valor?

– No sé nada, monsieur. Se lo solía preguntar a Jean, pero jamás me dijo nada.

– ¿Y espera que nos creamos que no sabe el nombre real de su marido?

Se volvió a quedar dubitativa.

– No, monsieur, no lo sé. Es cierto que lo vi en su documentación, pero la quemé y ya no lo recuerdo. Creo que empezaba por C y, si lo volviera a ver escrito, me acordaría.

– ¿Cranton? -preguntó Wimsey.

– No, no creo que fuera eso, pero no se lo puedo decir exactamente. Cuando pudo hablar, me dijo que le diera su documentación y yo le pregunté cómo se llamaba, ya que no podía pronunciarlo por tratarse de un nombre inglés bastante difícil, y él me dijo que no podía decírmelo, pero que podía llamarlo como quisiera. Así que lo llamé Jean, que era el nombre de mi fiancé, que murió en la guerra.

– Ya veo -dijo Wimsey. Abrió la cartera y le dio la fotografía oficial de Cranton-. ¿Es éste su marido, con el aspecto de la primera vez que lo vio?

– No, milord. Ése no es mi marido. No se parece en nada a él -dijo ella con el rostro ceñudo-. Me ha engañado. No está muerto y yo lo he traicionado.

– Está muerto -afirmó Wimsey-. El hombre de la fotografía es el que está vivo.

– No estamos más cerca de la solución que antes -dijo Wimsey.

– Attendez, milord. Todavía no nos ha dicho todo lo que sabe. No confía en nosotros y nos está ocultando el nombre real de su marido. Sólo tiene que esperar, encontraremos los medios para hacer que hable. Todavía cree que su marido puede estar vivo. Pero la convenceremos. Debemos seguirle la pista a Jean Legros. Una pista de nueve meses, pero no será demasiado difícil. Ya sé que cogió el tren para ir a Bélgica, lo he investigado. Cuando embarcó hacia Inglaterra, sin ninguna duda lo hizo desde Ostend, a menos que… Voyons, milord, ¿con qué recursos podía contar?

– ¿Cómo saberlo? Pero creemos que esos bienes tan misteriosos tenían que ver con un collar de esmeraldas que valía miles de libras.

– Ah, voilà! Entonces, valdría la pena gastarse los ahorros. Pero usted dice que no es el hombre que esperaba. Si ese otro hombre era el ladrón, ¿cómo encaja en todo esto Legros?

– Ese es el problema. Aunque verá… En el robo estuvieron implicados dos hombres: un cambrioleur de Londres y un sirviente doméstico. No sabemos cuál de los dos se llevó las joyas; es una historia muy larga. Aunque ha oído que Jean Legros le escribió a un amigo de Inglaterra, y ese amigo podría ser Cranton, el ladrón. Legros no pudo ser el sirviente que robó las joyas porque ese hombre murió. Aunque quizá antes de morir le dijo a Legros dónde las había escondido y le dio el nombre de Cranton. Legros entonces le escribe a Cranton y le propone un trato para encontrar las joyas. Cranton no se lo cree y le pide a Legros una prueba de que lo que dice es cierto. Legros le envía una carta que le satisface y Cranton, a su vez, le envía la documentación inglesa con el nombre de Paul Sastre. Entonces Legros se va a Inglaterra y se cita con Cranton. Los dos encuentran las joyas. Luego Cranton mata a su socio para quedarse con todo el botín. ¿Qué le parece, monsieur? Porque Cranton también ha desaparecido.

– Es muy posible, milord. En tal caso, tanto las joyas como el asesino están en Inglaterra, o donde sea que esté ese tal Cranton. Así que, usted cree que el otro hombre que murió, el sirviente, le confesó el escondite del collar… ¿a quién?

– Quizá a algún compañero de celda que tuviera que estar en la cárcel una temporada corta.

– ¿Y por qué haría algo así?

– Para que ese compañero de celda le proporcionara una vía de escape. Y la prueba es que el sirviente se escapó de la cárcel, aunque más tarde encontraron su cuerpo en una cantera a muchos kilómetros de la cárcel.

– ¡Ajá! El asunto empieza a aclararse. Y, a ese sirviente, ¿cómo es que lo encontraron muerto? ¿Eh?

– Se supone que se cayó a la cantera por la noche, aunque empiezo a creer que lo mató Legros.

– Milord, nuestros pensamientos funcionan igual. Porque, voyez-vous, esta historia de deserción y autoridades militares no se sostiene por ningún lado. Detrás de este cambio de nombre y este miedo a la policía inglesa hay algo más que una simple deserción. Pero si ya había estado antes en la cárcel y durante el robo cometió un asesinato, la cosa empieza a ser más comprensible. Cambió de nombre dos veces, para que nadie pudiera seguirle la pista hasta Francia, porque Legros, bajo el nombre inglés, se alistó en el Ejército después de salir de la cárcel y quizá aparezca en los registros del ejército inglés. Lo único que me parece extraño es que, si estaba en el Ejército, encontrara el tiempo libre para planear una fuga de la cárcel y un asesinato. No, siguen habiendo lagunas, pero la idea general del plan está clara y lo estará más a medida que vayamos avanzando. Mientras tanto, haré algunas investigaciones aquí y en Bélgica. Creo, milord, que debemos limitarnos a las rutas de pasajeros normales o incluso los puertos. Una lancha motora podría perfectamente hacer el recorrido hasta la costa de Laincollone. La policía de Londres también puede hacer averiguaciones por su cuenta. Y tan pronto podamos demostrar el recorrido de Legros desde la puerta de su casa hasta su tumba en Inglaterra, entonces creo que madame Suzanne nos dirá algo más. Y ahora, milord, le ruego que nos conceda el honor de cenar con nosotros esta noche. Mi mujer es una cocinera excelente, si a usted le parece lo bastante digna la cuisine bourgeoise acompañada por un pasable vin de Bourgogne. Monsieur Delavigne de la Sûreté me ha informado de su reputación de gourmet, y sólo me atrevo a invitarlo con algo de retraimiento, pero para madame Rozier sería un placer infinito conocerlo.