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– En realidad, sí -contestó Wimsey.

– ¡Santo cielo! -exclamó el párroco-. Entonces, si yo dejé las llaves en la sacristía, ¿cómo entró para cogerlas? No pudo entrar sin las llaves de la iglesia. A menos que viniera al ensayo del coro. Estoy seguro de que nadie del coro…

La cara del párroco se tiñó de horror. Wimsey se apresuró a tranquilizarlo.

– Durante el ensayo la puerta estaba abierta. Pudo entrar entonces.

– Oh, sí… claro. ¡Qué estúpido soy! Seguro que ocurrió así. Me ha sacado un gran peso de encima.

Sin embargo, Wimsey no se había sacado ningún peso de encima. Mientras caminaba hacia la iglesia seguía dándole vueltas. Si cogieron las llaves la víspera de Año Nuevo, entonces no había sido Cranton, porque él no llegó hasta el día de Año Nuevo. Will Thoday había ido a la vicaría, sin ningún motivo, el 30 de diciembre, y pudo llevarse las llaves, aunque era cierto que no había acudido a la iglesia el día 4 de enero para volver a dejarlas en su sitio. Una posibilidad era que las hubiera cogido Will Thoday y que las hubiera devuelto el misterioso James Thoday pero, en ese caso, ¿qué pintaba Cranton en todo esto? Además, Wimsey tenía el presentimiento de que Cranton sabía algo sobre la nota que habían encontrado en el campanario.

Pensando en estas cosas, Wimsey entró en la iglesia y, después de abrir la puerta de la torre, subió por la escalera de espiral. Cuando pasó por la sala de las campanas, vio con una sonrisa en la cara que habían añadido una nueva placa a la pared de los logros de la parroquia: «La mañana de Año Nuevo de 19…, se tocó un carrillón de 15.840 Kent Treble Bob Major en siete horas y quince minutos; los campaneros fueron Treble, Ezra Wilderspin; 2, Peter D. B. Wimsey; 3, Walter Pratt; 4, Henry Gotobed; 5, Joseph Hinkins; 6, Alfred Donnington; 7, John P. Godfrey; Tenor, Hezekiah Lavender; Theodore Venables, párroco, prestó su ayuda. Nuestras bocas levantaremos para alabarte». Cruzó la gran sala del reloj, abrió la trampilla y volvió a subir hasta que apareció debajo de las enormes bocas de las campanas. Se quedó allí un momento, mirando esos agujeros oscuros hasta que los ojos se acostumbraron a la penumbra de la sala. El silencio que se respiraba lo ponía un poco nervioso. Le invadió una leve sensación de vértigo. Sintió como si, lentamente, se juntaran y se le vinieran encima. Embelesado, pronunció sus nombres uno a uno: Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul. Parecía que las paredes le respondían con un suave eco que se perdía entre las vigas. De repente, gritó:

– ¡Sastre Paul!

Y aquello debió, de alguna manera, sonar como una nota de la escala, porque se oyó, amenazante y remota, una descarada nota a modo de respuesta.

– ¡Venga ya! -dijo Wimsey, recuperando la compostura-. Esto no servirá de nada. Estoy más loco que Peake… Mira que subir aquí y hablar con las campanas. Será mejor que vaya a por la escalera y me ponga manos a la obra.

Encendió la linterna y dirigió la luz hacia las esquinas del campanario. Iluminó la escalera y otros rincones. En el más polvoriento de todos, había un trozo que no acumulaba tanto polvo. Avanzó decididamente, olvidando la amenaza de las campanas. Sí, no se había equivocado. No hacía demasiado que alguien había removido esa zona, porque el polvo que en otros rincones llevaba allí siglos, aquí sólo acumulaba una fina capa.

Se arrodilló para examinarlo y le vinieron ideas nuevas a la cabeza. ¿Por qué iba alguien a molestarse en limpiar el suelo del campanario si no era para borrar alguna siniestra mancha? Se imaginó a Cranton y a Legros subiendo hasta esa sala, con la nota en la mano. Vio el brillo verde de las joyas que, después de sacarlas del escondite, resplandecían por la luz de la linterna. Vio el movimiento rápido, el golpe mortal, la sangre esparcida por el suelo, la nota volando descuidadamente hacia un rincón. Entonces el asesino, temblando y mirando a su alrededor, cogió las esmeraldas de la mano muerta, cargó el cadáver a la espalda y bajó corriendo la escalera. La pala del sacristán de la cripta, el cubo y el cepillo de la sacristía, o de donde fuera que estuvieran, el agua del pozo…

En ese punto se detuvo. ¿El pozo? El pozo quería decir la cuerda y, ¿qué tenía que ver la cuerda con todo esto? ¿La había usado únicamente como medio para transportar el cadáver? Sin embargo, los expertos habían asegurado que habían atado a la víctima antes de morir. Además, estaban el golpe y la sangre. Estaba muy bien imaginarse escenas horribles en la cabeza, pero lo cierto es que no hubo golpe hasta que la víctima murió, y eso sucedió demasiado tiempo después como para dejar una mancha de sangre. Pero, entonces, si no había sangre, ¿a cuento de qué limpiaron el suelo del campanario?

Se arrodilló y levantó la vista hacia las campanas. Si esas bocas pudieran hablar, le dirían lo que habían visto, pero no tenían ni voz ni lenguaje. Decepcionado, Wimsey volvió a coger la linterna y siguió buscando pistas. De pronto, se echó a reír de un modo cruel y con disgusto. Toda la razón del misterio se reveló absurda. Había una botella de cerveza de litro y medio vacía metida en un oscuro rincón detrás de las carcomidas vigas. ¡Un bonito final para sus sueños! A algún intruso que se había colado en suelo sagrado, o quizá a algún trabajador que legítimamente había subido a engrasar las campanas, se le había caído la botella de cerveza al suelo, se había dado prisa en limpiar las manchas, y luego se había olvidado la botella. Sin duda había ido así. Sin embargo, una persistente sospecha hizo que Wimsey cogiera el envase con mucho cuidado, metiendo un dedo en el cuello de la botella. No tenía demasiado polvo. Pensó que no podría llevar allí mucho tiempo. Quizá encontraría las huellas de alguien.

Examinó el resto del suelo meticulosamente, pero sólo halló algunas huellas en el polvo, unos pies grandes, masculinos. Podrían ser de Jack Godfrey o de Hezekiah Lavender o de cualquiera. Entonces cogió la escalera y buscó por todos los rincones de las campanas. No encontró nada. Ninguna señal secreta. Ningún escondite. Ni nada que sugiriera hadas o elefantes, magos o el Erebo. Después de unas agotadoras horas, volvió a bajar, con la botella como única recompensa.

Por sorprendente que parezca, fue el párroco quien resolvió el mensaje cifrado. Aquella noche entró en el taller cuando el reloj de la entrada dio las once. Tenía un aire despreocupado y llevaba en una mano un vaso de brebaje caliente, y en la otra, un viejo manguito para los pies.

– Espero que no se esté rompiendo la cabeza con eso -dijo disculpándose-. Me he atrevido a traerle algo que le ayudará a entrar en calor. Estas noches primaverales son bastante frescas. Además, mi mujer cree que quizá le gustaría poner los pies aquí. Por debajo de esa puerta siempre pasa corriente. Permítame… Ha sufrido los efectos de las polillas, pero todavía protege los pies. No deje que lo moleste. ¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Está componiendo un carrillón? Oh, no… ahora veo que no son números, son letras. Mis ojos ya no son lo que eran. Pero me estoy entrometiendo en sus asuntos, perdone.

– En absoluto, padre. Sí que parece un carrillón. Sigo con ese endemoniado mensaje cifrado. Como he descubierto que el total de letras era múltiplo de ocho, lo he escrito en ocho columnas, esperando inútilmente obtener algo. Sin embargo, ahora que lo menciona, supongo que se podría construir un mensaje cifrado bastante sencillo a partir de un carrillón.

– ¿Y cómo lo haría?

– Bueno, siguiendo los movimientos de una campana y colocando las letras del mensaje en los lugares indicados y llenando los demás espacios con letras al azar. Por ejemplo, imagine una entrada sencilla de Gransire Dobles y suponga que quiere transmitir el sencillo y piadoso mensaje de Venite adoremus. Escogería una campana, digamos la número 5. Entonces, escribiría el principio de su entrada sencilla y, cuando le tocara a la número 5, usted colocaría una letra del mensaje. Mire.