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– ¡Cállate, estúpido! ¡Cállate, estúpido! ¡Venga, Joey! ¡Enséñame una pierna!

– ¡Por todos los santos! -exclamó Wimsey, asustado.

Se giró y vio un enorme ojo de loro africano mirándolo fijamente. El animal, cuando se dio cuenta de que era un extraño, se calló, agachó la cabeza y se columpió en su jaula.

– ¡Maldito seas! -dijo Wimsey-. Me has dado un susto de muerte.

– ¡Wa! -dijo el loro, con una risita de satisfacción.

– ¿Es ése el pájaro que su cuñado le trajo? La señora Tebbutt me ha explicado la historia.

– Sí, milord. Es un gran parlanchín, pero lo cierto es que es un malhablado.

– No conozco a ningún loro que no lo sea. Creo que es su naturaleza. A ver…, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, la letra. Me estaba diciendo que…

– Le decía que claro que no la había visto nunca, milord.

Wimsey juraría que iba a decir lo contrarío. Estaba mirando… no, no miraba nada en concreto, sólo tenía la mirada perdida, con la cara de alguien que ve que se aproxima una catástrofe increíble.

– Es extraño, ¿no? -dijo, con la voz ausente-. Parece que no tiene sentido. ¿Qué le ha hecho pensar que yo podría saber algo sobre esto?

– Se nos ocurrió que quizá la había escrito alguien que su difunto marido había conocido en Maidstone. ¿Alguna vez ha oído hablar de un hombre llamado Jean Legros?

– No, milord. Ese nombre es francés, ¿verdad? Jamás he visto a ningún francés, sólo a unos cuantos belgas que vinieron cuando la guerra.

– ¿Y nunca conoció a nadie llamado Paul Sastre?

– No, nunca.

El loro se rió a carcajadas.

– ¡Cállate, Joey!

– ¡Cállate, estúpido! ¡Joey, Joey, Joey! Si te pica, ráscate. ¡Wa!

– Bueno, bueno -dijo Wimsey-. Sólo era una pregunta.

– ¿De dónde ha sacado eso?

– ¿El qué? Ah, esto. Lo encontraron en la iglesia e imaginamos que sería de Cranton. Pero él dice que no es suyo.

– ¿En la iglesia?

Como si de un acto reflejo se tratara, el loro se quedó con esas palabras y empezó a hablar aceleradamente:

– Tenemos que ir a la iglesia. Tenemos que ir a la iglesia. Las campanas. ¡Wa! ¡Joey! ¡Joey! ¡Venga, Joey! Tenemos que ir a la iglesia.

La señora Thoday entró corriendo en la habitación contigua y tapó la jaula del pájaro con un pañuelo, mientras Joey se quejaba.

– Empieza y no para -dijo-. Me pone muy nerviosa. Está así desde aquella noche que Will estuvo tan enfermo. Tocaron el carrillón y estaba preocupado porque no podía estar allí. Will se enfada mucho con Joey cuando lo imita. Le dice: «Cállate, Joey».

Wimsey le alargó la mano para que le devolviera el criptograma, y Mary así lo hizo, aunque a regañadientes, pensó Wimsey, y como si su cabeza estuviera en otra parte.

– Bueno, no quiero molestarla más, señora Thoday. Sólo quería aclarar ese pequeño detalle sobre Cranton. Espero que, después de todo esto, esté tranquila; quiero que sepa que él sólo vino a fisgonear. Bueno, no es probable que vuelva a molestarla. Está enfermo y, en cualquier caso, tendrá que volver a la cárcel a cumplir condena. Perdone la intromisión y las preguntas sobre un tema que está mucho mejor en el olvido.

Sin embargo, durante todo el camino de vuelta a la rectoría no dejó de pensar en los ojos de Mary y en las palabras del loro: «¡Las campanas! ¡Las campanas! ¡Tenemos que ir a la iglesia! ¡No se lo digas a Mary!».

Cuando escuchó la historia, el comisario Blundell chasqueó la lengua.

– Lo de la botella es una lástima -dijo-. No creo que hubiéramos encontrado nada importante, pero nunca se sabe. Emily Holliday, ¿eh? Claro, es prima de Mary Thoday. Lo había olvidado. Esa mujer puede conmigo; Mary, quiero decir. Que me cuelguen si sé qué hacer con ella, o con su marido. Estamos en contacto con la gente de Hull, y lo están arreglando todo para embarcar a James Thoday de vuelta a Inglaterra lo antes posible. Les hemos dicho que lo necesitamos como testigo en un caso de asesinato. Es lo mejor, no puede desobedecer las órdenes de sus superiores y, si lo hace, sabremos que pasa algo raro y podremos detenerlo. En cuanto al mensaje, ¿qué le parece si se lo enviamos al alcaide de Maidstone? Si el tal Legros o Sastre o como se llame estuvo allí alguna vez, quizá pueda reconocer la letra.

– Puede -repuso Wimsey, pensativo-. Sí, podemos hacerlo. Además, espero recibir noticias de monsieur Rozier pronto. Los franceses no tienen tantos problemas morales como nosotros para interrogar a los testigos.

– Son afortunados, milord -respondió el señor Blundell convencido.

Décima parte

Llaman a lord Peter por detras

Colocó los querubines en la parte más interna del Templo, y allí estaban con las alas desplegadas

Reyes (6,27)

Y la alzada, de piedras costosas

Reyes (7,11)

– Espero -dijo el párroco el domingo por la mañana-, que a los Thoday no les haya pasado nada malo. Ni Will ni Mary han venido esta mañana a misa. Nunca habían faltado, excepto cuando él estuvo enfermo.

– Y ésa es una razón de peso -añadió la señora Venables-. Quizá Will se ha vuelto a resfriar. Estos vientos son muy traicioneros. Lord Peter, coja otra salchicha. ¿Cómo lleva el mensaje cifrado?

– Ni lo mencione, me parece que estoy en un callejón sin salida.

– Yo no me preocuparía -le aconsejó el señor Venables-. Aunque tenga que aguantar algún revés de vez en cuando, pronto volverá a encontrar el camino.

– Eso no me importaría. Lo que me pone nervioso es ir por detrás.

– Detrás de un misterio siempre se esconde algo -dijo el párroco, alegre por lo que se le acababa de ocurrir-. Una solución.

– Lo que quiere decir -intervino muy seria la señora Venables- es que dentro de una rueda siempre hay otra rueda.

– Y donde hay una rueda generalmente hay una cuerda -apuntó Wimsey.

– Por desgracia -dijo el párroco, y después se hizo un silencio melancólico en la habitación.

La preocupación por los Thoday se disipó cuando aparecieron juntos en la misa de la tarde, aunque Wimsey se dijo que nunca había visto a dos personas con un aspecto tan triste e infeliz. Mientras pensaba en ellos perdió contacto con lo que pasaba a su alrededor: se sentó en el banco, no escuchó ni una palabra de los salmos, entonó un sonoro y solitario «Porque tuyo es el Reino» al final de una oración, y sólo volvió en sí cuando el señor Venables apareció para dar el sermón. Como siempre, Gotobed no había barrido demasiado bien el cancel, y los crujidos del carbón cuando el párroco lo pisaba lo acompañaron todo el camino hasta el pulpito. Pronunció la invocación y Wimsey se reclinó en el banco en actitud relajada, cruzó los brazos y se quedó mirando fijamente el techo.

– El que ha exaltado a tu único hijo con gran júbilo en el cielo. Éstas son las palabras a recordar hoy. ¿Qué nos quieren decir? ¿Qué imagen nos hacemos de la gloria y el júbilo del Cielo? El pasado jueves nuestra oración se centró en que nosotros también subiremos en corazón y mente a lo alto del Cielo y viviremos allí, y esperamos que, después de la muerte, nos admitan, no sólo en corazón y mente sino también en cuerpo y alma, en ese estado donde querubines y serafines cantan continuamente sus alabanzas. La descripción de la Biblia es maravillosa: el mar de cristal y el señor sentado entre los querubines, y los ángeles con sus arpas y coronas doradas, como los imaginaron los viejos artesanos que construyeron este magnífico techo del que estamos tan orgullosos. Pero ¿creemos de verdad, vosotros y yo, en…?

No había manera. Wimsey ya volvía a estar muy lejos de allí.

– Se levantó sobre los querubines y voló. Se sienta en querubines…