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De repente se acordó del arquitecto que había advertido al duque de Denver sobre el estado del tejado de la iglesia: «Verá, excelencia, la madera se ha podrido y detrás de esos querubines hay unos agujeros donde cabe una mano». «Se sienta en querubines». ¡Claro! Qué tonto, había subido a buscar querubines en las campanas cuando los tenía encima de la cabeza mirándolo fijamente con sus grandes ojos dorados cegados por el exceso de luz. ¿Qué querubín era? La nave y las islas estaban llenas de querubines, como el cielo de estrellas. La nave y las islas… «Por lo que las islas estarán satisfechas»; y luego el tercer texto: «Como torrentes en el sur». Entre los querubines de la isla sur. ¿Qué podía ser más claro que eso? De la emoción, estuvo a punto de pegar un salto en el banco. Sólo faltaba descubrir de qué par de querubines en concreto se trataba, y no sería muy difícil. Las esmeraldas no estarían, por supuesto, pero incluso si descubrían el escondite vacío, eso demostraría que el criptograma estaba relacionado con el collar y que la tragedia que planeaba sobre Fenchurch St Paul también estaba relacionada con las esmeraldas. Además, si podían demostrar, con la verificación de la cárcel de Maidstone, que la letra de la carta era de Jean Legros, sabrían quién era ese Legros y, con suerte, podrían relacionarlo con Cranton. Después de todo, si Cranton escapaba del cargo de asesinato, sería un hombre muy afortunado.

Cuando terminaron con el asado del domingo y el pudin Yorkshire, Wimsey se llevó al párroco aparte para hablar con él.

– Señor, ¿cuánto hace que sacaron las galerías de los pasillos?

– Déjeme pensar. Hará unos diez años. Sí, eso es, diez años. Eran horrorosas. Estaban delante de las ventanas de los pasillos, tapaban toda la decoración superior, no dejaban entrar la luz y estaban pegadas a los arcos. De hecho, con aquellos horribles bancos, que parecían bañeras que nacían del suelo, y las galerías, que eran enormes, apenas se veían los capiteles de los pilares.

– O cualquier otra cosa -dijo su mujer-. Yo siempre decía que estar debajo de aquellas galerías eran las vacaciones de un ciego.

– Si quiere ver qué aspecto tenían -añadió el párroco-, puede visitar la iglesia Upwell cerca de Wisbech. En el pasillo norte tienen el mismo tipo de galería (aunque las nuestras eran más grandes y feas) y también tienen un techo lleno de ángeles, aunque no es tan bonito como el nuestro, porque ellos sólo los tienen en el techo y nosotros también los tenemos en las vigas. En realidad, si no sube a la galería, no puede ver los ángeles del pasillo norte.

– Supongo que cuando decidieron sacarlas tuvieron las quejas normales, ¿no?

– Claro, algunos se quejaron. Siempre hay individuos que se oponen a todo tipo de cambios. Pero las galerías eran absurdas, porque había espacio de sobras para toda la parroquia y todos esos asientos no eran necesarios. Los niños de la escuela cabían perfectamente en un pasillo.

– Aparte de los niños de la escuela, ¿quién más se sentaba en la galería?

– Los sirvientes de la Casa Roja y algunos de los habitantes más viejos del pueblo, que ocupaban ese lugar desde tiempos inmemoriables. De hecho, tuvimos que esperar a que se muriera una señora para empezar a hacer las reformas. Pobre señora Wilderspin, la abuela de Ezra. Tenía noventa y siete años y cada domingo venía a misa; si hubiéramos quitado la galería cuando todavía estaba viva, le habríamos roto el corazón.

– ¿En qué lado se sentaban los sirvientes de la Casa Roja?

– Al lado oeste del pasillo sur. Nunca me gustó, porque no podíamos ver lo que estaban haciendo, y a veces su comportamiento dejaba mucho que desear. No creo que la casa del señor sea un buen lugar para flirtear, y los ruidos y las risas eran claras muestras de una conducta indecorosa.

– Si la señora Gates hubiera hecho lo que debía y se hubiera sentado con ellos, la cosa habría sido distinta -dijo la señora Venables-. Pero ella era demasiado señora y siempre quería tener su propio asiento, cerca de la puerta sur, por si se mareaba y tenía que salir a tomar aire.

– Querida, la señora Gates no es una señora demasiado robusta que digamos.

– ¡Tonterías! Come demasiado y luego se indigesta, eso es todo.

– Puede que tengas razón, querida.

– No la soporto -añadió la señora Venables-. Los Thorpe tendrían que vender la casa pero, por lo que se ve, no pueden porque así lo dejó escrito sir Henry en su testamento. No sé cómo van a mantenerla y, además, seguro que el dinero le vendría mucho mejor a la señorita Hilary. ¡Pobre Hilary! Si no hubiera sido por esa horrible señora Wilbraham y su collar… Lord Peter, supongo que a estas alturas ya no hay ninguna esperanza de recuperarlo, ¿verdad?

– Mucho me temo que llegamos un poco tarde, aunque estoy casi seguro de que el collar estuvo en la parroquia hasta enero.

– ¿En la parroquia? ¿Dónde?

– Creo que en la iglesia. El sermón que ha pronunciado esta mañana ha sido de lo más inspirador, padre. Me inspiró tanto que resolví el enigma del criptograma.

– ¡No! -exclamó el párroco-. ¿Cómo ha sucedido?

Wimsey se lo explicó.

– ¡Por todos los santos! ¡Qué interesante! Debemos ir a registrar ese lugar de inmediato.

– De inmediato no, Theodore.

– Bueno, no, querida, no me refería a ahora mismo. Me temo que no quedaría demasiado bien entrar con la escalera en la iglesia en domingo. Aquí todavía respetamos mucho el cuarto mandamiento. Además, esta tarde tengo misa infantil y tres bautizos, y la señora Edwards viene a hablar conmigo. Pero, lord Peter, ¿cómo cree que llegaron allí las joyas?

– Bueno, lo he estado pensando. ¿No arrestaron a Deacon un domingo después de misa? Supongo que tenía alguna idea de lo que iba a suceder y escondió el botín en algún momento del oficio.

– Claro, aquel día estaba sentado en la galería. Ahora entiendo por qué me ha hecho tantas preguntas sobre la galería. ¡Menudo tipejo era ese Deacon! ¿Usted cree que es un…? ¿Qué palabra se usa para referirse a un ladrón que engaña a otro?

– ¿Traidor? -contestó Wimsey.

– Sí, eso es. No me salía. Traicionó a su cómplice. Diez años en la cárcel por un robo del que ni siquiera disfrutó. No puedo evitar sentir compasión por él. Pero, lord Peter, en ese caso, ¿quién escribió el criptograma?

– Creo que tuvo que ser Deacon, por el dominio del sistema de campanología.

– Ya. Y luego se lo dio al otro tipo, a Legros. ¿Por qué lo hizo?

– Posiblemente, para conseguir que Legros lo ayudara a escapar de Maidstone.

– ¿Y Legros esperó todos estos años para utilizarlo?

– Obviamente, Legros tenía muy buenas razones para mantenerse alejado de Inglaterra. Debió de darle el criptograma a algún inglés, probablemente a Cranton. Estoy casi seguro de que él no podía descifrarlo solo y, en cualquier caso, necesitaba la ayuda de Cranton para volver de Francia.

– Ya veo. Entonces encontraron las esmeraldas y Cranton mató a Legros. Cuando pienso en la violencia que se ha desatado por unas piedras, me pongo enfermo.

– A mí me sabe aún peor por la pobre Hilary Thorpe y su padre -dijo la señora Venables-. ¿Quiere decir que mientas ellos necesitaron el dinero tan desesperadamente las esmeraldas estuvieron escondidas en la iglesia todo el tiempo a pocos metros?

– Me temo que sí.

– ¿Y ahora dónde están? ¿Las tiene ese Cranton? ¿Por qué no las ha encontrado nadie hasta ahora? No sé en qué debe estar pensando la policía.

El domingo se les hizo inusualmente largo. Y el lunes por la mañana, en cambio, pasaron muchas cosas a la vez.

La primera fue la llegada del comisario Blundell, que apareció muy nervioso.

– Hemos recibido noticias de Maidstone -anunció-. ¿Adivine de quién es la letra de la carta?

– Lo he estado pensando -dijo Wimsey-, y creo que debe ser de Deacon.