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– Entonces, ¿quién es el asesino?

– Cualquiera, diría yo.

– ¿Y quién lo enterró?

– Will no, seguro.

– ¿Y cómo lo hicieron? -preguntó Wimsey-. ¿Y por qué ataron a Cobbleigh? ¿Por qué no lo mataron de un simple disparo en la cabeza? ¿Por qué Thoday sacó doscientas libras del banco y después las volvió a ingresar? ¿Cuándo sucedió todo? ¿Quién era el hombre que el Loco Peake vio en la iglesia la noche del 30 de diciembre? Y, lo más importante, ¿cómo fue a parar la carta al campanario?

– No le puedo responder a todo a la vez. Así es como lo arreglaron, confíe en mí. Y ahora voy a detener a Cranton y a los Thoday, y si entre ellos no me conducen a las esmeraldas, me comeré el sombrero.

– ¡Ah! Por cierto, eso me recuerda algo. Antes de que llegara íbamos a examinar el lugar donde Deacon escondió las esmeraldas. El párroco resolvió el enigma…

– ¿El párroco?

– Sí. Así que, sin ninguna esperanza, y sólo por curiosidad, vamos a subir al Cielo y buscar entre los querubines. De hecho, el párroco está en la iglesia, ¿vamos?

– Claro, aunque no puedo perder el tiempo.

– Estoy seguro de que no tardaremos demasiado.

El párroco había sacado la escalera del sacristán y ya estaba subido al techo del pasillo sur, llenándose de telarañas mientras buscaba entre el roble viejo.

– Los sirvientes se sentaban por aquí -dijo, cuando vio a Wimsey y al comisario Blundell-. Aunque, ahora que lo pienso, los pintores vinieron el año pasado a repasar toda la iglesia, y si hubiera habido algo, lo habrían encontrado.

– Quizá lo hicieron -dijo Wimsey, y Blundell emitió un gruñido.

– Oh, espero que no. Creo que no. Son la gente más honesta que conozco -dijo el señor Venables mientras bajaba la escalera-. Quizá sería mejor que lo intentara usted. A mí no se me dan bien estas cosas.

– La madera está muy bien trabajada -dijo Wimsey-. Todo muy bien sujeto. En Duke's Denver hay muchas vigas así, y cuando era pequeño yo mismo tenía mi propio escondite. Guardaba fichas y me imaginaba que era como mi tesoro escondido. Lo único malo es que me costaba mucho sacarlas. Blundell, ¿recuerda el anzuelo de alambre que encontramos en el bolsillo del cadáver?

– Sí, milord. Jamás conseguimos saber para qué lo usó.

– Debí habérmelo imaginado. Yo fabriqué algo parecido para mi tesoro -dijo el lord, mientras sus largos dedos iban de un lado a otro de las vigas, estirando suavemente las estaquillas de madera que las sujetaban-. Debía ser accesible desde donde se sentaba. ¡Aja! ¿Qué les había dicho? Ahora la aparto suavemente y ya está.

Arrancó una de las estaquillas sin demasiado trabajo. Originalmente, atravesaba la viga, debía medir unos treinta centímetros de largo y sobresalía un centímetro y medio por cada lado. Pero, en algún momento, alguien había serrado un espacio de unos ocho centímetros por el lado grueso.

– Ahí está -dijo Wimsey-. El escondite original de algún colegial, espero. Supongo que algún niño estaría jugando y vio que estaba floja. Posiblemente lo limpió. Al menos, eso es lo que yo hice con mi escondite del tesoro. Entonces se la llevó a casa y le cortó unos diez centímetros con la sierra haciendo dos trozos. El día siguiente que fue a misa se llevó una varilla. Volvió a colocar la estaquilla en su sitio con ayuda de la varilla, de modo que el agujero no fuera visible desde el otro lado. Entonces dejó dentro las canicas o lo que sea que quiera esconder y colocó el otro extremo de la estaquilla. Y ya está, un buen escondite donde a nadie jamás se le ocurriría mirar. O eso es lo que él creía. Entonces, unos años después, entra en escena nuestro amigo Deacon. Un día está aquí sentado, posiblemente algo aburrido por el sermón, lo siento padre. Empieza a jugar con la estaquilla y se queda con un trozo en la mano. «¡Qué divertido! -piensa-. Un lugar perfecto si se quiere esconder algo de manera rápida». Unos años más tarde, cuando tiene la necesidad de deshacerse de las esmeraldas con urgencia, se acuerda de este escondite. Es bastante obvio. Se sienta aquí tranquila y piadosamente escuchando la Primera Lección. Muy discreto, baja la mano y busca a su lado, saca la estaquilla, coge las esmeraldas, las esconde y vuelve a tapar el escondite. Todo esto antes de que su reverencia diga «Podéis ir en paz». Cuando sale se encuentra que nuestro amigo el comisario y sus hombres lo detienen. «¿Dónde están las esmeraldas?», le preguntan. «Registradme, si queréis», dice él. Lo hacen y aún siguen buscando.

– ¡Increíble! -dijo el párroco.

El señor Blundell murmuró una expresión de rabia, recordó dónde se encontraba y tosió.

– Así que ahora ya sabemos para qué quería el anzuelo -dijo Wimsey-. Cuando Legros, o Cobbleigh, o como quiera llamarlo, vino a por el tesoro…

– ¡Un momento! -interrumpió el comisario-. El criptograma no hacía mención a ningún agujero, ¿verdad? Sólo hablaba de los querubines. ¿Cómo sabía que necesitaba un anzuelo para sacar el collar de entre los querubines?

– Quizá había venido antes a examinar el terreno. Pero claro, sabemos que lo hizo. Eso es lo que debía estar haciendo cuando el Loco Peake lo vio con Thoday en la iglesia. Seguramente entonces fue a echarle un vistazo al lugar y volvió más tarde. Aunque no tengo ni la menor idea de por qué esperó cinco días. Probablemente algo salió mal. De todos modos, volvió con el anzuelo y se llevó el collar. Luego, justo cuando bajaba de la escalera, su cómplice lo agarró por detrás, lo ató y entonces… entonces acabó con él de alguna manera que todavía no nos explicamos.

El comisario se rascó la cabeza.

– Usted creía que debería haber esperado para hacerlo en otro lugar, ¿no es cierto, milord? Matarlo aquí en la iglesia y tomarse todas las molestias de enterrarlo, etcétera. ¿Por qué no se marchó mientras todo salía bien y tiró a Cobbleig al río o a cualquier otro sitio por el camino?

– Sólo el cielo lo sabe -dijo Wimsey-. En cualquier caso, aquí tenemos el escondite y el motivo por el cual llevaba un anzuelo. -Insertó la punta de la pluma estilográfica en el agujero-. Es bastante profundo… ¡Ah, pues no, no lo es! Después de todo sólo es un agujero superficial, no es más hondo que la estaquilla. No podemos habernos equivocado, estoy seguro. ¿Dónde está mi linterna? ¡Demonios! Perdón, padre. ¿Eso es madera? ¿O es…? Blundell, tráigame un mazo y una barra pequeña o un palo… que no sea demasiado grueso. Limpiaremos este agujero.

– Vaya a la vicaría y pídaselo a Hinkins -le sugirió el párroco para ahorrar tiempo.

Al cabo de unos minutos, Blundell regresó jadeando con una pequeña barra de hierro y una llave inglesa. Wimsey había movido la escalera de lado y estaba examinando el extremo más estrecho de la estaquilla de roble. Colocó un extremo de la barra contra la estaquilla y la golpeó con fuerza con la llave inglesa. Un murciélago eclesiástico, que se asustó mucho con el ruido, salió a toda velocidad de su rincón de descanso y desapareció chillando; el extremo de la estaquilla que había recibido el golpe atravesó el agujero, salió disparado por el otro lado y se llevó algo consigo, algo que, a medida que iba cayendo, se iba separando como gotas de agua que salen de un papel de embalar marrón y cayó como una cascada de gotas verdes y doradas a los pies del párroco.

– ¡Válgame Dios! -gritó el señor Venables.

– ¡Las esmeraldas! -exclamó el comisario-. ¡Dios mío, las esmeraldas! ¡Y las cincuenta libras de Deacon!

– Nos hemos equivocado, Blundell -dijo lord Peter-. Nos hemos equivocado desde el principio. Nadie las había encontrado. Nadie mató a nadie por ellas. Nadie descifró el criptograma. No hemos acertado ni una.