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Hizo una pausa y continuó.

– Esperé y esperé detrás de la escalera, hasta que ya no se oía nada, y entonces me planteé qué iba a hacer. Intenté abrir la trampilla del tejado. Había un pestillo en la parte de dentro, así que lo abrí y salí. Estaba diluviando, pero salí, me agaché y miré hacia abajo. ¿Cuánto mide esa maldita torre? ¿Cuarenta metros? A mí me parecieron cuarenta kilómetros. Yo no escalo paredes para entrar en las casas ni bajo por las chimeneas. Miré hacia abajo y vi una luz que iba de un lado a otro, muy lejos de donde estaba yo. Les prometo que estaba agarrado con las dos manos y, aun así, tenía una sensación en el estómago como si la torre conmigo y con las campanas se fuera a desplomar. Me alegré de no ver más de lo que podía distinguir desde allí. Entonces pensé: «Está bien, Nobby, será mejor que te pongas en marcha mientras allí abajo hacen el trabajo sucio». Así que volví a entrar con cuidado, pasé el pestillo de la trampilla y empecé a bajar la escalera. Me resultaba muy extraña la oscuridad aunque, cuando encendí la linterna, deseé no haberlo hecho. Ahí estaba, con todas esas campanas a mis pies… ¡Dios, cómo las odiaba! Empecé a sudar y a temblar y se me resbaló la linterna, cayó y chocó contra una de las campanas. Jamás olvidaré el ruido que hizo. No fue muy fuerte, pero sonó con una dulzura escalofriante y amenazadora, y resonó y resonó, y el ruido se metía en los oídos. Creerán que estoy loco, pero estoy seguro de que esa campana estaba viva. Cerré los ojos y me agarré con fuerza a la escalera deseando haber escogido otra profesión, así que pueden imaginarse en qué estado me encontraba.

– Tienes demasiada imaginación, Nobby -dijo Parker.

– Espera, Charles -interrumpió Wimsey-. Espera a ver cómo reaccionas subido a una escalera en medio de un campanario oscuro. Las campanas son como los gatos y los espejos: nunca son lo que parecen. Continúa, Cranton.

– No podía reaccionar -explicó Cranton, con franqueza-. Era incapaz de hacer un solo movimiento. Aunque no fueran más de cinco minutos, se me hicieron eternos. Al final bajé, a oscuras, claro, porque había perdido la linterna. Cuando llegué al suelo, tanteé y la encontré, aunque la bombilla se había roto y no llevaba ninguna de recambio encima. Así que tuve que buscar la puerta a tientas muerto de miedo por si me caía por la escalera. Al final, la encontré y después todo fue más fácil, aunque pasé un mal rato en la escalera de caracol. Los escalones están muy desgastados y resbalaba, y el espacio entre las paredes es tan estrecho que casi no podía ni respirar. El otro tipo había dejado todas las puertas abiertas, por eso supe que volvería y no me hacía ni pizca de gracia. Cuando llegué a la iglesia, me dirigí de inmediato a la puerta. Por el camino volví a tropezar con algo que, al caer, hizo un ruido estrepitoso. Algo como un bote metálico.

– El aguamanil que está debajo de la pila -dijo Wimsey.

– Pues no deberían dejarlo allí -respondió Cranton, indignado-. Y cuando salí por el porche de la iglesia, tuve que caminar despacio y en sigilo por la gravilla. Al final llegué a la carretera y empecé a correr como un desesperado. No había dejado nada en casa de los Wilderspin, sólo una camisa que me habían prestado y un cepillo de dientes que me había comprado en el pueblo, y no iba a volver a buscarlo. Corrí y corrí, y la lluvia era horrorosa. Este país es espantoso. Cunetas y puentes en cada esquina. Pasó un coche muy deprisa y, para apartarme de la luz de los faros, retrocedí, resbalé y caí en una cuneta llena de agua. ¿Fría? Estaba congelada. Al final me escondí en un granero que había cerca de una estación de ferrocarriles hasta la mañana siguiente, en que llegó un tren y lo cogí. No me acuerdo del nombre de la estación, pero debía de estar a unos diez o quince kilómetros de Fenchurch. Cuando llegué a Londres tenía fiebre; los médicos dijeron que era fiebre reumática. Y ya ven cómo me ha dejado. Casi no lo cuento, y ojalá hubiera sido así porque ahora ya no serviré para nada nunca más. Esa es la verdad y toda la verdad, milord y agentes. Además, cuando llegué aquí y busqué la carta de Deacon, no la tenía; imaginé que se habría caído por la carretera, pero si usted me dice que la encontró en el campanario, entonces se me debió caer cuando saqué la linterna del bolsillo. Yo no maté a Deacon, aunque sabía que me costaría demostrarlo, por eso cuando vinieron la primera vez les expliqué otra historia.

– Bueno -dijo el inspector jefe Parker-, esperemos que hayas aprendido la lección de mantenerte lejos de los campanarios.

– Seguro -contestó Nobby Cranton-. Ahora, cada vez que veo la torre de una iglesia siento vértigo. No soy creyente, se lo aseguro, pero si alguna vez entro en una iglesia, pueden cogerme y llevarme a un manicomio.

Tercera parte

Will Thoday entra deprisa y sale despacio

Cuando yo me callaba, se sumían mis huesos en mi rugir de cada día.

Salmo 32.3

Wimsey pensó que nunca había visto un abatimiento tan absoluto reflejado en una cara como el que vio en la de Will Thoday. Era el rostro de un hombre que había sido llevado hasta el límite, demacrado y pálido, con los orificios de la nariz tensos como los de los muertos. La cara de Mary reflejaba preocupación y angustia, aunque también se veía un atisbo de combatividad. Ella seguía luchando, pero Will estaba obviamente derrotado.

– Bueno -dijo el comisario Blundell-, veamos qué tenéis que decir a vuestro favor.

– No hemos hecho nada de lo que tengamos que arrepentimos -dijo Mary.

– Déjamelo a mí, Mary -dijo Will, y se giró hacia el comisario-. Bueno, supongo que han descubierto lo de Deacon. Ya saben que nos hizo, a nosotros y a los nuestros, un daño incurable. Mary y yo hemos intentado arreglarlo, lo hemos intentado de veras, pero usted se ha entrometido. Supongo que deberíamos habernos imaginado que no podríamos guardar el secreto para siempre, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? En el pueblo ya han hablado de Mary lo suficiente y creímos que lo mejor era desaparecer, con la esperanza de convertirla en una mujer honesta sin comentarlo con nadie para no dar pie a más argumentos contra nosotros. ¿Y por qué no? No fue culpa nuestra. ¿Qué derecho tiene a detenernos?

– Mira, Will -dijo Blundell-, habéis tenido mala suerte, no te lo niego, pero la ley es la ley. Deacon no era trigo limpio, lo sabemos, pero la verdad es que alguien lo mató y nuestro trabajo es descubrir quién lo hizo.

– No tengo nada que decir sobre eso -contestó Will Thoday lentamente-. Pero sería muy cruel que Mary y yo…

– Un momento -interrumpió Wimsey-. Thoday, creo que no te das cuenta de lo que está pasando. El señor Blundell no quiere entrometerse en tu matrimonio pero, como él bien dice, alguien mató a Deacon, y la cruda realidad es que tú sigues siendo el sospechoso con más motivos para hacerlo. Y eso significa, en caso que se te acusara de asesinato y te juzgaran…, bueno, seguramente querrían que esta señora testificara.

– ¿Y si lo hicieran?

– Sólo te diré una cosa -dijo Wimsey-: La ley permite que una mujer se niegue a declarar en contra de su marido. -Esperó hasta que esto les quedó claro y añadió-: Toma un cigarro, Thoday. Piénsalo.