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– ¡Oh! -dijo Wimsey-. Supongo que el dique de los diez metros soportará la presión, ¿verdad?

– Sí, claro -respondió el ingeniero sonriendo-. Desde un principio se construyó con ese objetivo. De hecho, una vez ya tuvo que soportarla. En los últimos cien años, el Wale sólo se ha desbordado una vez. El Wash ha experimentado muchos cambios, básicamente por las mareas y el canal Nene, y eso contribuyó a que se creara la obstrucción. Pero, en los viejos tiempos, el dique de los diez metros funcionó a la perfección.

– Supongo que fue en tiempos del Señor Protector -dijo Wimsey-. Además, ahora que han limpiado la desembocadura del Wale, sin duda la obstrucción se desplazará a otro lugar.

– Posiblemente -contestó el ingeniero, con una sonrisa de oreja a oreja-. Este terreno sufre cambios constantes. Pero, me atrevería a decir que con el tiempo lo limpiarán todo, a menos que realmente insistan en drenar el Wash y empiecen las obras.

– Exacto -dijo Wimsey.

– Pero, por el momento -añadió el ingeniero-, esto está muy bien. Esperemos que la presa soporte la presión. Si viera la erosión que provocan estos ríos aparentemente tranquilos, se sorprendería. De todos modos, este muro de contención funcionará, me apostaría lo que fuera. Mire las marcas del nivel del agua. Hemos marcado el antiguo mínimo nivel y el antiguo máximo nivel; si dentro de unos meses el caudal no está por encima del máximo, puede llamarme… holandés. Perdóneme un minuto, quiero comprobar que lo estén haciendo todo bien.

El ingeniero se marchó para supervisar que la presa en el antiguo curso del río funcionara correctamente.

– ¿Y qué hay de mis viejas compuertas?

– ¡Ah! -exclamó Wimsey al volverse-. Es usted.

– ¡Ah! -dijo el vigilante de la presa, escupiendo en el agua-. Soy yo. Mire todo el dinero que se han gastado. Miles de libras. Pero en cuanto a mis compuertas, estoy seguro de que ni se acuerdan.

– ¿No ha habido respuesta de Ginebra?

– ¿Eh? -dijo el hombre-. ¡Ah! Se refiere a lo que le dije. Fue buena, ¿eh? ¿Por qué no lo remiten a la Liga de las Naciones? ¿Por qué no? Mire todo ese caudal de agua. ¿Dónde va a ir a parar? Tiene que ir a algún sitio, ¿no?

– Claro. Me han dicho que irá por el dique de los diez metros.

– ¡Ah! Siempre se meten en todo.

– Menos en sus compuertas.

– No, y ésa es la cuestión. Una vez empiezas a meterte en cosas, tienes que seguir. Una cosa lleva a la otra.

Sólo digo que tienen que esperar el momento oportuno. No pueden empezar a cavar y alterarlo todo. Si cavas una cosa, tienes que cavar otra.

– Según esa teoría -dijo Wimsey-, los pueblos de los pantanos todavía estarían bajo el agua.

– Bueno, en cierto modo, sí -admitió el vigilante-. Eso es cierto. Pero no tienen derecho a venir a inundarnos a nosotros. Si hablan de soltar el agua en la presa Oíd Bank, ¿dónde irá a parar? Sube y tiene que ir a algún sitio, y baja y tiene que ir a algún sitio, ¿no?

– Por lo que he entendido, ahora suele inundar Mere Wash, Frogglesham y los alrededores.

– Bueno, es su agua, ¿no es cierto? -dijo el vigilante-. No tienen ningún derecho a enviarla hacia aquí abajo.

– Cierto -convino Wimsey reconociendo el espíritu que había pervivido en esa zona durante los últimos siglos-. Pero, como usted bien dice, tiene que ir a algún sitio.

– Es su agua -contestó el hombre, obstinado-. Que se la queden. A nosotros no nos hace ningún bien.

– Parece que en Walbeach la quieren.

– Los de Walbeach no saben lo que quieren -repuso, y escupió-. Siempre quieren cosas que no sirven para nada. Y siempre hay algún tonto que viene y se lo da. Todo lo que pido es un equipo de compuertas nuevas, pero parece que nadie me hace caso. Se lo he pedido una y otra vez. Se lo he pedido a ese joven de allí. Le he dicho. «Señor, ¿qué tal unas compuertas nuevas para la presa?». «Eso no consta en nuestro contrato», me ha respondido. «Ya, y supongo que inundar media parroquia tampoco consta en su contrato», le he dicho yo. Pero no lo ha querido entender.

– Bueno, anímese. Tómese un trago.

Sin embargo, estaba lo suficientemente interesado en el tema como para comentarlo con el ingeniero cuando volvió a verlo.

– Oh, no creo que pase nada -dijo el hombre-. De hecho, recomendamos que se repararan las compuertas y se reforzaran, pero se ve que hay muchos problemas legales. Y la realidad es que, una vez que se empieza un trabajo como éste, nunca sabes cómo va a terminar. Es un trabajo que implica muchas piezas distintas. Arreglas un extremo y se te rompe el otro. Aunque no creo que deba preocuparse por la presa. Lo que sí necesita una revisión es la presa Oíd Bank, pero está bajo otra jurisdicción. Además, ya han empezado a levantar un muro de contención y a poner piedras nuevas. Si no lo hacen tendrán problemas, pero no pueden decir que no les avisamos.

«Cava una cosa -pensó Wimsey-, y tendrás que cavar otra. Ojalá nunca hubiéramos cavado para descubrir el cadáver de Deacon. Una vez abiertas las compuertas, el agua tiene que ir a algún sitio».

Cuando James Thoday regresó a Inglaterra siguiendo órdenes de sus jefes, se encontró con que la policía quería interrogarlo como testigo. Era un hombre robusto, bastante más viejo que William, con los ojos azul claro y bastante reservado. Repitió lo que ya había dicho en un principio, sin demasiado énfasis y sin ofrecer detalles. En el tren de Fenchurch a Londres se había empezado a encontrar mal. Lo atribuyó a algún tipo de gripe gástrica. Cuando llegó a Londres no estaba en condiciones de viajar, y había enviado un telegrama a la empresa informando de su situación. Pasó gran parte del día junto al fuego en un hostal cerca de Liverpool Street; dijo que quizá se acordarían de él. No tenían habitaciones libres y, cuando cayó la noche, como se encontraba un poco mejor, se fue y encontró una habitación para pasar la noche. No recordaba la dirección, pero era un lugar limpio y tranquilo. Por la mañana se sintió en condiciones de continuar su viaje, aunque seguía estando muy débil. Había leído en los periódicos sobre el descubrimiento del cadáver en el cementerio, pero no sabía nada más, excepto lo que le habían dicho su hermano y su cuñada, que fue bien poco. Jamás había sospechado quién era el muerto. ¿Si le sorprendió que se tratara de Geoffrey Deacon? Por supuesto. La noticia le cayó como un jarro de agua fría. Fue un golpe muy duro para su familia.

En realidad, parecía bastante sorprendido. Aunque los músculos de alrededor de la boca se tensaron, lo que persuadió al comisario Blundell de que la sorpresa no la había causado tanto el nombre del muerto como el hecho de que la policía lo supiera.

El señor Blundell, que sabía la consideración con la que la ley protege los intereses de los testigos, le dio las gracias y continuó con la investigación. Localizaron el hostal, donde les confirmaron la historia del marinero enfermo que se pasó el día sentado junto al fuego, pero la mujer del sitio limpio y tranquilo que le había dejado una habitación al señor Thoday no fue tan fácil de localizar.

Mientras tanto, la lenta maquinaria de la policía de Londres se puso en marcha y, de entre cientos de informes, sacaron el nombre del garaje que alquiló una moto a un hombre que respondía a la descripción de James Thoday la noche del 4 de enero. El domingo la había devuelto un mensajero que había reclamado el depósito y se lo había llevado, menos la cantidad del alquiler y el seguro. No era un mensajero profesionaclass="underline" era un chico joven que parecía estar sin trabajo.

Al oír esto, el inspector jefe Parker, que se encargaba de la investigación en Londres, hizo una mueca. Si lograban localizar a ese individuo anónimo, sería mucha casualidad. Estaba seguro de que se había quedado con el dinero y que no querría hablar del tema con nadie.