– ¡Ah! -exclamó Wimsey-. Ahora llegamos a lo interesante.
– Sí, milord. Recordarán que conocía a Deacon sólo de vista. Sabía que tenía una cicatriz en la mano, porque un día se cayó con una bandeja y una jarra de cristal y se cortó. Había visto la cicatriz antes y nunca la olvidé. Cuando la vi, milord, y supe quién era… ¡bueno! No tuve ninguna duda de lo que había pasado. Perdóname, Will. Pensé que lo habías matado y ante Dios juro que no te culpé por ello. No es que acepte el asesinato pero… Y aunque sabía que las cosas entre nosotros jamás volverían a ser iguales, no te culpé. Sólo deseé que la muerte hubiera sido consecuencia de una pelea limpia.
– Si hubiera sido así, Jim, te aseguro que habría muerto en una pelea limpia. Quizá lo habría matado, pero jamás lo hubiera hecho estando atado de pies y manos. Deberías saberlo.
– Bueno, debería. Pero en aquel momento me pareció que no había otra respuesta. Tuve que pensar deprisa qué iba a hacer. En un rincón encontré unas tablas y las coloqué delante del cuerpo para que, si subía alguien, no lo viera, a menos que ese alguien estuviera buscando algo, y luego me fui para seguir pensando. Me quedé las llaves. Sabía que las necesitaría y, conociendo al párroco, seguro que creería que las había perdido. Todo el día le estuve dando vueltas y luego recordé que el funeral de lady Thorpe era el sábado. Entonces vi claro que podría enterrarlo en la tumba y que jamás lo encontrarían, a menos que sucediera algo imprevisto. Tenía que irme el sábado por la mañana y pensé que podría arreglarlo todo para tener una coartada. El viernes lo pasé mal. Jack Godfrey me dijo que iban a tocar un carrillón por lady Thorpe, y yo empecé a temblar, pensando que cuando él subiera a ponerles las pieles a los badajos, vería el cadáver. Sin embargo, tuve la grandísima suerte de que subió cuando ya había anochecido y supongo que ni se fijó en las tablas, porque si no, lo habría descubierto todo.
– Sabemos lo que hiciste el domingo -dijo Parker-. No te molestes en explicárnoslo.
– No, señor. Lo pasé muy mal encima de aquella moto. El faro de acetileno no funcionaba y llovía a cántaros. Aun así, llegué, con bastante retraso, y me puse manos a la obra. Le corté las cuerdas…
– Eso también lo sabemos. Había un testigo escondido detrás de la escalera que lleva al tejado.
– ¿Un testigo?
– Sí, y tuviste la suerte de que se trata de un ladrón muy respetable y caballeroso con el corazón de un ratón que se desmaya con tan sólo ver sangre; de otro modo, ahora mismo estarías sufriendo el chantaje de todo un profesional. Aunque, a favor de Nobby, debo decir -añadió Parker-, que consideraría el chantaje algo demasiado vulgar para un caballero como él. ¿Llevaste el cadáver al cementerio?
– Y muy contento de hacerlo. Mientras lo bajaba por aquella escalera no podía mirar hacia abajo del vértigo que tenía. ¡Y esas campanas! Esperaba que hablaran en cualquier momento. A veces uno cree que pueden hablar, que están vivas. De pequeño leí una historia sobre una campana que repicó después de un asesinato. Creerán que soy un sensiblón, hablando así, pero me impresionó mucho. No lo olvidaré nunca.
– The Rosamonde, conozco la historia -dijo Wimsey-. Decía: «¡Ayuda, Jehan! ¡Ayuda, Jehan!». A mí también me impresionó.
– Exacto, milord. Pero bueno, bajé el cuerpo. Abrí la tumba y estaba a punto de meterlo dentro…
– Utilizaste las herramientas del sacristán, ¿supongo?
– Sí, señor. En el juego de llaves del párroco estaba la de la cripta. Como iba diciendo, estaba a punto de meter el cadáver en la tumba cuando pensé que alguien podría abrirla y reconocerlo. Así que le di unos cuantos golpes en la cara con la pala…
En este punto del relato se estremeció.
– Aquello fue lo peor, señor. Y las manos. Yo lo había reconocido por las manos, así que también podría hacerlo cualquiera. Saqué la navaja y… ¡bueno, ya saben!
– «Con las grandes pinzas del azúcar le pellizcaron los dedos» -citó con ligereza, Wimsey.
– Exacto, milord. Las envolví con los papeles y me las metí en los bolsillos. Pero la cuerda y el sombrero los tiré al viejo pozo. Luego tapé la tumba, volví a colocar las coronas lo mejor que pude y limpié las herramientas. Aunque, para serles sincero, les diré que no me hacía ninguna gracia devolverlas a la cripta. Todos esos ángeles dorados con los ojos abiertos en la oscuridad, y el viejo abad Thomas ahí tendido. Cuando pisé un trozo de carbón y el crujido resonó por toda la iglesia, noté que tenía el corazón en la garganta.
– Harry Gotobed debería tener más cuidado con el carbón -dijo Wimsey-. Y no lo digo por decir.
– Notaba que lo que llevaba en los bolsillos me quemaba. Volví a entrar en la iglesia y miré las estufas, pero estaban todas apagadas. No me atreví a dejar nada dentro. Luego tuve que subir al campanario otra vez para limpiarlo. Había cerveza por el suelo. Por suerte, Harry Gotobed se había olvidado un cubo de agua en la cripta, así que no tuve que ir al pozo a buscarla, aunque a menudo me he preguntado si Gotobed lo echó de menos al día siguiente. Lo dejé todo lo más limpio que pude, volví a colocar las tablas de madera en su sitio y me llevé las botellas de cerveza…
– Has dicho dos botellas -dijo Wimsey-. Pero había tres.
– ¿Ah, sí? Sólo vi dos. Lo volví a cerrar todo con llave y luego pensé qué haría con las llaves. Al final decidí dejarlas en la sacristía, porque me pareció un lugar donde cabía la posibilidad de que el párroco se las hubiera olvidado; todas menos la de la puerta, que la dejé en el cerrojo. Fue lo único que se me ocurrió.
– ¿Y el paquete?
– ¡Ah, eso! Los papeles y el dinero me los quedé, pero las… esas cosas… las tiré al dique de los diez metros, junto con las botellas, a unos doce kilómetros de Fenchurch. Los papeles los quemé cuando llegué a Londres. En la pensión King's Cross había un buen fuego y poca gente alrededor. Pensé que nadie los buscaría allí. No sabía qué hacer con el abrigo de Will, así que se lo envié por correo con una nota que decía: «Gracias por el préstamo. Me he deshecho de lo que dejaste en el campanario». No podía ser más claro, por miedo a que Mary abriera el paquete y leyera la nota.
– Yo tampoco podía escribirte demasiado, por la misma razón -intervino Will-. Pensé que de algún modo te habías librado de Deacon. Jamás pensé que podía estar muerto. Además, Mary suele leer mis cartas y luego añade algunas cosas ella misma. Así que te escribí diciendo: «Muchas gracias por todo lo que has hecho por mí», que podía entenderse como un agradecimiento por cuidarme mientras estuve enfermo. Cuando vi que en el bolsillo habías dejado el dinero, supuse que te las habrías apañado solo, así que volví al banco a ingresarlo otra vez. Se me hizo raro que de pronto dejaras de escribir, pero ahora lo entiendo todo.
– No podía ser el mismo, Will -dijo Jim-. No te culpaba, pero la situación no era fácil. ¿Cuándo descubriste lo que había pasado?