Wimsey, que no apartaba la vista de su cuerda y se concentraba para seguir la campana que marcaba el ritmo, no tenía tiempo de prestar atención a nada más. Apenas veía al viejo Hezekiah, moviéndose tan lentamente como una máquina, arqueando su curtida espalda para levantar todo el peso de Sastre Paul, ni a Wally Pratt, con el rostro crispado y moviendo los labios con el esfuerzo de mantener el ritmo del carrillón. La campana de Wally bajaba y se dirigía hacia la de Wimsey, esquivaba a la número 6 y la pasaba, a la número 7 y la pasaba, luego la hizo tañer dos veces y volvió a subir, mientras que la treble bajó a ocupar su lugar y dio su último repique con Sabaoth. Un tañido al cabo de unos segundos y otro abriendo la serie, y Sabaoth, liberada de la monotonía del ritmo lento, empezó a repicar muy alegre. Encima de ellos, el gallo de la veleta observaba el paisaje nevado y vio los pináculos de la torre agitarse hacia delante y hacia atrás por las ráfagas de viento mientras la torre adquiría velocidad y se agitaba como un árbol al viento debajo de sus pies dorados.
La congregación empezó a salir de la iglesia y a dispersarse ayudada de linternas y antorchas que, vistas desde arriba, parecían las chispas que saltan del fuego. El párroco, después de quitarse la sobrepelliz y la estola, subió a la sala de las campanas con la sotana y se sentó en el banco, preparado para relevar a quien necesitara un descanso. Las campanadas del reloj quedaron ahogadas por el sonido del carrillón. Al final de la primera hora, el cura cogió la cuerda de la mano de un Wally agotado y lo sustituyó para que se recuperara y se refrescara. Mientras tragaba se vio que «lo básico» del señor Donnington iba a donde haría más bien.
Wimsey, relevado al final de la tercera hora, vio que la señora Venables estaba sentada junto a los vasos, con un Bunter respetuoso a su lado.
– Espero -dijo la mujer- que no esté demasiado cansado.
– No, no es eso. Sólo estoy sediento -repuso, y puso remedio a esa situación sin más. Luego le preguntó n la señora Venables cómo estaba sonando el carrillón.
– Precioso -contestó ella de corazón. En realidad, n0 le importaban demasiado las campanas porque tenía mucho sueño, pero al párroco le hubiera disgustado que no les acompañara.
– Es sorprendente, ¿no le parece? -añadió más tarde-. Lo suave y melodioso que suena aquí. Pero, claro, hay un piso entre las campanas y esta sala -dijo bostezando desesperadamente.
Las campanas siguieron tocando. Wimsey, a sabiendas de que el cura lo sustituiría durante un cuarto de hora, sintió curiosidad por escuchar el carrillón desde el exterior. Bajó la escalera de caracol y se dirigió hacia el porche sur. Cuando salió al exterior, bajo la noche, el clamor de las campanas le golpeó los oídos como si le hubieran dado una bofetada. Seguía nevando, aunque con menos intensidad. Giró a la derecha, consciente de que moverse en sentido contrario al de las agujas del reloj traía mala suerte, y siguió el camino que iba paralelo a la pared hasta que llegó a la puerta oeste. Protegido por la mampostería de la torre, encendió un cigarro sacrílego y, con más ánimo, volvió a girar a la derecha. El sendero terminaba después de la torre y siguió por la hierba, entre las lápidas, toda la enorme longitud del pasillo de la iglesia que, en este lado, llegaba hasta el extremo este de la construcción. Entre los dos últimos contrafuertes del lado norte, se encontró con otro camino que llevaba hasta una pequeña puerta; intentó abrirla pero estaba cerrada con llave, así que siguió andando hasta que, al bordear el extremo este, el viento lo azotó con toda su violencia. Se detuvo un momento para recuperar el aliento y se quedó contemplando el paisaje. Todo estaba oscuro, y sólo brillaba una débil luz fija que debía de ser la ventana de alguna casa. Wimsey calculó que se hallaba en algún lugar de la solitaria carretera que él y Bunter habían recorrido hasta encontrar la vicaría, y se preguntó por qué habría alguien despierto a las tres de la madrugada del día de Año Nuevo. Sin embargo, la noche era fría y lo necesitaban en el campanario. Completó el recorrido, volvió a entrar por el porche sur y subió a la sala. El párroco le devolvió la cuerda y le advirtió que ahora le tocaban dos repiques por detrás y que no se olvidara de esquivar en octavo lugar antes de tañer abajo.
A las seis en punto, los campaneros estaban en buenas condiciones. El remolino de Pratt le había subido a la cara y estaba sudando de lo lindo, pero seguía moviéndose con soltura. El herrero estaba fresco y alegre como una rosa, y parecía que podría tocar hasta las próximas Navidades. El dueño de la taberna tenía mala cara pero seguía adelante. El más impasible de todos era el anciano Hezekiah, esforzándose mucho como si formara parte de su cuerda y anunciando las bobs sin que el cansancio hiciera mella en su clara voz.
A las ocho menos cuarto, el párroco los dejó y fue a prepararse para la misa de la mañana. Ya casi no quedaba cerveza en la jarra y Wally Pratt, cuando todavía fallaba una hora y media más de trabajo, empezaba a estar un poco tenso. Por la ventana del sur entró un rayo de sol, brillante y azulado.
A las nueve y diez, el párroco volvió a subir al campanario, con el reloj en la mano y una amplia sonrisa en la cara.
A las nueve y trece, la treble empezó a tocar triunfante la última entrada.
Tin tan din dan bim bam bom bo.
Se terminaron las series, los cinturones volvieron a formar círculos y los campaneros se levantaron.
– ¡Magnífico, muchachos, magnífico! -gritó el señor Venables-. Lo habéis conseguido, y mejor de lo que nunca nadie lo había hecho.
– ¡Eh! -admitió el señor Lavender-. No ha estado mal, ¿verdad? -Una sonrisa, que dejó al descubierto que no tenía dientes, le iluminó el rostro.
– Sí, lo hemos conseguido. ¿Cómo sonaba desde abajo, señor?
– Muy bien -dijo el párroco-. Más sólido y sereno que cualquier otro carrillón de los que he oído en mi vida. Supongo que estaréis deseando desayunar. Lo tenéis todo preparado en mi casa. Bueno, Wally, ahora sí que puedes considerarte un campanero de verdad. Has pasado la prueba con nota, ¿no crees, Hezekiah?
– Ha estado regular -dijo el señor Lavender de mala gana-. Pero das demasiado de ti, Wally. No tienes ninguna necesidad de acabar tan sudado. Aun así, no has cometido ningún error, y eso ya es suficiente, pero te he visto farfullando y contando para ti todo el rato. Y si no te lo he dicho mil veces, no te lo he dicho nunca: debes mantener la mirada fija en las cuerdas y no tendrás que…
– ¡Calma, calma! -intervino el párroco-. No te preocupes, Wally, lo has hecho muy bien. ¿Dónde está lord Peter? ¡Ah! Aquí está usted. Estoy seguro de que le debemos un gran favor. Espero que no esté demasiado cansado.
– No, no -respondió Wimsey mientras conseguía librarse de los apretones de manos de sus compañeros.
En realidad, estaba destrozado. Hacía muchos años que no tocaba un carrillón tan largo y el esfuerzo de estar concentrado tantas horas le provocaba el deseo casi incontenible de ponerse a dormir en cualquier rincón.
– Yo… eh… ah… estoy perfectamente -dijo.
Se balanceaba al caminar y se habría caído de cabeza por la escalera de no haber sido porque el herrero lo sujetaba por debajo del brazo.
– Un buen desayuno -aconsejó el párroco muy preocupado-, eso es lo que necesitamos. Café caliente. Es tan reconfortante. Dios mío, me apetece tanto una taza de café. Ha dejado de nevar. Este paisaje blanco es muy bonito, si no lo siguiera el deshielo, sería perfecto. Supongo que el riachuelo bajará lleno. ¿Está seguro que se encuentra bien? ¡Sígame, sígame! Aquí llega mi mujer a reprenderme por la tardanza, supongo. Ya venimos, querida. Johnson, ¿qué pasa?