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– ¿Qué te parece si nos damos una vuelta por el mercado de frutas y verduras? -dijo Whitey -. Creo que no te he llevado por allí todavía, ¿verdad?

– Lo que tú digas -dijo Roy suspirando.

Whitey dirigió a Roy a través de unas bulliciosas y estrechas calles bloqueadas por una gran cantidad de camiones y de obreros del mercado que entraban en aquel momento a trabajar.

– Por aquí -dijo Whitey -. Aquí está el viejo Foo Foo. Tiene los mejores plátanos del mercado. Aparca aquí mismo, muchacho. Después cogeremos unos cuantos aguacates. Valen a un cuarto de dólar la pieza en estos momentos. ¿Te gustan los aguacates? Después, quizás unos melocotones. Conozco a un individuo del otro lado del mercado que tiene unos melocotones fantásticos. No tienen nunca ni una tara.

Whitey se apeó pesadamente del coche y se puso el gorro airosamente ladeado, agarró la porra probablemente por la fuerza de la costumbre y empezó a hacerla girar expertamente en su mano izquierda mientras se acercaba al flaco chino que sudaba enfundado en unos shorts de color kaki y una camiseta mientras arrojaba manojos de plátanos a un camión de reparto. El chino dejó al descubierto un puente de oro y plata al aproximarse Whitey, y Roy encendió un cigarrillo y observó irritado a Whitey introducir la porra en el anillo del cinturón y ayudar a Foo Foo a arrojar los plátanos al interior del camión.

"Policía profesional", pensó Roy irónicamente recordando al afable capitán de cabello plateado que había pronunciado en la academia una conferencia ante ellos acerca del nuevo profesionalismo. "Mira al viejo bastardo -pensó Roy -, arrojando plátanos vestido de uniforme mientras los trabajadores de aquí se tronchan de risa. Por qué no se retira del Departamento y entonces podría dedicarse a acarrear plátanos todo el día. Ojalá le pique una tarántula", pensó Roy.

Roy no podía comprender cómo habían podido enviarle a la comisaría de la calle Newton. De qué servía darles a escoger tres zonas si después se hacía caso omiso de su elección y se les enviaba arbitrariamente desde la academia a una comisaría situada a treinta quilómetros de la casa de uno. El vivía casi en el valle. Podían haberle enviado a una de las comisarías del valle o de Highland Park o incluso a la Central, que había sido su tercera elección, pero él no había contado con la calle Newton. Era la más pobre de las zonas negras y el aspecto del lugar resultaba deprimente. Ésta era la "zona Este" y él ya se había enterado de que, en cuanto los negros recién emigrados podían permitírselo, se trasladaban a la "zona Oeste", al Oeste de la calle Figueroa más o menos. Pero el hecho que más desagradaba a Roy era que la mayoría de la gente de la zona fuera negra. Cuando dejara el Departamento para convertirse en criminólogo, tenía intención de llegar a conocer perfectamente el ghetto. Esperaba poder aprender todo lo que fuera necesario en cosa de un año y después trasladarse al Norte, quizás a Van Nuys o al Norte de Hollywood.

Cuando abandonaron finalmente el mercado de frutas y verduras, el asiento de atrás del coche-radio aparecía lleno de plátanos, aguacates y melocotones así como un cesto de tomates que Whitey había conseguido que le regalaran.

– Ya sabes que tienes derecho a la mitad de todo esto -dijo Whitey mientras cargaban los productos en su coche particular que se encontraba aparcado en el aparcamiento de la comisaría.

– Ya te he dicho que no quiero nada.

– Los compañeros tienen que compartirlo todo y compartirlo equitativamente. Tienes derecho a la mitad. ¿Qué te parecen los aguacates? ¿Por qué no te llevas los aguacates?

– ¡Hijo de perra -estalló Roy-, no los quiero! Mira, acabo de salir de la academia. Me faltan ocho meses para terminar el período de prueba. Me pueden echar en cualquier momento. El que está en período de prueba, no tiene derecho a protección alguna. No puedo aceptar regalos. Por lo menos cosas de éstas. Comidas gratis, cigarrillos, café, todo eso parece que ya es tradicional pero, ¿qué sucedería si el sargento nos hubiera visto en el mercado de frutas y verduras esta noche? ¡Podría perder el trabajo!

– Perdona, muchacho -dijo Whitey con expresión compungida-. No sabía que pensaras eso. Yo cargaría con toda a responsabilidad si nos cogieran; debieras saberlo.

– ¿Sí? ¿Y qué excusa podría aducir yo? ¿Que me apuntaste con una pistola en la cabeza y me obligaste a acompañarte en tu gira de compras?

Whitey acabó ele trasladar la fruta sin hacer más comentarios y no volvió a hablar hasta que se volvieron a encontrar recorriendo el barrio, entonces dijo:

– Oye, compañero, llévame a una caja telefónica; tengo que volver a llamar.

– ¿Y para qué demonios? -dijo Roy sin preocuparse de lo que Whitey pudiera pensar-. ¿Qué pasa? ¿Tienes un montón de mujeres que te dejan recados en el despacho o algo así?

– Sólo hablo con el viejo Saín Tucker -dijo Whitey con un profundo suspiro -. El viejo bastardo se aburre allí solo en el despacho. Éramos compañeros de clase en la academia, ¿sabes? Veinte años hará en octubre. Es triste ser negro y trabajar en una zona negra como ésta. Algunas noches se siente muy deprimido cuando traen a algún bastardo negro que ha matado a una señora mayor o ha hecho alguna otra porquería parecida y los policías que empiezan a despotricar contra los negros en la cafetería. Saín lo oye y se molesta y entonces se siente muy deprimido. Claro que ya es demasiado mayor para ser policía. Tenía treinta y un años cuando empezó a trabajar. Tendría que tomar el portante y dejar este cochino sitio.

– ¿Cuántos años tenías tú cuando empezaste, Whitey?

– Veintinueve. Oye, llévame a la caja telefónica de la Veintitrés. Ya sabes que es mi preferida.

– Ya debiera saberlo a estas alturas.

Roy aparcó junto al bordillo de la acera y esperó abatido mientras Whitey se dirigía al teléfono y hablaba con Sam Tucker por espacio de diez minutos.

El profesionalismo policíaco sólo se produciría cuando se marchara la anterior generación, pensó Roy. En realidad no le molestaban porque no tenía intención de hacer carrera como policía. Ello le hizo recordar que sería mejor que empezara a espabilarse y se matriculara para el siguiente semestre si es que esperaba cumplir el programa que se había propuesto y completar sus estudios. Se preguntó cómo sería posible que alguien escogiera aquella clase de trabajo como carrera. Ahora que ya había dejado atrás la fase de adiestramiento, él formaba parte de un sistema que dominaría, aprendería y después dejaría atrás.

Se observó en el espejo del coche. El sol le había proporcionado un bonito bronceado. Dorothy decía que jamás le había visto tan moreno y ya fuera por su uniforme o por su apostura, ella le encontraba más deseable y quería que le hiciera el amor más a menudo. Pero bien pudiera ser que la razón estribara en que estaba embarazada de su primer hijo y sabía que pronto tendría que renunciar a ello durante algún tiempo. Y él lo hacía, a pesar de que aquella enorme montaña de vida le desagradaba pero fingía disfrutar tanto como cuando ella estaba delgada y poseía un estómago de raso que probablemente presentaría después desmalladuras permanentes como consecuencia del embarazo. Ella había tenido la culpa. Habían acordado no tener hijos durante cinco años pero ella había cometido un error. La noticia le hizo sentir vértigos. Tuvo que cambiar todos los planes. Ella ya no podría trabajar de taquígrafa en la Rhem Electronics y ganaba un sueldo excelente. Él tendría que permanecer en el Departamento cosa de un año más para ahorrar dinero. No les pediría ayuda ni a Cari ni a su padre y ni siquiera les pediría un préstamo ahora que ya sabían que no iba a incorporarse al negocio de la familia.

El intento de agradarles había sido la razón de que cambiara tres veces de asignatura principal hasta que escogió psicología anormal con el profesor Raymond y aprendió de aquel pequeño y fofo intelectual quién era él. Aquel amable hombre que casi había sido como un padre, a punto estuvo de llorar cuando Roy le dijo que deseaba abandonar los estudios para incorporarse al Departamento de Policía de Los Ángeles. Permanecieron sentados en el despacho del profesor Raymond hasta media noche mientras el hombrecillo insistía, presionaba y maldecía contra la obstinación de Roy hasta que al final cedió cuando Roy le convenció de que estaba cansado y que probablemente no asistiría a ninguna de las clases del semestre siguiente si se quedaba, que un año o dos alejado de los libros pero en estrecho contacto con la vida le proporcionaría el ímpetu necesario para volver y conseguir el titulo. Y quién sabe, si era el intelectual que el profesor Raymond suponía que podía ser, es posible que siguiera estudiando, estando ya lanzado, y que alcanzara el doctorado.