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– Lola St. John -dijo ella sollozando.

– Es la segunda vez que este bastardo te pega, ¿verdad, cariño? -le preguntó la encargada -. Dale a los oficiales el mismo nombre que usabas cuando te hicieron el último informe.

– Rachel Sebastian -dijo ella frotándose suavemente el labio magullado y examinando la toalla.

Serge borró el Lola St. John y escribió el otro nombre encima.

– ¿Le denunció la última vez que la golpeó?

– Le hice arrestar.

– ¿Y después retiró las acusaciones y se negó a encausarle?

– Le quiero -dijo ella rozándose el labio con la rosada punta de la lengua.

Una joya exquisita se formó en el ángulo de cada ojo mezclándose con el maquillaje.

– Antes de que nos metamos en líos, ¿va usted a demandarle esta vez?

– Esta vez ya estoy harta. Lo haré. Lo juro por todo lo que es santo.

Serge le echó una mirada a Edmonds y empezó a rellenar las casillas del impreso de delitos.

– ¿Cuántos años tiene usted?

– Veintiocho.

Ya era la tercera mentira. ¿O la cuarta quizás? Cuando terminara el informe, contaría las mentiras.

– ¿Profesión?

– Actriz.

– ¿Qué otra cosa hace usted? Entre actuación y actuación, quiero decir.

– A veces hago de encargada de noche y recepcionista en el restaurante Fredcrick's, de Culver City.

Serge lo conocía. Escribió "frecuentadora de coches" en el espacio dedicado a la ocupación de la víctima.

La encargada se levantó y cruzó la cocina dirigiéndose a la nevera. Llenó una toalla limpia con cubitos de hielo y se acercó a la maltrecha mujer.

– Este hijo de perra no vale nada. No quiero que vuelva, cariño. Te quiero a ti como inquilina pero este hombre no puede volver a este edificio.

– No te preocupes, Terry, no volverá -dijo ella aceptando la toalla y apretándola contra la mandíbula.

– ¿Sólo la había golpeado anteriormente en una ocasión? -preguntó Serge empezando la parte narrativa del informe y pensando que ojalá le hubiera sacado punta al lápiz en la comisaría.

– Bueno, en realidad, le hice detener otra vez -dijo ella -. Creo que soy un buen bocado para los hombres altos y bien parecidos.

Sonrió y parpadeó con el ojo que no tenía cerrado mirando a Serge y éste supuso que quería darle a entender que era lo suficientemente alto para su gusto.

– ¿Qué nombre utilizó entonces? -le preguntó Serge pensando que debía ser muy mayor pero tenía unas piernas bonitas y estómago completamente liso.

– Esta vez usaba el de Constance Deville, creo. Tenía contrato con la Universal bajo este nombre. Espere un momento, eso fue en el sesenta y uno. No creo… Dios mío, me cuesta trabajo pensar. Este hombre me habrá dejado algo suelto con sus golpes. Vamos a ver.

– ¿Ha bebido esta noche? -preguntó Edmonds.

– Empezó en un bar. -dijo ella asintiendo -. Creo que usaba mi verdadero nombre -añadió ella en tono de duda.

– ¿Cuál es su verdadero nombre? -le preguntó Serge.

– Dios mío, me duele la cabeza -gimió ella -. Felicia Randall.

– ¿Quiere ver a su médico? -le preguntó Serge sin mencionar que había servicios médicos de urgencia gratis para las víctimas de algún delito porque no le apetecía llevarla al hospital y volver a acompañarla a casa.

– No creo que me haga falta un méd… Espere, ¿he dicho Felicia Randall? ¡Dios todopoderoso! Éste no es mi verdadero nombre. Nací y me crié con el nombre de Dolores Miller. Hasta los dieciséis años, fui Dolores Miller. ¡Dios todopoderoso! ¡Casi me había olvidado de mi verdadero nombre! Casi me había olvidado de quién soy -dijo mirando asombrada a los dos hombres.

Más adelante aquel mismo mes, mientras patrullaba por el Boulevard Hollywood hacia las tres de la madrugada en compañía de un compañero de ojos soñolientos llamado Reeves, Serge examinó detenidamente a la gente que paseaba a aquella hora por las calles de la capital de la belleza. La mayoría homosexuales, naturalmente, y ya estaba empezando a reconocer a algunos de ellos tras verles noche tras noche mientras merodeaban en busca de individuos que estuvieran cumpliendo el servicio militar. Había también montones de otros vividores que a su vez merodeaban en busca de los homosexuales no por placer sino por dinero que obtenían de la manera que fuera. A ello se debían los numerosos ataques, robos y asesinatos y hasta el momento de amanecer Serge se veía obligado a intervenir en los asuntos de aquellos desgraciados hombres y aún siguió sintiendo náuseas una semana más tarde cuando regresó a Alhambra y volvió a alquilar su antiguo apartamento. Habló con el capitán Sanders de la División de Hollenbeck y éste accedió a tramitarle el traslado a Hollenbeck porque dijo que recordaba a Serge como un excelente oficial joven.

Burke ya estaba terminando y nadie le estaba escuchando; en este momento, Serge ni siquiera sabía de qué estaba hablando. Decidió que esta noche conduciría él. No le apetecía encargarse de los informes, por consiguiente conduciría. Milton siempre le dejaba hacer exactamente lo que quería. Le gustaba trabajar con Milton e incluso le gustaba la forma lenta y deliberada de hablar de Burke. Había supervisores peores. Le agradaba encontrarse de nuevo en su vieja comisaría.

A Serge estaba empezando incluso a gustarle la zona. No era Hollywood, más bien era todo lo contrario de la belleza. Era aburrida y vieja y pobre con sus altas casas estrechas como lápidas sepulcrales y el olor de los mataderos de Vernon. Era el lugar al que acudían los inmigrantes al llegar desde México. Era el lugar en el que permanecían la segunda y la tercera generación que no habían conseguido mejorar su suerte. Sabía ahora de las muchas familias rusas, los hombres con barba y túnica y las mujeres con la cabeza cubierta, que vivían entre las calles Lorena e Indiana tras haber sido desalojados de sus pisos para destinar la zona a la construcción de viviendas baratas. Había buen número de chinos aquí en Boyle Heights y los restaurantes chinos ofrecían menús españoles. Había muchos japoneses y las mujeres mayores aún llevaban sombrillas. También estaban los viejos judíos, claro, pocos ahora, y a veces nueve viejos judíos se veían obligados a recorrer la avenida Brooklyn y alquilar al final a un borracho mexicano para formar unminyan de diez y poder iniciar las plegarias en el templo. Estos viejos pronto morirían, las sinagogas se cerrarían y Boyle Heights sería distinto sin ellos. Había buhoneros árabes vendiendo por las calles ropas y alfombras. Hasta había gitanos que vivían cerca de Broadway Norte donde todavía habitaban muchos italianos y había la iglesia india de la calle Hancock cuya feligresía estaba integrada principalmente por pimas y navajos. Había muchos negros en las urbanizaciones de Ramona Gardens y Aliso Village a los que los mexicanos soportaban a regañadientes, y también estaban los mexicano-americanos que constituían el ocho por ciento de la población de la División de Hollenbeck. Pocas familias anglosajonas-protestantes permanecían aquí, por ser muy pobres.

Había muy pocos embaucadores en la zona de Hollenbeck, pensó Serge, mientras aminoraba la marcha en la avenida Brooklyn para aparcar frente al restaurante favorito de Milton. Casi todo el mundo es exactamente lo que parece. Resultaba muy reconfortante trabajar en un lugar en el que casi todo el mundo es exactamente lo que parece.

11 El veterano

– Esta noche se cumplirán dos años desde que vine a Universidad -dijo Gus -. Recién salido de la academia. Parece imposible. El tiempo ha pasado.

– Ya te correspondería un traslado, ¿verdad? -le preguntó Craig.

– De sobra. Espero figurar en la próxima lista de traslados.

– ¿Dónde quieres ir?

– No me importa.

– ¿Otra zona negra?

– No, me gustaría cambiar. Un poco más al Norte quizás.