Ranatti y Simeone llegaron precipitadamente pasada la medianoche.
– ¿Dispuestos a invadir La Cueva? -dijo Ranatti sonriendo.
– He recibido una llamada, Rosso -dijo Jacovitch pausadamente-. Una prostituta ha llamado preguntando por el sargento. Ha dicho que se llamaba Rosie Redfield y que vosotros le habéis arrancado la instalación eléctrica del coche y le habéis deshinchado los neumáticos.
– ¿Nosotros? -dijo Ranatti.
– Os ha nombrado a vosotros -dijo Jacovitch serenamente a los dos jóvenes que no parecían haberse sorprendido demasiado.
– Es la prostituta que se cree la dueña de la Sexta y Alvarado -dijo Simeone-. Ya te hablamos de ella, Jake. La detuvimos tres veces el mes pasado, se le consolidaron las tres causas y obtuvo libertad condicional inmediata. Hemos hecho todo lo posible para intentar lograr que actúe en otra zona. Pero si hasta hemos recibido dos demandas contra su presencia en esta esquina.
– ¿Sabíais dónde aparcaba el coche? -preguntó Jacovitch.
– Sí, lo sabemos -admitió Ranatti -. ¿Ha dicho que nos vio manipular el coche?
– No, de lo contrario, tendría que aceptar una demanda contra vosotros. ¿Lo comprendéis, verdad? Se llevaría a cabo una investigación. Ella sospecha que habéis sido vosotros.
– No estábamos jugando -dijo Simeone -. Hemos hecho todo lo posible para librarnos de esta perra. No es una simple prostituta, es una estafadora, una vividora y lo que quieras. Es una cochina perra que trabaja para Silver Shapiro y éste es un cochino alcahuete, un opresor y sabe Dios qué otras cosas.
– Ni siquiera voy a preguntaros si lo habéis hecho -dijo Jacovitch-, pero os advierto por última vez contra esta clase de procedimientos. Debéis manteneros estrictamente dentro de los límites señalados por la ley y las reglamentaciones del Departamento.
– ¿Sabes una cosa, Jake? -preguntó Ranatti dejándose caer pesadamente sobre una silla y colocando su píe con zapato de suela de goma sobre una mesa de máquina de escribir-. Si nos atuviéramos a eso, no detendríamos ni a un solo sinvergüenza a la semana. Las malditas calles no resultarían seguras ni siquiera para nosotros.
Faltaban cinco minutos para la una cuando Roy aparcó su coche particular en la esquina de la Cuarta con Broadway caminando a pie hacia la Mayor en dirección a La Cueva. Era una noche templada pero experimentó un estremecimiento al detenerse a esperar el semáforo verde. Sabía que el resto del equipo estaba preparado y que ya había tomado posiciones y sabía que no le acechaba ningún peligro, pero iba desarmado y se sentía terriblemente solo y vulnerable. Franqueó temerosamente la puerta ovalada de La Cueva y permaneció parado unos momentos acomodando los ojos a la oscuridad, golpeándose la cabeza contra una estalactita de yeso que colgaba junto a la segunda entrada. El espacioso interior aparecía abarrotado de gente y él se abrió camino hacia el bar empezando a sudar; encontró sitio libre entre un homosexual pelirrojo y de mirada lasciva y una prostituta negra que le miró y, al parecer, no debió encontrarle tan interesante como el hombre calvo que tenía a su izquierda y que restregaba nerviosamente el hombro contra su voluminoso pecho.
Roy fue a pedir whisky con soda pero se acordó de Ranatti y pidió una botella de cerveza. Hizo caso omiso del vaso, secó con la mano la boca de la botella y bebió directamente de la misma.
Roy vio varias mesas y reservados ocupados por lesbianas acariciándose unas a otras, besándose los hombros y los brazos. Las parejas de homosexuales varones llenaban buena parte del local y al disponerse una de ellas a bailar, una hombruna camarera les ordenó sentarse indicándoles el letrero de "No se baila". Había prostitutas de todas clases, algunas de las cuales eran claramente hombres disfrazados de mujer, sin embargo la negra que se encontraba a su lado era sin lugar a dudas una mujer, pensó él, al verla soltarse una de las tiras del hombro para que el calvo pudiera contemplar más a sus anchas los grandes globos morenos.
Roy vio a un grupo de chaquetas de cuero detrás de un enrejado que había atraído a un grupo de mirones y se abrió paso entre las personas que se agolpaban en los pasillos y que golpeaban contra las mesas con los vasos a los estridentes sones de un escandaloso jukebox. Al llegar al enrejado, miró y vio a dos jóvenes con largas patillas y cinturones de cadena, disputando un combate de fuerza de brazo sobre una tambaleante mesa con una vela encendida a cada lado para quemar el dorso de la mano del vencido. A la derecha de Roy, dos hombres contemplaban fascinados el espectáculo desde un reservado. Uno era rubio y parecía un universitario. El otro presentaba un aspecto no menos aseado y poseía espeso cabello negro. Parecían tan desplazados como Roy suponía que parecía él pero cuando el rizado vello de la mano de uno de los luchadores empezó a chamuscarse a la llama de la vela, el joven rubio le pellizcó el muslo a su acompañante que le correspondió con un jadeo de excitación y al quemar carne la vela, este último agarró la oreja de su amigo rubio y la retorció con violencia. Al parecer no lo observó nadie más que Roy mientras los mirones veneraban la llama chamuscadora de carne.
Roy regresó a la barra y pidió otra cerveza y una tercera. Ya era casi la una y media y empezaba a pensar que la información debía de haber sido falsa cuando de repente se desconectó el jukebox y el público guardó silencio.
– Cierren la puerta -gritó el barman, un velloso gigante que anunció al público -: Ahora empieza el espectáculo. Nadie podrá salir hasta que termine.
Roy observó a la camarera lesbiana encender el proyector cinematográfico que se encontraba colocado sobre una mesa junto al enrejado que dividía las dos partes de la sala. La pared blanca sería la pantalla de proyección y el público estalló en carcajadas al irrumpir en la pantalla un dibujo animado sin sonido del Pájaro Carpintero.
Roy estaba tratando de imaginarse el significado de todo aquello cuando el Pájaro Carpintero fue sustituido de repente por dos aceitosos hombres desnudos luchando sobre una pringosa estera de un ruinoso gimnasio. Los chaquetas de cuero del otro lado de la sala lanzaron vítores pero la escena cambió de pronto a dos mujeres desnudas, una joven y medianamente atractiva y la otra gorda y mayor. Se mordisqueaban, se besaban y acariciaban sobre una cama deshecha escuchándose susurros procedentes de las mesas de las lesbianas, pero la escena volvió a cambiar y esta vez apareció el patio posterior de una casa en el que una mujer en traje de baño fruncido copulaba oralmente con un hombre grueso vestido con shorts color kaki; la mayoría del público se rió sin lanzar vítores. Volvieron a aparecer los luchadores varones que provocaron más gruñidos y maullidos entre los chaquetas de cuero. Al producirse una avería y desenfocarse la imagen en el transcurso de una escena crucial del obsceno combate, a Roy le sorprendió ver al calvo, que previamente había mostrado interés por la prostituta negra, quitarse el zapato marrón y golpear frenéticamente la barra al tiempo que gritaba:
– ¡Arréglenlo! ¡Aprisa, arréglenlo, maldita sea!
Tras lo cual abandonó a la prostituta y se reunió con los chaquetas de cuero del otro lado.
Estaban todavía tratando de reparar la avería, cuando Roy se deslizó a lo largo de la barra en dirección al lavabo de hombres. Cruzó la puerta sin ser observado y se encontró en un corredor escasamente iluminado; vio un letrero que rezaba "Señoras" a la izquierda y otro que decía "Caballeros" a la derecha. Penetró en el lavabo de hombres, aspiró olor inconfundible a marihuana y encontró a un chaqueta de cuero saliendo del retrete junto a la ventana abierta.