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Roy fingió lavarse las manos mientras el joven, con botas adornadas y chaqueta de cuero, se ajustaba la cadena que le rodeaba la cintura. Tenía una cabeza enorme con el cabello despeinado y unos enmarañados bigotes castaño claros.

Roy se demoró unos momentos con la toalla de papel pero no pudo acercarse a la ventana para hacer la señal.

Finalmente, el chaqueta de cuero le miró.

– En estos momentos no me interesa, rubito -le dijo con una mirada lasciva -. Búscame más tarde. Dame tu número de teléfono.

– Vete al diablo -le dijo Roy enfurecido olvidándose de la ventana por unos momentos.

– ¿Estás un poco enfadado? Eso me gusta -dijo el chaqueta de cuero apoyándose los puños a las caderas y dando la sensación de ser más vigoroso -. Puede que me intereses -le dijo sonriendo obscenamente.

– Quédate donde estás -le advirtió Roy al sádico que avanzaba soltándose la cadena de la cintura.

En aquel momento y por primera vez en su vida, Roy supo lo que era el miedo auténtico, el miedo desesperado que le debilitaba, le abrumaba, le arrollaba y le paralizaba. El pánico se apoderó de él y jamás comprendió claramente cómo o había hecho, pero supo más tarde que había propinado un puntapié a su asaltante justo en el momento en que la cadena se retorció y le pasó cerca del puño. El chaqueta de cuero lanzó un grito y cayó al suelo tocándose la ingle con una mano, con la otra, sin embargo, agarró la pierna de Roy y mientras éste trataba frenéticamente de librarse de la presa, la cara con bigotes se acercó a su pierna y él notó unos dientes; pudo librarse cuando los dientes se cerraron en su pantorrilla. Escuchó rumor de tela rasgada y vio un fragmento de tela de sus pantalones colgando de la boca del bigotudo, después le saltó por encima para alcanzar la zona del retrete y pensó que los demás chaquetas de cuero debían haber escuchado el grito. Arrojó una papelera metálica contra los cristales de la ventana y saltó por ésta yendo a caer a un camino de hormigón metro y medio más abajo y siendo alcanzado allí por la luz de la linterna de un policía uniformado.

– ¿Es usted el oficial de la secreta que estamos esperando? -le susurró.

– Sí, vámonos -dijo Roy corriendo hacia la fachada de La Cueva donde ya vio acercarse a una docena de uniformes azules. El coche de la secreta se detuvo zumbando frente al bar y Gant y Ranatti se apearon del mismo con "la llave" y la introdujeron en la puerta de dos hojas de La Cueva mientras Roy cruzaba la acera y se sentaba en el guardabarros del coche de la secreta sintiendo deseos de vomitar.

Roy se apartó pensando que se encontraba demasiado indispuesto para volver a penetrar en aquel nauseabundo lugar; observó finalmente cómo la puerta se soltaba de los goznes y acercarse una furgoneta. Ahora había por lo menos como quince trajes azules formando una V perfecta y Roy estaba jadeando y pensaba que ahora iba a vomitar mientras contemplaba la sólida cuña de cuerpos insertarse en la entrada de La Cueva. La línea azul desapareció muy pronto en el interior y se acercaron otros policías corriendo y abriéndose paso hacia el interior. Los borrachos fueron arrojados expertamente al interior de la furgoneta por parte de dos fornidos policías provistos de guantes negros. Los otros fueron empujados en distintas direcciones y Roy, sosteniéndose un pañuelo contra la boca les observó desparramarse por la calle, todos grises y morenos y sin rostro ahora que se habían apagado las luces de la entrada y que los colores chillones y la frivolidad se habían extinguido. Roy se preguntó cuándo dejarían de salir pero al cabo de cinco minutos aún seguían fluyendo hacia la calle, rumorosos y sudorosos. Roy pensó que podía aspirar el olor que despedían mientras los que no habían sido detenidos alcanzaban la acera y se alejaban rápidamente calle arriba y calle abajo. Pronto vio Roy a dos policías ayudar a salir al oso de la chaqueta de cuero comprimiéndose todavía la ingle. Roy estuvo a punto de decirles que le detuvieran pero observó que le metían en la furgoneta y guardó silencio mientras seguía observando la escena con desagradable fascinación hasta que la calle quedó tranquila y la catártica cuña azul de los policías se apartó de la entrada de La Cueva. La furgoneta se puso en marcha en el momento en que Ranatti, Simeone y Gant custodiaban al propietario y a dos camareras y cerraban con candado la puerta rota.

– ¿Qué pasa, muchacho? -preguntó Gant acercándose a Roy que seguía sosteniéndose el pañuelo contra la boca.

– He tenido una pequeña pelea aquí dentro.

– ¿De veras? -le preguntó Gant apoyando ambas manos sobre los hombros de Roy.

– No me encuentro bien -dijo Roy.

– ¿Te han lastimado? -le preguntó Gant abriendo mucho los ojos para examinar la cara de Roy.

– Me encuentro mal -dijo Roy sacudiendo la cabeza -. Será porque acabo de verle meter una lavativa azul al orificio anal más cochino del mundo.

– ¿Sí? Pues acostúmbrate, muchacho -dijo Gant -. Todo lo que has visto aquí dentro será legal muy pronto.

– Vayámonos de aquí -gritó Simeone ya al volante del coche de la secreta. Señaló hacia un camión amarillo de limpieza de calles que avanzaba lentamente por la calle Mayor. Roy y Gant penetraron en el coche apretujándose entre los detenidos y Simeone y Ranatti.

Roy asomó la cabeza por la ventanilla mientras se alejaban y observó que el camión de la limpieza arrojaba un chorro de agua hacia la calle y la acera a la altura de La Cueva. La máquina silbaba y rugía y Roy la vio limpiar la suciedad.

AGOSTO DE 1963

13 La madona

Serge se preguntó si alguno de sus compañeros de clase de la academia habría sido encargado de alguna misión de paisano. Quizá Fehler o Isenberg y algunos otros ya habían conseguido pasar a la secreta o a la patrulla de crímenes. No serían muchos, sin embargo, pensó. Le sorprendió que el sargento Farrell le preguntara si le agradaría trabajar vehículos de delito durante un mes y le dijera que, si su trabajo resultaba satisfactorio, tal vez se convirtiera en un puesto permanente.

Llevaba dos semanas trabajando en vehículos de delito. Jamás se había imaginado lo cómodo que podía resultar trabajar de policía con un traje de paisano en lugar de los pesados uniformes de lana y el engorroso cinturón Sam Browne. Llevaba un colt ligero de 12 centímetros que se había comprado al cobrar la última paga al darse cuenta de lo pesada que resultaba la Smith de quince centímetros en una funda propia de traje de paisano.

Sospechaba que Milton le había recomendado al sargento Farrell para los vehículos de delito. Milton y Farrell eran amigos y, al parecer, Farrell apreciaba y respetaba al viejo. La causa la desconocía pero le resultaba agradable alejarse del coche blanco y negro durante algún tiempo. No es que las gentes de las calles no les reconocieran, dos hombres en traje de calle, en un Plymouth barato de cuatro puertas; dos hombres que conducían despacio y observaban las calles y las gentes. Pero, por lo menos pasaban lo suficientemente inadvertidos como para evitar que les molestaran un número interminable de personas que necesitaban a un policía para resolver un número interminable de problemas que un policía no está capacitado para resolver, pero debe intentar resolver porque es un miembro accesible de las instituciones gubernamentales, tradicionalmente vulnerables a la crítica. Serge exhaló alegremente tres anillos de humo que le hubieran salido perfectos de no haber sido por la brisa que los borró, la brisa que resultaba agradable porque había sido un verano muy calinoso y las noches no eran tan frescas como suelen ser las noches de Los Ángeles.

Harry Ralston, el compañero de Serge, pareció advertir la satisfacción de éste.

– ¿Crees que van a gustarte los vehículos de delito? -le preguntó con una sonrisa, dirigiéndose hacia Serge que se hallaba repantigado en el asiento admirando a una muchacha excepcionalmente voluptuosa en un ajustado traje de algodón blanco.