Выбрать главу

– Probablemente encontrará a algún muchacho y se casará antes de que usted pueda abrir la boca -dijo Ralston puntuando su frase con un eructo reprimido.

– Quizá -dijo el señor Rosales suspirando -. Mire, es mucho mejor aquí que en México donde la gente no se preocupa demasiado de alcanzar el éxito. Estar aquí ya es mucho más de lo que jamás hubieran podido soñar, es suficiente. Se conforman con trabajar en una lavandería de coches o en un taller de confección. Pero yo creo que ella es una chica inteligente y hará cosas mejores.

La chica volvió a hacer tres viajes a la mesa durante el resto de la cena pero no volvió a intentar hablar inglés.

Ralston debió pillar a Serge observándola porque le dijo:

– Es legal, ¿sabes? Dieciocho años.

– Bromeas. Dios me libre de meterme con criaturas.

– Es bonita -dijo Ralston y Serge deseó que no encendiera uno de sus puros baratos. Cuando estaban en el coche, con las ventanillas abiertas, resultaban más soportables -. A mí me parece una Dolores del Río en joven.

No se parecía a Dolores del Río, pensó Serge. Pero poseía lo que hacía de Dolores del Río la mujer más querida de México, un objeto de veneración por parte de millones de mexicanos que raras veces la habrían visto en el cine e incluso de los que no la habían visto nunca; poseía también un aspecto de madona.

– ¿Cuál es su segundo nombre? -le preguntó Serge al acercarse ella por última vez a la mesa con más café. Sabía que era costumbre que los policías que recibían comida gratis dejaran un cuarto de dólar de propina pero él deslizó setenta y cinco centavos debajo de un plato.

– ¿Mande, señor? -dijo ella volviéndose hacia el señor Rosales que estaba ocupado con un cliente del mostrador.

– Su segundo nombre -repitió Ralston con cuidado-. ¿Mariana qué?

– Ah -dijo ella sonriendo-. Mariana Paloma -y después se apartó de la mirada fija de Serge y se llevó algunos de los platos a la cocina.

– Paloma -dijo Serge-. Resulta adecuado.

– Yo como aquí una vez a la semana -dijo Ralston mirando a Serge con curiosidad -. No se puede quemar el sitio comiendo gratis con demasiada frecuencia.

– No te preocupes -dijo Serge rápidamente, comprendiendo la indirecta -. Tu sitio de comer es éste. No vendré a comer aquí a no ser que trabaje contigo.

– La chica es cosa tuya -dijo Ralston -. Puedes venir no estando de servicio si quieres pero me fastidiaría que alguien me quemara el sitio de comer que he cultivado tantos años, Antes me cobraban a mitad de precio y ahora me lo hacen gratis.

– No te preocupes -repitió Serge-. Y la chica no me interesa hasta este extremo. Ya tengo bastantes problemas de mujeres que tenga que complicarme la vida con una chica que ni siquiera sabe hablar inglés.

– Vosotros los solteros -dijo Ralston suspirando -. Ojalá tuviera yo esos problemas. ¿Tienes alguna para esta noche después del trabajo?

– Tengo una -contestó Serge sin entusiasmo.

– ¿Tiene algún amigo ella?

– Que yo sepa no -contestó Serge sonriendo.

– ¿Cómo es? -preguntó Ralston mirándole socarronamente ahora que, al parecer, ya había saciado su apetito.

– Una rubia color miel. Ideal para acostarse con ella -contestó Serge, describiendo así a Margie que vivía en el apartamento de arriba de la parte de atrás de su misma casa. La propietaria ya le había advertido de la conveniencia de mostrarse más discreto al abandonar el apartamento de Margie por la mañana.

– ¿Una auténtica rubia miel, eh? -murmuró Ralston.

– ¿Qué es auténtico? -preguntó Serge y después pensó: "es auténtica a su manera y da igual que el reluciente color miel sea fruto de la habilidad de un peluquero porque todo lo que es bello en el mundo ha sido pintado o transformado en cierto modo por un artesano habilidoso." Pero, además, ¿para qué quería cambiar? Las veces que la necesitaba, Margie era muy auténtica, pensó.

– ¿Qué hace un soltero, aparte de acostarse con todas las que se cruzan por su camino? -le preguntó Ralston -. ¿Te gusta vivir solo?

– Ni siquiera me interesa un compañero con el que compartir los gastos. Me gusta estar solo.

Serge fue el primero en levantarse y se volvió para buscar a la muchacha que se encontraba en la cocina fuera del alcance de la vista.

– Buenas noches, señor Rosales -gritó Ralston.

– Ándale, pues -gritó a su vez el señor Rosales sobre el fondo del estruendo de un disco de mariachi, demasiado alto, que alguien había puesto en el jukebox.

– ¿Ves mucho la televisión? -le preguntó Ralston cuando ya estuvieron acomodados en el coche -. Te hago preguntas acerca de la vida de soltero porque yo y mi mujer no nos llevamos muy bien actualmente y quién sabe lo que puede suceder.

– ¿No? -dijo Serge esperando que Ralston no empezara a aburrirle con el relato de sus problemas maritales tal como hacían tantos compañeros durante las largas horas de patrulla cuando la noche era tranquila por ser una noche floja, cuando la gente no había cobrado las pagas ni recibido los cheques de la beneficencia y no tenían dinero para beber -. Leo mucho, sobre todo novelas. Juego a balonmano tres o cuatro veces a la semana, por lo menos, en la academia. Voy al cine y miro un poco la televisión. Voy mucho a los partidos de los Dodger. No es toda la juerga que te imaginas. -Pero volvió a acordarse de Hollywood -. Por lo menos ya no. Esto también puede llegar a aburrir.

– Quizá lo averigüe yo por mi cuenta -dijo Ralston dirigiéndose hacia Hollenbeck Park.

Serge extrajo la linterna de debajo del asiento y la colocó a su lado sobre el asiento. Subió ligeramente el volumen de la radio con la esperanza de que ello disuadiera a Ralston de competir con ésta pero Serge temió verse obligado a escuchar una parrafada doméstica.

– Cuatro-Frank-Uno, listo -dijo Serge al micrófono.

– Es posible que puedas engatusar a la pequeña Dolores del Río y llevártela a casa si juegas bien las cartas -dijo Ralston mientras la locutora de Comunicaciones confirmaba la recepción del comunicado.

Ralston inició una lenta y desganada patrulla de vigilancia contra robos a domicilios en la zona Este del parque que había sido afectada seriamente por los robos en las semanas anteriores. Ya habían decidido que, pasada la medianoche, vigilarían las calles a pie porque ésta parecía ser la única manera eficaz de atrapar a los ladrones.

– Ya te he dicho que las jovencitas no me interesan -dijo Serge.

– A lo mejor tiene una prima o una tía gorda o algo parecido. Necesito un poco de acción. Mi mujer me ha cerrado las puertas. Podría dejarme crecer unos bigotes grandes como los de este actor que actúa en todas las películas mexicanas, ¿cómo se llama?

– Pedro Armendáriz -dijo Serge sin pensarlo.

– Sí, este sujeto. Creo que aparece en todos los anuncios de por aquí, él y Dolores.

– Ya eran grandes astros cuando yo era niño -dijo Serge contemplando el cielo sin nubes apenas velado por una ligera niebla.

– ¿Sí? ¿Ibas a ver películas mexicanas? Creía que no hablabas español.

– Entendía un poco cuando era pequeño -contestó Serge incorporándose en el asiento-. Cualquiera podía entender aquellas películas tan sencillas. Todo eran pistolas y guitarras.

Ralston se calló, la radio siguió resonando y él pudo tranquilizarse de nuevo. Se sorprendió pensando en la pequeña Paloma y se preguntó si resultaría tan satisfactoria como Elenita, la primera chica que tuvo, la morena hija de quince años de un bracero que ya tenía mucha experiencia cuando le sedujo a él, que también tenía por aquel entonces quince años. A partir de entonces, regresó a ella todos los viernes por la noche durante un año y unas veces le aceptaba pero otras se encontraba en compañía de otros chicos y él se marchaba para evitar discusiones. Elenita era la chica de todo el mundo pero a él le gustaba imaginarse que sólo era suya hasta que una tarde de junio corrió el rumor de que Elenita había sido expulsada de la escuela por estar embarazada. Varios chicos, la mayoría de ellos pertenecientes al equipo de fútbol, empezaron a hablar en asustados susurros.