– Me parece bien -dijo Gus girando y saliendo rápidamente hacia el aparcamiento del cine al aire libre donde Bonelli esperaba y Sal sonrió entre sus poblados bigotes al ver a la prostituta.
– Hola, nena, ¿qué tal van los clientes? -dijo Bonelli abriéndole la portezuela.
– Los clientes iban bien, señor Bonelli, hasta que me tropecé con éste -dijo la chica mirando a Gus con incredulidad -. Hubiera jurado que era un cliente. ¿De veras es un policía?
Gus le mostró a la prostituta la placa y regresó al coche.
– Parece demasiado apacible para ser un policía -dijo la prostituta tristemente mientras Gus salía a probar suerte de nuevo antes del largo trayecto a la prisión de Lincoln Heights.
Gus pasó dos veces frente a la manzana, después describió un arco más amplio y decidió finalmente pasar por La Brea en dirección a Venice donde había visto prostitutas las últimas noches, pero entonces vio tres Cadillacs aparcados el uno al lado del otro en el aparcamiento del motel. Reconoció a una prostituta de píe junto al Cadillac color púrpura hablando con Eddie Parsons y Big Dog Hanley y otro alcahuete negro que no reconoció. Gus recordó la vez que habían detenido a Big Dog justo cuando acababa de llegar a la División de Wilshire el año pasado y todavía trabajaba de uniforme en la patrulla. Habían mandado pararse a Big Dog por realizar un cambio imprudente de zona de tráfico y, mientras Gus escribía la nota, su compañero Drew Watson, un agresivo y perspicaz policía descubrió la culata plateada de un revólver 22 sobresaliendo de debajo del asiento. Lo sacó y detuvo a Big Dog entregándole a los investigadores quienes, siendo Big Dog un alcahuete con un historial de cinco páginas, decidieron arrestarle por hurto, quitarle el coche y retener como prueba el dinero que llevaba encima. Cuando contaron el dinero que ascendía a ochocientos dólares y le dijeron a Big Dog que se lo iban a retener, éste rompió a llorar rogando a los investigadores que no le retuvieran el dinero porque ya se lo habían hecho una vez y le llevaba meses volver a ganarlo y, además, el dinero era suyo, "por favor no me lo retengan". Le sorprendió a Gus comprobar que siendo Big Dog el más insolente y arrogante de todos los rufianes, estuviera allí suplicando el dinero y llorando. Entonces Gus comprendió que sin el dinero y el Cadillac no era nada y Big Dog lo sabía y comprendía que los demás rufianes y prostitutas lo sabían y él iba a perderlo todo. Todo se lo quitarían los rufianes con billetes que son los que infunden respeto.
Entonces Gus vio a una prostituta blanca en la esquina de Venice y La Brea. Aceleró pero ella ya había alcanzado un Cadillac rojo y estaba sola a punto de acomodarse en el asiento del conductor cuando Gus aminoró y se detuvo a su lado. Sonrió con su sonrisa cuidadosamente ensayada que hasta entonces no le había fallado.
– ¿Me buscas a mí, cariño? -le preguntó la chica y de cerca no le pareció tan bonita a pesar de que los ajustados pantalones plateados y el jersey negro le sentaban bien. Gus pudo ver incluso a la escasa luz que el ondulado cabello rubio era una peluca y que el maquillaje resultaba vulgar.
– Creo que eres la que estaba buscando -dijo Gus sonriendo.
– Adelántate un poco y aparca delante de mí -dijo la chica-. Después vuelve aquí y hablaremos.
Cus se acercó al bordillo y apagó los faros, deslizó la Smith & Wesson enfundada debajo del asiento, salió y se acercó al Cadillac por el lado del conductor.
– ¿Buscas un poco de acción, cariño? -le preguntó la chica con una sonrisa que a Gus se le antojó tan ensayada como la suya propia.
– Claro -le contestó él con su propia versión de una sonrisa.
– ¿Cuánto estás dispuesto a gastar? -le dijo ella, mimosa, extendiendo un dedo de larga uña y recorriéndole el torso con el mismo en busca de un arma, mientras él sonreía satisfecho por haberla dejado en su coche.
Pareció que la chica se conformaba al no encontrar un arma ni ninguna otra prueba de que fuera un policía y debió considerar inútil perder más el tiempo.
– ¿Qué te parece acostarte conmigo por diez dólares? -dijo.
– No escatimas las palabras -le dijo Gus extrayendo la placa que llevaba en el bolsillo posterior del pantalón -. Estás bajo arresto.
– Maldita sea -gimió la chica -. Acabo de salir de la cárcel, hombre. Por favor -se lamentó.
– Vamos -dijo Gus abriendo la portezuela del Cadillac.
– Muy bien, déjame coger el bolso-de contestó ella pero en su lugar giró la llave y sujetó fuertemente el volante mientras el Cadillac se ponía en marcha y Gus, sin saber por qué, saltaba al costado del coche y en pocos segundos se sorprendía agarrado al respaldo del asiento sin apoyarse en nada mientras el poderoso vehículo avanzaba velozmente por Venice. Extendió desesperadamente una mano para alcanzar las llaves pero ella le estrelló su pequeño puño contra la cara y él se echó hacia atrás notando en la boca sabor de sangre de la nariz. Advirtió que el taquímetro marcaba noventa y cinco y después rápidamente ciento diez mientras la parte inferior de su cuerpo era lanzada hacia atrás por la acometida del viento y él seguía agarrado al asiento al tiempo que la prostituta lanzando imprecaciones desviaba el Cadillac a tres pistas de tráfico distintas en un intento de provocarle una caída mortal y, por primera vez en su vida, él fue exactamente consciente de lo que estaba haciendo y rezó a Dios para que el cuerpo no le fallara y pudiera seguir agarrado -nada más -; le bastaba con poder seguir agarrado.
Había otros coches en Venice. Gus lo sabía por el resonar de cláxons y el rechinar de neumáticos pero mantenía los ojos cerrados y se agarraba fuertemente mientras ella le golpeaba las manos con el bolso y después con un zapato de alto tacón mientras el Cadillac se deslizaba y torcía el rumbo por el boulevard Venice. Gus trató de recordar alguna plegaria sencilla de su infancia porque sabía que se produciría un tremendo choque pero no pudo recordar ninguna plegaria y de repente advirtió una vuelta vertiginosa y supo que era el final y que sería lanzado al espacio como un proyectil pero después el coche se enderezó y siguió avanzando por Venice en dirección Oeste retrocediendo por el mismo camino y Gus pensó que si podía alcanzar el arma, si se atrevía a soltar una mano, se llevaría a la mujer consigo a la tumba pero después recordó que el arma la había dejado en su coche y pensó que si ahora podía agarrar el volante a ciento veinte por hora, podría hacer saltar el Cadillac, lo cual daría unos resultados tan buenos como un arma de fuego. Él lo deseaba, pero el cuerpo no le obedecía y le obligaba obstinadamente a permanecer agarrado al respaldo del asiento. Entonces la prostituta empezó a abrir la portezuela y la fuerza echaba los pies de Gus hacia atrás; pudo salirle la voz pero era un susurro y ella gritaba imprecaciones y había elevado al máximo el volumen de la grabadora y la música estereofónica del coche y el rugido del viento y los gritos de la prostituta eran ensordecedores mientras él le gritaba al oído:
– ¡Por favor, por favor, suélteme! ¡No la detendré si me suelta! ¡Aminore la marcha y déjeme saltar!
Ella le contestó girando implacablemente el volante a la derecha y diciéndole:
– Muérete, cochino hijo de perra.
Gus vio acercarse La Brea y el tráfico era moderado cuando ella pasó velozmente un semáforo rojo a ciento treinta y cinco por hora y Gus escuchó el inconfundible chirrido pero siguieron avanzando velozmente y comprendió que debía haber chocado otro coche en el cruce y después vio que todos los pasillos de tráfico estaban bloqueados al Este y al Oeste, justo al Oeste de La Brea mientras una corriente de autobombas avanzaba pesadamente en dirección Norte al llegar al siguiente cruce. La prostituta frenó y giró a la izquierda hacia una oscura calle residencial pero efectuó la vuelta demasiado cerrada y el Cadillac patinó, se enderezó y se ladeó a la izquierda yendo a parar a un césped tras llevarse por delante seis metros de cerca de estacas puntiagudas que cayó en ruidosos fragmentos sobre la capota del coche, rompiendo el parabrisas del Cadillac que siguió avanzando por céspedes y setos mientras la prostituta pisaba los ardientes frenos y los céspedes que cruzaban iban pareciendo cada vez más lentos y Gus supuso que el coche debía ir a unos cuarenta y cinco a la hora cuando se soltó y cayó sobre la hierba mientras el cuerpo se le enroscaba y giraba sin poder remediarlo y siguió girando hasta dar contra un coche aparcado; permaneció sentado unos momentos mientras la tierra parecía moverse arriba y abajo. Se levantó cuando empezaban a encenderse las luces de toda la manzana de casas y los perros del barrio ladraban como locos y el Cadillac ya casi se había perdido de vista.