Gus empezó a correr mientras la gente salía de las casas. Estaba casi en La Brea cuando comenzó a advertir dolor en la cadera y en el brazo y en otros muchos lugares y se preguntó por qué estaba corriendo pero, en aquel momento, le parecía lo único sensato. Por consiguiente siguió corriendo con rapidez creciente hasta que se encontró acomodado en su coche y conduciendo pero sus piernas, que habían corrido, no se estaban lo suficientemente quietas como para efectuar las maniobras de la conducción y tuvo que detenerse dos veces para frotarlas antes de llegar a la comisaría. Condujo el coche hasta la parte de atrás de la comisaría, entró por la puerta posterior y se dirigió al lavabo donde se examinó el rostro gris lleno de arañazos y magulladuras como consecuencia de los golpes recibidos. Cuando se hubo lavado la sangre, no tenía tan mal aspecto pero la rodilla izquierda estaba blanda y el sudor frío se le secó en el pecho y la espalda. Entonces advirtió un olor horrible y el estómago se le revolvió al comprender de qué se trataba y corrió al armario en el que guardaba una americana de sport y unos pantalones para el caso de que se estropeara las ropas en acto de servicio o bien para el de que una determinada misión le exigiera vestir con más elegancia. Volvió sigilosamente al lavabo y se limpió las piernas y posaderas sollozando entrecortadamente de vergüenza, temor y alivio.
Tras haberse lavado, se puso los pantalones limpios e hizo una pelota con los pantalones y la ropa interior sucia y echó el apestoso bulto en el cubo de desperdicios de la parte posterior de la comisaría. Regresó al coche y se dirigió al restaurante al aire libre donde sabía que Bonelli estaría nervioso porque hacía casi una hora que él se había marchado y todavía no estaba seguro de que pudiera contar la mentira mientras se dirigía a la parte posterior del restaurante. Encontró a Bonelli con dos coches radio que habían iniciado la búsqueda de Gus. Contó la mentira que se había inventado durante el trayecto hacia el restaurante mientras las lágrimas casi le sofocaban. Tenía que mentir porque si se enteraban de que tenían a un policía tan estúpido como para saltar al costado de un coche, le echarían del equipo e inmediatamente, además, porque un oficial así todavía necesitaba madurar -tal vez precisara incluso de un psiquiatra-. Les contó por tanto una artificiosa mentira acerca de una prostituta que le había golpeado la cara con un zapato y que se había arrojado de su coche por lo que él la había estado persiguiendo a pie por unas callejas durante más de media hora hasta que, al final, la había perdido. Bonelli le había dicho que era peligroso apearse solo del coche pero estaba tan contento de ver a Gus que ni siquiera le hizo esta observación y no advirtió el cambio de ropa mientras ambos se dirigían juntos a la Prisión Principal. Varias veces pensó Gus que iba a venirse abajo y que rompería a llorar porque en dos ocasiones consecutivas tuvo que reprimir un sollozo. Pero no se vino abajo y al cabo de cosa de una hora las piernas y las manos habían dejado de temblarle por completo. Sin embargo, no podía comer y cuando se detuvieron más tarde para tomarse una hamburguesa, la contemplación de la comida casi le puso enfermo.
– Tienes un aspecto espantoso -le dijo Bonelli tras haber comido y cuando ya se encontraban en el boulevard Wilshire.
Gus miraba las calles y la gente y los coches a través de la ventanilla pero no se sentía aliviado por encontrarse todavía con vida sino profundamente deprimido. Pensó por unos momentos que ojalá el coche hubiera volcado durante aquel instante espantoso en que ella se había deslizado y él sabía que iban a ciento treinta y cinco.
– Creo que esta lucha con la prostituta ha sido demasiado para mí -dijo Gus.
– ¿Hasta dónde dices que has estado persiguiendo a esta prostituta? -le preguntó Bonelli con una mirada de incredulidad.
– Varias manzanas, creo. ¿Por qué?
– Me consta que corres como un puma. ¿Cómo es posible que no la alcanzaras?
– Bueno, la verdad es que me ha dado un puntapié en las partes, Sal. Me daba vergüenza decírtelo. Me he quedado tendido en la calle veinte minutos.
– Entonces, ¿por qué demonios no lo has dicho? No me extraña que tengas esta cara. Voy a llevarte a casa.
– No, no, no quiero ir a casa -dijo Gus y pensó que analizaría más tarde por qué prefería trabajar incluso en estos momentos en que desesperaba de todo.
– Como quieras, pero mañana repasarás el registro de prostitutas hasta que encuentres a esta perra. Vamos a conseguir una orden de prisión por agresión a un oficial de la policía.
– Ya te he dicho que era nueva, Sal. Yo no la había visto nunca.
– La encontraremos -dijo Bonelli conformándose con la explicación que Gus le había facilitado.
Gus se reclinó en su asiento y se preguntó de dónde iba a sacar el dinero para su madre porque tenía que pagar el plazo de los muebles, pero después decidió no preocuparse por ello porque el pensar en su madre y en John siempre le producía como una especie de tensión en el estómago y lo de esta noche ya había sido suficiente.
A las once en punto le dijo Saclass="underline"
– Creo que es mejor que vayamos a ver al jefe, ¿te parece?
– Muy bien -murmuró Gus sin darse cuenta de que había estado dormitando.
– ¿Seguro que no quieres irte a casa?
– Estoy bien.
Encontraron a Anderson en el restaurante con aspecto agriado e impaciente mientras se tomaba una taza de cremoso café y martilleaba la mesa con una cucharilla de té.
– Llegáis tarde -les murmuró cuando se sentaron.
– Sí -contestó Bonelli.
– He tomado un reservado para que nadie nos oiga -dijo Anderson acariciándose el ralo bigote con el mango de la cucharilla de té.
– Sí, todas las precauciones son pocas en este trabajo -dijo Bonelli y Anderson le miró penetrantemente los inexpresivos ojos castaños buscando un asomo de ironía.
– Los demás no vendrán. Hunter y su compañero han detenido a un par de prostitutas y los demás han sorprendido un juego.
– ¿Dados?
– Cartas -dijo Anderson y Gus se molestó como siempre le sucedía cuando Anderson se refería a Hunter y asu compañero o a los demás siendo así que sólo eran ocho en total y ya debiera conocer los nombres de todos ellos.
– ¿Trabajaremos el bar nosotros tres? -preguntó Bonelli.
– Tú no. A ti te conocen, por consiguiente te quedarás fuera. He reservado un buen lugar de vigilancia al otro lado de la calle en el aparcamiento de un edificio de apartamentos. Estarás allí cuando saquemos a algún detenido o, en caso de que nos inviten a beber al apartamento después de cerrar, tal como espero, es posible que tomemos un trago y nos marchemos en busca de refuerzos.
– No te olvides de verter la bebida en la bolsa de goma -dijo Sal.
– Desde luego -contestó Anderson.
– Sobre todoesta goma. No le viertas demasiado líquido dentro.
– ¿Por qué?
– La usé anoche con mi amiga Bertha. Ya no está por estrenar.
Anderson miró a Bonelli unos momentos y se echó a reír afectadamente.
– Cree que estoy bromeando -le dijo Bonelli a Gus.