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– Menudo bromista -dijo Anderson -. Vamos. Estoy deseando hacer un poco de trabajo de policía.

Bonelli se encogió de hombros mirando a Gus mientras acompañaban a Anderson hasta su coche acomodándose en los asientos de atrás. Se detuvieron a una manzana de distancia de La Bodega y decidieron que Anderson y Gus entrarían por separado con un intervalo de cinco minutos. Podían encontrar una excusa para sentarse juntos una vez dentro pero iban a comportarse como desconocidos.

Una vez dentro, a Gus dejaron de interesarle las detenciones, el trabajo de policía o cualquier otra cosa y se concentró en el vaso que le sirvieron tras haberse acomodado en el asiento tapizado de cuero. Se bebió dos whiskys con soda y pidió un tercero pero el calor tranquilizador ya empezó a advertirlo antes de haberse terminado el segundo y se preguntó si aquélla sería la sensación que conducía al alcoholismo. Supuso que sí siendo éste uno de los motivos por los que raras veces bebía, aunque ello se debía principalmente a que no le gustaba el sabor exceptuando el del whisky con soda que podía soportar. Esta noche le apetecía y empezó a seguir con la mano el ritmo del estruendoso jukebox y, por primera vez, miró a su alrededor. Había un ruidoso y numeroso público para ser una noche de día laborable. La barra estaba abarrotada al igual que los reservados y las mesas estaban casi todas ocupadas. Al terminarse el tercer trago, vio al sargento Anderson sentado solo en una pequeña mesa redonda, sorbiendo un cóctel y mirando fijamente a Gus antes de levantarse y dirigirse hacia el jukebox.

Gus le siguió y se buscó en los bolsillos un cuarto de dólar mientras se acercaba a la reluciente máquina que arrojaba luz verde y azul contra el serio rostro de Anderson.

– Mucha gente -dijo Gus fingiendo recoger una lista.

Gus advirtió que la boca se le estaba entumeciendo, que tenía la cabeza aturdida y que la música le aceleraba los latidos del corazón. Se terminó el trago que llevaba en la mano.

– Mejor que no abuses de la bebida -le susurró Anderson-. Tendrás que estar sereno si queremos trabajar este sitio.

Anderson pulsó el botón de una selección y fingió estar buscando otra.

– Se trabaja mejor si pareces un borracho como los demás -dijo Gus sorprendiéndose ante sus propias palabras porque jamás contradecía a los sargentos, y menos que nadie a Anderson, a quien temía.

– Haz que te dure el trago -le dijo Anderson -. Pero no exageres tampoco en este sentido, de lo contrario sospecharán que eres de la secreta.

– Muy bien -dijo Gus -. ¿Nos sentamos juntos?

– Todavía no -dijo Anderson -. Hay dos mujeres en la mesa justo frente a la mía. Creo que son prostitutas pero no estoy seguro. No estaría de más obtener un ofrecimiento de prostitución. Si lo consiguiéramos, podríamos tratar de servirnos de ellas para pasar a beber al piso de arriba.

Y podríamos detenerlas cuando detuviéramos al propietario.

– Buen plan -dijo Gus eructando débilmente.

– Y no hables tan alto.

– Perdón -dijo Gus volviendo a eructar…

– Vuelve a la barra y mírame. Si no se me da bien con las mujeres, tú te acercas a su mesa y lo intentas. Si lo consigues, yo volveré a acercarme.

– Ahora vuelve a tu mesa -le susurró Anderson-. Ya llevamos demasiado rato de pie.

– Muy bien -dijo Gus y Anderson pulsó el botón del último disco y el zumbido de voces de la barra amenazó con ahogar la música del jukebox hasta que a Gus le pareció como si se le reventaran los oídos y comprendió que buena parte del zumbido procedía de su propia cabeza y pensó en el Cadillac avanzando velozmente, tuvo miedo, y lo apartó de su imaginación.

– ¿No pongo un disco? Para eso he venido -dijo Gus señalando la reluciente máquina.

– Ah, bueno -dijo Anderson-. Pon algo primero.

– De acuerdo -dijo Gus volviendo a eructar.

– Cuidado con la bebida -le dijo Anderson mientras se alejaba hacia su mesa.

Gus comprobó que las etiquetas de los discos estaban borrosas y que no se podían leer por lo que pulsó los tres primeros botones de la máquina. Le gustaba el rock que estaba sonando y empezó a chasquear los dedos y a mover los hombros, regresó a la barra y pidió otro whisky con soda que se bebió furtivamente en la esperanza de que Anderson no le viera. Después pidió otro y se abrió paso entre la gente hacia las dos mujeres de la mesa que realmente parecían prostitutas, pensó.

La más joven de las dos, una morena ligeramente gruesa vestida con un ajustado traje dorado le sonrió a Gus inmediatamente al verle de pie ante su mesa siguiendo con el pie el ritmo de la música. Sorbió un trago y Ies dirigió a ambas una mirada lasciva a la que sabía que ellas responderían, y miró a Anderson que le observaba ceñudo y casi estuvo a punto de echarse a reír porque hacía meses que no estaba tan contento y sabía que se estaba emborrachando. Pero, en realidad, la sensibilidad se le había agudizado, pensó, y veía las cosas con perspectiva y le gustaba. Dejó de mirar a la más joven y empezó a estudiar a la gorda rubia platino que debía tener más de cincuenta y cinco años y la gorda le miró a través de sus alcohólicos ojos azules; Gus supuso que no debía ser una auténtica prostituta profesional, que debía estar acompañando a la mas joven por si se presentaba alguna ocasión, pero ¿quién demonios pagaría dinero por aquella bruja?

– ¿Solo? -preguntó la mayor, mientras Gus advertía que su euforia iba en aumento y saltaba y se contorsionaba al ritmo de la música que ahora se había convertido en una baraúnda de tambores y guitarras eléctricas.

– Nadie está solo mientras haya música y bebida y amor -dijo Gus brindando por las dos con el whisky con soda al tiempo que ingería un trago y pensaba en lo elocuente que le había salido la frase y en que ojalá pudiera recordarla más tarde.

– Bueno, pues siéntate y cuéntame más cosas, encanto -le dijo la rubia señalándole una silla vacía.

– ¿Os puedo invitar a un trago, chicas? -preguntó Gus apoyando ambos codos en la mesa y pensando que la más joven no estaba del todo mal, prescindiendo de su fea nariz que la tenía torcida a un lado y de sus pobladas cejas que empezaban y no acababan, pero tenía un pecho enorme y él se lo miró con descaro y después la miro a ella maliciosamente, llamando con un chasquido de dedos a la camarera que le estaba sirviendo a Anderson otro trago.

Las dos mujeres pidieron manhattans y él pidió otro whisky con soda observando que Anderson tenía un aspecto más enojado que de costumbre. Anderson se terminó dos tragos mientras la rubia gorda contaba un largo chiste obsceno acerca de un pequeño judío y un camello de ojos azules y Gus se desternillaba de risa a pesar de no haber entendido el significado; al calmarse Gus, la rubia dijo:

– Ni siquiera nos hemos presentado. Yo me llamo Fluffy Largo. Ésta es Poppy La Farge.

– Yo me llamo Lance Jeffrey Savage -dijo Gus levantándose temblorosamente ante las dos mujeres que se reían.

– ¿No es un encanto? -le dijo Fluffy a Poppy.

– ¿Dónde trabajas, Lance? -le preguntó Poppy al tiempo que apoyaba una mano en su antebrazo y dejaba al descubierto dos centímetros más de la hendidura del pecho al inclinarse hacia adelante.

– Trabajo en una fábrica de melones -dijo Gus mirando fijamente el pecho de Poppy-. Quiero decir en una fábrica de trajes de confección -añadió levantando los ojos para ver si las mujeres le habían entendido.

– Melones -dijo Fluffy y soltó una estridente carcajada que terminó en un resoplido.

Estupendo, pensó Gus. Era francamente estupendo. Y se preguntó cómo era posible que se le ocurrieran unas cosas tan espectacularmente chistosas esta noche, y después miró a Anderson que estaba pagando otro trago y les dijo a las mujeres:

– ¿Veis a aquel individuo de allí?

– Sí, el bastardo ha querido venir hace un momento -dijo Fluffy rascándose el abultado vientre y levantándose la tira del sujetador que se le había caído desde el hombro al rosado y fofo bíceps.