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– Saquen el coche de aquí inmediatamente -dijo Roy y jamás pudo olvidar la sonrisa estúpida y la mirada de evidente despreocupación del pequeño hombre pecoso que le apuntó con una escopeta. Después la llama roja y amarilla estalló contra su cuerpo y el cayó de espaldas contra la acera. Cayó del bordillo a la cuneta y se quedó tendido de lado llorando porque no podía levantarse y tenía que levantarse, porque veía los viscosos y húmedos intestinos a la luz de la luna sobresaliéndole del bajo vientre en un montón. Empezaron a tocar el suelo de la calle y Roy se esforzó por dar la vuelta. Escuchó pasos y un hombre dijo:

– ¡Maldita sea, Harry, entra!

Y otra voz de hombre dijo:

– ¡Ni siquiera sabrá que estaban aquí fuera! Después el coche se puso en marcha y rugió por la acera y bajó el bordillo, pareciéndole a Roy como pasos que se alejaban. Escuchó a Rolfe gritar:

– ¡Alto! ¡Alto!

Escuchó cuatro o cinco disparos y chirrido de neumáticos. Después recordó que los intestinos los tenía sobre el suelo y se llenó de horror porque estaban allí en la calle tan inmunda ensuciándose, y empezó a llorar. Se movió un poco para tenderse de espaldas porque si podía conseguir recogerlos e introducírselos dentro de nuevo y sacudirles la suciedad sabía que se encontraría bien porque ahora estaban tan sucios. Pero no pudo levantarlos. El brazo izquierdo no podía moverlo y le dolía mucho intentar extender hacia el burbujeante agujero el brazo derecho, por lo que empezó a llorar de nuevo pensando: "Si por lo menos lloviera. Por qué no puede llover en agosto"; y, de repente, mientras lloraba, le ensordeció el rumor de truenos y vio brillar los relámpagos y la lluvia empezó a caerle encima. Dio gracias a Dios y empezó a llorar lágrimas de alegría porque la lluvia estaba limpiando toda la suciedad del montón de entrañas que le colgaban hacia afuera. Las vio brillar rojas y húmedas bajo la lluvia, limpias y rojas porque la suciedad ya no estaba y seguía llorando todavía de felicidad cuando Rolfe se inclinó sobre él. Había allí otros policías pero ninguno de ellos estaba mojado de lluvia. No podía entenderlo.

Roy no hubiera podido decir cuánto tiempo estuvo en la sección de la policía del Central Receiving Hospital. No hubiera podido decir, en este momento, si habían sido días o semanas. Siempre lo mismo: persianas bajadas, el zumbido del acondicionador de aire, las pisadas amortiguadas de pies con zapatos de sucia blanda, susurros, agujas y tubos que le insertaban y extraían interminablemente, pero ahora suponía que tal vez hubieran pasado tres semanas.

No se lo quería preguntar a Tony que estaba sentado allí leyendo una revista a la escasa luz nocturna con una sonrisa en su rostro afeminado.

– Tony -dijo Roy y el pequeño enfermero dejó la revista sobre la mesa y se acercó a la cama.

– Hola, Roy -dijo Tony sonriendo-. ¿Ya te has despertado?

– ¿Cuánto hace que dormía?

– No mucho, dos o tres horas quizás -dijo Tony -. Estabas inquieto esta noche. Decidí sentarme aquí porque supuse que te despertarías.

– Esta noche me duele -dijo Roy bajándose el cobertor para mirar el agujero cubierto con gasa fina. Ya no burbujeaba ni le daba asco pero no podían suturárselo por su tamaño y tenía que sanar solo. Ya había empezado a encogerse un poco.

– Esta noche tiene buen aspecto, Roy -dijo Tony sonriendo-. Muy pronto basta de inyecciones, comerás comida normal.

– Me duele espantosamente.

– El doctor Zelko dice que te estás recuperando maravillosamente, Roy. Apuesto a que podrás salir de aquí dentro de dos meses. Y podrás empezar a trabajar dentro de seis. En misiones más fáciles, claro. Quizás puedas hacer un poco de trabajo de oficina.

– Esta noche necesito algo contra el dolor.

– No puedo. Tengo órdenes estrictas. El doctor Zelko dice que te damos demasiadas inyecciones.

– ¡Que se vaya al diablo el doctor Zelko! Necesito algo. ¿Sabes lo qson las adherencias? Que los malditos intestinos se ponen tensos y se pegan unos a otros como con cola. ¿Sabes lo que es eso?

– Vamos, vamos -dijo Tony secando la frente de Roy con una toalla.

– Mira cómo tengo la pierna de hinchada. Tengo un nervio dañado. Pregúntale al doctor Zclko. Necesito algo. Este nervio me produce unos dolores terribles.

– Lo siento, Roy -dijo Tony dibujándose en su pequeña y suave cara una mueca de preocupación-. Ojalá pudiera hacer algo por ti. Eres nuestro paciente número uno…

– ¡Vete a paseo! -dijo Roy y Tony regresó a su silla, se sentó y reanudó la lectura.

Roy contempló los agujeros del techo acústico y empezó a contar hileras pero pronto se cansó. Cuando el dolor era muy grande y no le querían suministrar medicamentos, a veces pensaba en Becky y eso le aliviaba un poco. Creía que Dorothy había venido aquí una vez con Becky pero no estaba seguro. Iba a preguntárselo a Tony pero Tony era el enfermero de noche y no podía saber si ellas le habían visitado. Su padre y su madre habían estado varias veces y Cari había venido por lo menos una vez al principio. Una tarde había abierto los ojos y había visto a Cari y a sus padres y la herida empezó a dolerle de nuevo y sus gritos de dolor les obligaron a marcharse y le trajeron la inyección indescriptiblemente deliciosa que era lo único para lo que ahora vivía. Habían venido algunos policías pero no podía recordar quiénes. Creía que recordaba a Rolfe y al capitán James y creía que había visto a Whitey Duncan una vez a través de una sábana de fuego. Ahora estaba empezando a asustarse porque el estómago se le estaba contrayendo como un doloroso puño como si no le perteneciera a él y actuara por su cuenta desafiando las oleadas de cólera que le estaban castigando.

– ¿Qué parezco? -preguntó Roy de repente.

– ¿Cómo dices, Roy? -dijo Tony poniéndose inmediatamente de pie.

– Dame un espejo. Aprisa.

– ¿Para qué, Roy? -dijo Tony sonriendo y abriendo el cajón de la mesa que se encontraba en un rincón del cuarto particular.

– ¿Has tenido alguna vez un dolor de estómago francamente fuerte? -preguntó Roy-. ¿De los que te dejan hecho polvo?

– Sí -dijo Tony acercándose a la cama de Roy con un espejo pequeño.

– Pues no es nada. Nada, ¿comprendes?

– No puedo darte nada -dijo Tony sosteniendo el espejo para que Roy se mirara.

– ¿Quién es ése -dijo Roy y el terror se apoderó de él y le recorrió el cuerpo al contemplar el delgado rostro gris con los ojos rodeados de sombras y los miles de grasientas gotas de sudor que cubrían el rostro que le miraba horrorizado.

– Ahora no tienes mal aspecto, Roy. Pensábamos que íbamos a perderte. Ahora ya sabemos que te recuperarás.

– Necesito un medicamento, Tony. Te daré veinte dólares. Cincuenta. Te daré cincuenta dólares.

– Por favor, Roy -dijo Tony regresando a la silla.

– Si tuviera el revólver -sollozó Roy.

– No hables así, Roy.

– Me saltaría la tapa de los sesos. Pero primero te mataría a ti, pequeño afeminado.

– Eres cruel. Y no tengo por qué soportar tus insultos. He hecho por ti todo lo que he podido. Todos hemos hecho lo que hemos podido. Hemos hecho todo lo posible por salvarte.

– Siento haberte llamado eso. Tú no puedes evitar ser un homosexual. Perdona. Por favor, dame algún medicamento. Te daré cien dólares.

– Me marcho. Toca el timbre si me necesitas.

– No te vayas. Tengo miedo de quedarme solo. Quédate. Perdona, por favor.

– Muy bien. No te preocupes -murmuró Tony sentándose.

– El doctor Zelko tiene unos ojos terribles.

– ¿Qué quieres decir? -dijo Tony suspirando y dejando la revista.

– Apenas tiene iris. Dos pequeñas bolas negras redondas como dos perdigones grandes. No puedo soportar sus ojos.

– ¿Te hirieron con esta clase de perdigones, Roy?

– No, me estaría pudriendo ahora mismo en un ataúd si hubieran sido perdigones grandes. Eran del siete, para cazar pájaros. ¿Has ido alguna vez de caza?