– No.
– Me disparó desde menos de sesenta centímetros. En parte me dio en el Sam Browne pero el resto lo recibí yo. Era un hombre con cara de imbécil. Por eso no extraje el revólver. Tenía tanta cara de imbécil que no podía creerlo. Y era un hombre blanco. Y aquella escopeta parecía también tan imbécil y monstruosa que tampoco podía creerlo. Quizás si hubiera sido un hombre normal con un arma de fuego normal, yo hubiera podido extraer el arma, pero la dejé al costado y aquel hombre parecía tan estúpido cuando disparó.
– No quiero escucharte. Deja de hablar de eso, Roy.
– Tú me lo has preguntado. Me has preguntado por el perdigón, ¿no es verdad?
– Siento haberlo hecho. Es mejor que me marche un rato y tú quizás puedas dormir.
– ¡Adelante! -dijo Roy sollozando-. Ya podéis dejarme todos. Pero mira lo que me habéis hecho. Mírame el cuerpo. Me habéis convertido en un monstruo, bastardos. Tengo un gran agujero abierto en el vientre y me habéis puesto otro dentro y ahora puedo despertarme con un montón de mierda en el pecho.
– Tenían que hacerte una colostomía, Roy.
– ¿Sí? ¿Qué dirías si tuvieras un boquete en el estómago? ¿Qué te parecería si te despertaras y te encontraras con un montón de mierda en el pecho?
– Yo te lo limpio siempre en seguida en cuanto lo veo. Ahora procura…
– Sí -gritó él llorando abiertamente -, me habéis convertido en un monstruo. Tengo un maldito amasijo de sangre y un agujero delante y los tengo en el estómago y no me queda más remedio que verlos. Soy un monstruo asqueroso.
Después Roy lloró y el dolor se intensificó pero él siguió llorando y el dolor le obligó a llorar más y más hasta que jadeó y procuró detenerse con el fin de poder controlar el inexorable dolor que él rezaba para que le matara inmediatamente en una enorme bola de fuego roja y amarilla.
Tony le secó la cara e iba a hablar cuando los sollozos de Roy cedieron y éste dijo jadeante:
– Yo… tengo que… volverme. Así no puedo aguantarlo. Por favor, ayúdame. Ayúdame a volverme boca abajo un rato.
– Pues claro, Roy -dijo Tony amablemente, incorporándole un poco, bajando el somier de la cama y quitándole la almohada mientras Roy descansaba sobre la ardiente y palpitante herida y sollozaba espasmódicamente al tiempo que se sonaba la nariz con el pañuelo de celulosa que Tony le había dado.
Roy permaneció tendido en esta posición como unos cinco minutos pero no pudo soportarlo y se volvió; Tony había salido al corredor. Pensó que se fuera todo al infierno; si se volvía y el esfuerzo le mataba, tanto mejor. Se incorporó apoyándose en un codo advirtiendo que el sudor le bajaba por el pecho y después giró todo lo más rápido que pudo y volvió a tenderse de espaldas. Notó que el sudor le recorría todo el cuerpo. Notó también otra cosa y arrancó el esparadrapo, se miró la herida y lanzó un grito.
– ¿Qué pasa? -dijo Tony entrando rápidamente en la habitación.
– ¡Mira! -dijo Roy contemplando una fibrosa masa sanguinolenta que sobresalía de la herida.
– ¿Pero qué es eso? -dijo Tony mirando hacia el pasillo y volviendo a mirar a Roy con asombro en los ojos.
Roy se miró la herida y después miró a Tony y al ver la preocupación reflejada en la menuda cara del enfermero se echó a reír.
– Voy a por un médico, Roy -dijo Tony.
– Espera un momento -dijo riéndose con más fuerza -. No necesito ningún médico. Qué divertido -dijo jadeando y dejó de reírse al ser presa de otro espasmo que no pudo, sin embargo, destruir por completo su acceso de humor-. ¿Sabes lo que es eso, Tony? ¡Es el maldito taco!
– ¿El qué?
– ¡El taco de la cápsula del cartucho de la escopeta! Al final, ha conseguido salir. Mira de cerca. Hasta hay trocitos de munición. Dos trocitos de munición. Es divertido. Anda a anunciar al equipo que se ha producido un feliz acontecimiento en la sección de la policía. Diles que el monstruo del doctor Zelko ha hecho un esfuerzo y ha dado a luz a un montón de taco sanguinolento de cien gramos. ¡Y que tiene los ojos como el doctor Zelko! Es divertido.
– Llamaré a un médico, Roy. Lo limpiaremos.
– ¡No me quites a mi niño, maldito afeminado! Una vez vi a una negra intentar comerse a su niño cuando yo quise hacérselo. Es demasiado divertido -dijo Roy jadeando y secándose las lágrimas.
AGOSTO DE 1964
16 El santo
Serge se estiró y bostezó, después colocó los píes sobre el escritorio del vacío despacho de la sección juvenil de la comisaría de Hollenbeck. Se puso a fumar y se preguntó cuándo iba a regresar su compañero Stan Blackburn. Stan le había pedido a Serge que le esperara en el despacho mientras él se encargaba de un "asunto personal", que Serge sabía se trataba de una mujer cuya sentencia final de divorcio todavía no se había pronunciado y con tres hijos lo suficientemente mayores como para darle un disgusto cuando el romance terminara. Cuando un caso de adulterio llegaba a conocimiento del Departamento, lo menos con que podía castigarse a un oficial era con la suspensión por conducta impropia. Serge se preguntó si andaría tonteando con mujeres si contrajera matrimonio.
Serge había aceptado el puesto de oficial de la sección juvenil tras haberle asegurado que no sería trasladado a la comisaría de la calle Georgia sino que podría permanecer aquí en Hollenbeck y trabajar en el turno de noche de los coches J. Pensó que los antecedentes de la juvenil causarían buen efecto en su historial cuando tuviera que ascender a puestos superiores. Pero antes tendría que superar el examen escrito y era muy poco probable que pudiera conseguirlo porque no se imaginaba a sí mismo sometido a un rígido programa de estudios. No había conseguido estudiar ni siquiera en la universidad y sonrió al recordar la ambición de años antes que le había hecho esperar poder trabajar para alcanzar el título y avanzar rápidamente en su profesión. Tras varios comienzos en falso, había escogido administración como asignatura principal en la Universidad del Estado de California y sólo había conseguido pasar treinta y tres exámenes parciales.
Pero le gustaba trabajar en Hollenbeck y ganaba dinero más que suficiente para mantenerse. Había elaborado un programa extraordinario de ahorros y se imaginaba que podría llegar tal vez a sargento investigador aquí en Hollenbeck. Sería suficiente, pensó. Al cabo de veinte años de servicio, tendría cuarenta y tres años y podría percibir el cuarenta por ciento del sueldo durante toda la vida, que ciertamente no pasaría aquí en Los Ángeles ni tampoco cerca de Los Ángeles. Pensó en San Diego. Allí era bonito, pero no en la misma ciudad, en la periferia quizás. Sabía que en sus planes tendrían que entrar una mujer y unos hijos. No podía evitarse indefinidamente. Y era cierto que cada vez se sentía más inquieto y sentimental. Las historias hogareñas y domésticas que presentaba la televisión estaban empezando a interesarle ligeramente.
Se había estado viendo con mucha frecuencia con Paula. Ninguna muchacha le había llegado a interesar tanto jamás. No era hermosa pero resultaba atractiva y sus claros ojos grises eran lo que más llamaba la atención en ella a no ser que vistiera prendas muy ajustadas en cuyo caso resultaba extremadamente interesante. Sabía que ella estaría dispuesta a casarse con él. Le había insinuado con mucha frecuencia que deseaba tener familia. Él le había dicho que, siendo así, cuanto antes empezara mejor y ella le había preguntado si le gustaría engendrarle un par de hijos. Al decirle éclass="underline" "Con mucho gusto", ella le había respondido que tenían que ser legítimos.
Paula tenía otras cualidades. Su padre, el doctor Thomas Adams, era un prestigioso dentista de Alhambra y probablemente entregaría parte de sus haberes a un afortunado yerno, dado que Paula era su única hija y extraordinariamente consentida. Paula había alquilado el apartamento número doce de su misma casa previamente ocupado por una mecanógrafa llamada Maureen Ball y Serge apenas había advertido el cambio de mujeres porque inmediatamente empezó a verse con Paula sin solución de continuidad. Sabía que cualquier noche, tras una buena cena y bastantes martinis, pasaría probablemente por la formalidad de pedirla en matrimonio y decirle que informara a la familia para que ésta preparara la ceremonia de boda porque, qué diablos, no podía seguir sin rumbo indefinidamente.