A las ocho y media el sol se había puesto y ya hacía el fresco suficiente como para salir a dar una vuelta por Hollenbeck. Serge estaba deseando que regresara Stan Blackburn y estaba indeciso entre reanudar la lectura del tratado sobre la constitución de California de la clase de verano, en la que ahora pensaba que ojalá no se hubiera matriculado, o bien leer una novela que se había traído al trabajo porque sabía que tendría que estar aguardando en el despacho varias horas.
Blackburn entró silbando justo en el momento en que Serge se había decidido por la novela en contra de la constitución de California, Blackburn sonreía con sonrisa boba lo cual demostraba claramente el carácter del asunto personal que le había retenido.
– Será mejor que te limpies el carmín de labios de la pechera de la camisa -dijo Serge.
– No sé cómo habrá ido a parar aquí -dijo Blackburn guiñando el ojo satisfecho ante aquella prueba de su conquista.
Serge la había visto una vez cuando Blackburn había aparcado en la calleja contigua a su casa y había entrado en la misma un momento. Serge no se hubiera molestado or ella incluso sin los peligros de un marido apartado y e unos hijos que pudieran informar a papá.
Blackburn se pasó el peine por el ralo cabello gris, se arregló la corbata y se frotó la mancha de carmín de la camisa blanca.
– ¿Dispuesto a trabajar? -le preguntó Serge bajando los pies del escritorio.
– No sé. Estoy como cansado -dijo Blackburn riéndose.
– Vamos, Casanova -dijo Serge sacudiendo la cabeza -. Creo que será mejor que conduzca yo para que tú puedas descansar y recuperarte.
Serge decidió dirigirse a Soto en dirección Sur y a la nueva carretera de Pomona en dirección Este. Algunas veces, a última hora de la tarde, no hacía demasiado calor y a él le gustaba contemplar a los obreros afanarse en la construcción de un enorme conjunto de acero y hormigón, de aspecto extraño ahora que estaba por terminar, y que iba a ser obstruido inmediatamente por los coches una hora después de su inauguración. Una de las cosas que había logrado la carretera era destruir a Los Gavilanes. La doctrina del dominio eminente había conseguido destruir una banda allí donde habían fracasado la policía, el departamento de libertad condicional y los tribunales de menores. Los Gavilanes se habían disgregado al adquirir el estado la propiedad y cuando sus padres se diseminaron por toda la zona Este de Los Ángeles.
Serge decidió conducir por los paseos de cemento del parque de Hollenbeck en busca de actividad de bandas juveniles. Hacía una semana que no practicaban ninguna detención, sobre todo por culpa de los prolongados encuentros románticos de Blackburn, y Serge esperaba poder descubrir algo esta noche. Le gustaba hacer el trabajo suficiente como para no tener constantemente encima al sargento si bien nadie les había reprochado la deficiente actuación de aquella semana.
Mientras Serge se dirigía hacia el cobertizo para botes, una figura desapareció entre los arbustos y se escuchó un sonido hueco como si alguien hubiera dejado caer apresuradamente una botella o la hubiera roto de un golpe:
– ¿Has visto quien era? -preguntó Serge mientras Blackburn recorría perezosamente los arbustos con la linterna.
– Parecía uno de los Pee Wees. Bimbo Zaragoza, creo.
– Estaría bebiendo un poco de vino, supongo.
– Sí, aunque no suele tenerlo por costumbre.
– Cualquier puerto sirve cuando hay tormenta.
– Un puerto. Tiene gracia.
– ¿Te parece que le esperemos abajo y le pillemos?
– No, ahora ya habrá cruzado el lago.
Blackburn se reclinó en su asiento y cerró los ojos.
– Será mejor que hoy practiquemos alguna detención -dijo Serge.
– No te preocupes -dijo Blackburn sin abrir los ojos al tiempo que quitaba el envoltorio de dos chicles y se los introducía en la boca.
Al salir del parque a la calle Boyle, Serge observó la presencia de otros dos Pee Wees pero Bimbo no estaba con ellos. En el más bajo reconoció a Mario Vega, del nombre del otro no podía acordarse.
– ¿Quién es el más alto? -preguntó.
Blackburn abrió un ojo e iluminó con la linterna a los dos muchachos que sonrieron y echaron a andar hacia el boulevard Whittier.
– Le llaman el Hombre Mono pero no recuerdo su verdadero nombre.
Al pasar junto a los muchachos, Serge hizo una mueca despectiva ante los andares exagerados del hombre mono: puntas de los pies separadas, talones juntos, los brazos oscilando, ésta era la marca de fábrica de los componentes de las bandas. Esto y el curioso y deliberado ritual de mascar imaginarios chicles. Uno lucía téjanos, el otro pantalones color kaki con los bajos cortados en tiras sobre los relucientes zapatos negros. Ambos llevaban camisas Pendleton con los puños abrochados para disimular los pinchazos de inyección que, caso de ser detenidos, haría que fueran acusados de adictos. Y ambos lucían gorros azul marino tal como los que se usan en los campamentos reformatorios juveniles, lo cual demostraba que habían sido huéspedes de los mismos, tanto si habían estado allí efectivamente como si no.
Al pasar lentamente junto a los muchachos, Serge captó algunas palabras de la conversación, en buena parte obscenidades en español. Después pensó en los libros que hablaban del formalismo de los insultos españoles en los que los actos se hallan implícitos. No sucede lo mismo en la desenfadada manera de expresarse de los mejicanos, pensó. Un insulto o una vulgaridad mexicana puede superar incluso el color de su equivalente inglés. Los chicanos habían proporcionado vida a las obscenidades españolas.
Serge pensó que Blackburn se había dormido cuando a las diez y diez la locutora de Comunicaciones dijo:
– A todas las unidades de Hollenbeck y a Cuatro-A-Cuarenta y Tres, un sospechoso cuatro-ochenta y cuatro acaba de salir corrriendo del número veintitrés once de la avenida Brooklyn en dirección Esle a Brooklyn y Sur a Soto. El sospechoso es varón, mexicano, treinta y cinco a cuarenta años, cabello negro, jersey rojo de manga corta y cuello cisne, pantalones color kaki, portando una estatua de yeso.
Serge y Blackburn se encontraban en Brooklyn aproximándose a St. Louis cuando se produjo la llamada. Pasaron frente al escenario del robo y Serge vio un coche-radio aparcado enfrente, con la luz del techo apagada y un oficial dentro. El otro oficial se encontraba en la tienda hablando con el propietario.
Serge aparcó un momento al lado del cocho radio y leyó el rótulo del escaparate: "Objetos Religiosos Luz del Día".
– ¿Qué se ha llevado? -le gritó al oficial, un novato que Serge no conocía.
– Una estatua religiosa, señor -dijo el joven oficial, pensando seguramente que se merecía el "señor" por ir de paisano. A Serge le alegró comprobar que su soñoliento compañero abrió los ojos al escucharle hablar con el novato. Le dolía decepcionar a los jóvenes demasiado pronto.
Serge giró al Sur en Soto y empezó a mirar tratando de descubrir al ladrón. Giró al Este en la Primera y al Norte en Matthews divisando entonces al cuello de cisne rojo bajando por la calle. El testigo había proporcionado una descripción excelente, pensó, pero no había mencionado que estaba borracho.
– Aquí está -dijo Serge.
– ¿Quién?
– El sospechoso cuatro-ochenta y cuatro de la tienda religiosa. Tiene que ser él. Mírale.
– Sí, tiene que ser él -dijo Blanckburn iluminando al ondulante borracho con la linterna.