El borracho se cubrió la cara con las manos.
Serge se detuvo a pocos pasos de distancia del hombre y ambos descendieron del coche.
– ¿Dónde está la imagen? -preguntó Blackburn.
– Yo no tengo nada, señor -dijo el hombre borracho de ojos acuosos. El jersey de cuello de cisne aparecía cuajado de manchas púrpura de muchos cuartillos de vino.
– Conozco a este individuo -dijo Blackburn-. Vamos a ver, Eddie… Eddie algo.
– Eduardo Onofre Esquer -dijo el hombre tambaleándose peligrosamente-. Me acuerdo de usted, señor. Me ha detenido muchas veces por borracho.
– Sí. Eddie hace años que es uno de los borrachos de la avenida Brooklyn. ¿Dónde has estado Eddie?
– Me encerraron la última vez, señor, un año. He estado en la cárcel del condado un año.
– ¿Un año? ¿Por borracho?
– Por borracho no. Por hurto. Estaba robando dos pares de medias de mujer para venderlas a cambio de un trago.
– Y ahora estás haciendo lo mismo, maldita sea -dijo Blackburn-. Ya sabes que un hurto con antecedentes de lo mismo se convierte en un delito más grave. Esta vez te encerrarán por delito de mayor cuantía.
– Por favor, señor -sollozó Eddie -. No me detenga esta vez.
– Entra, Eddie -dijo Serge-. Enséñanos dónde la has arrojado.
– Por favor, no me detengan -dijo Eddie mientras Serge ponía en marcha el vehículo y se dirigía en dirección Éste hacia Michigan.
– ¿Dónde, Eddie? -preguntó Serge.
– No la he tirado, señor. La he dejado en la iglesia cuando he visto lo que era.
La linterna de Blackburn iluminó la blanca túnica, la negra cogulla y el negro rostro de Martín de Porres en los peldaños frontales del edificio gris de la calle Breed.
– Cuando he visto lo que era, lo he dejado aquí en las escaleras de la iglesia.
– Esto no es una iglesia -dijo Blackburn -. Es una sinagoga.
– Bueno, pero lo he dejado aquí para que los curas lo encontraran -dijo Eddie -. Por favor, no me detenga, señor. Iré directamente a casa si me da la oportunidad. Ya no robaré más. Se lo juro por mi madre.
– ¿Qué dices, compañero? -preguntó Serge sonriendo.
– Qué demonio. Somos oficiales de la sección juvenil, ¿no? -dijo Blackburn -. Eddie no es un menor.
– Vete a casa, Eddie -dijo Serge incorporándose en el asiento y abriendo la portezuela posterior del coche.
– Gracias, señor -dijo Eddie -. Gracias. Me voy a casa.
Eddie tropezó con el bordillo, se enderezó y avanzó tambaleándose por la acera en dirección a su casa mientras Serge recogía la imagen que se encontraba en los peldaños de la sinagoga.
– Gracias, señor -gritó Eddie por encima del hombro -. No sabía lo que me llevaba. Le juro por Dios que no robaría un santo.
– ¿Te apetece comer? -le preguntó Blackburn tras dejar al negro Martín en la tienda religiosa y contarle al propietario que lo habían encontrado en perfectas condiciones abandonado en la acera a dos manzanas de distancia de allí y que, tal vez, el ladrón tuviera conciencia y no pudiera robar a Martín de Forres. El propietario dijo:
– Quizás, quizás. ¿Quién sabe? Es bonito pensar que un ladrón también tiene alma.
Blackburn le ofreció al anciano un cigarillo y dijo:
– Nosotros necesitamos creer que hay gente buena, ¿verdad, señor? Los jóvenes como mi compañero no necesitan nada pero cuando uno se hace un poco mayor, como usted y como yo, entonces se necesita un poco de fe, ¿verdad?
– ¿Dispuesto a comer? -le preguntó Serge a Blackburn.
Blackburn permaneció callado unos minutos y después dijo:
– Llévame a la comisaría, ¿quieres Serge?
– ¿Para qué?
– Quiero hacer una llamada. Tú ve a comer y recógeme más tarde.
"¿Pero qué pasa ahora?", pensó Serge. Aquel individuo tenía más problemas personales que ninguno de los compañeros con quienes había trabajado.
– Voy a llamar a mi mujer -dijo Blackburn.
– Estáis separados, ¿verdad? -preguntó Serge y sintió haberlo dicho porque las observaciones inocentes de esta clase pueden dar entrada a una terrible confesión de problemas maritales.
– Sí, pero voy a llamarla y pedirle si puedo ir a casa. ¿Qué hago yo en un apartamento de soltero? Tengo cuarenta y dos años. Voy a decirle que todo se arreglará si tenemos fe.
"Es maravilloso -pensó Serge -. El negro Martín ha obrado un milagro en este viejo bastardo calloso."
Serge dejó a Blackburn en la comisaría y regresó a la Brocklvn pensando que iba a comer un poco de comida mexicana. Unascarnitas le irían de perilla y había un par de sitios de la Brooklyn que cobraban a los policías a mitad de precio y hacían las carnitas al estilo de Michoacán.
Después pensó en el restaurante del señor Rosales. Hacía varios meses que no iba y siempre estaba Mariana que cada vez estaba más guapa. Cualquier día le pediría que fuera al cine con él. Entonces recordó que no había salido con ninguna muchacha mexicana desde sus días de estudiante.
No vio a Mariana al entrar en el restaurante. Antes solía acudir allí una o dos veces al mes pero últimamente hacía varios meses que no iba… por culpa de unas vacaciones de treinta días y de una camarera que Blackburn estaba intentando seducir en un restaurante al aire libre del centro de la ciudad y que se mostraba extremadamente interesada por el viejo y les suministraba perros calientes, hamburguesas y alguna que otra delicadeza en nombre del dueño, que no sabía que ella lo hacía.
– Ah, señor Durán- dijo el señor Rosales señalándole a Serge un reservado -. No le hemos visto por aquí. ¿Cómo está? ¿Ha estado enfermo?
– De vacaciones, señor Rosales -dijo Serge -. ¿Llego demasiado tarde para comer?
– No, claro que no. ¿Unascarnitas? Tengo una nueva cocinera de Guanajuato. Hace una barbacoa y una birria deliciosa.
– Quizás un par de tacos, señor Rosales. Y café.
– Tacos. ¿Con todo?
– Sí, con mucho chile.
– En seguida, señor Durán -dijo el señor Rosales dirigiéndose a la cocina y Serge esperó, pero no fue Mariana la que regresó con el café sino otra chica mayor que ella, más delgada e inexperta como camarera, que derramó un poco de café al verterlo.
Serge se bebió el café y se fumó un cigarrillo mientras esperaba que le trajeran los tacos. No tenía tanto apetito como había pensado aunque la nueva cocinera los hacía tan ricos como la anterior. De los menudos trozos de carne de cerdo se había eliminado toda la grasa y las cebollas habían sido picadas con esmero y mezcladas con cilantro. La salsa de chile, pensó Serge, era la mejor que jamás había saboreado pero de todos modos no tenía tanto apetito como pensaba.
Cuando estaba a medio comer el primer taco, sus ojos se cruzaron con los del señor Rosales y el hombrecillo corrió hacia su mesa.
– ¿Más café? -le preguntó.
– No, es suficiente. Me estaba preguntando dónde está Mariana. ¿Un nuevo trabajo?
– No -dijo el hombre echándose a reír -. El negocio marcha tan bien que ahora tengo dos camareras. La he enviado a la tienda. Nos hemos quedado sin leche. Volverá en seguida.
– ¿Qué tal va su inglés? ¿Mejorando?
– Se asombrará usted. Es muy lista. Habla mucho mejor que yo.
– Su inglés es precioso, señor Rosales.
– Gracias. ¿Y su español, señor? Nunca le he escuchado hablar en español. Pensé que era usted anglosajón hasta que supe su nombre. ¿Es quizás medio anglosajón? ¿O verdadero español?
– Aquí llega -dijo Serge aliviado de que Mariana interrumpiera la conversación.
Llevaba dos grandes bolsas y cerró la puerta con el pie sin percatarse de Serge que le quitó la bolsa de la mano.
– ¡Señor Durán! -dijo ella brillándole los negros ojos-. Cuánto me alegro de verle.
– Y cuánto me alegro yo de escucharla hablar un inglés tan bueno -dijo Serge sonriendo y haciendo un movimiento de cabeza en dirección al señor Rosales mientras éste la ayudaba a llevar la leche a la cocina.