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– ¡La universidad!-dijo él-. Pero si las muchachitas de México no vienen aquí para estudiar. ¡Es maravilloso! Me alegro mucho.

– Gracias -dijo ella sonriendo -. Me gusta que se alegre. Mi profesor dice que es posible que pueda hacerlo aunque no tenga mucha instrucción porque leo y escribo muy bien en español. Mi madre también leía muy bien y tenía mucha instrucción cuando se casó con mi pobre padre que no tenía ninguna.

– ¿Su madre vive?

– No, murió hace tres años.

– ¿Su padre sí?

– Sí, es un hombre muy fuerte. Siempre muy animado. Pero no tanto como antes de morir mamá. Tengo diez hermanas menores. Ganaré dinero y las mandaré a buscar una a una a menos que se casen antes de que yo consiga ahorrar el dinero.

– Es usted una chica ambiciosa.

– ¿Qué quiere decir?

– Que tiene mucha fuerza y deseos de triunfar.

– No es nada.

– Conque estudiará botánica, ¿eh?

– Estudiaré inglés y español -dijo ella -. Quizás podré ser profesora dentro de cuatro años, o traductora, en menos tiempo, para trabajar en los tribunales si estudio duro. La botánica no es más que una insensatez. ¿Me imagina como una mujer instruida?

– Yo ni siquiera me la imagino como mujer -dijo él estudiando su cuerpo maduro -. Para mí no es más que una palomita.

– Ay, Sergio -dijo ella echándose a reír -, estas cosas las aprende usted en los libros. Yo le miraba a usted antes de que fuéramos amigos cuando le servía la comida a usted y a su compañero, el otro policía. Llevaba libros en el bolsillo de la americana y leía mientras comía. En la vida real no hay sitio para las palomitas. Hay que ser fuerte y trabajar duro. De todas maneras, me gusta que me diga que soy una paloma.

– Sólo tiene diecinueve años -dijo él.

– Una mexicana es mujer muy pronto. Soy una mujer, Sergio.

Volvieron a guardar silencio y a Serge le agradó verla gozar ante las ciudades y viñedos que pasaban y que él apenas observaba.

A Mariana le impresionó el lago tanto como él suponía. Alquilaron una lancha motora y, durante una hora, le enseñó las casas que bordeaban la orilla del lago Arrowhead. Sabía que tanta riqueza la había dejado boquiabierta.

– ¡Pero cuántas hay! -exclamó ella -. Debe haber muchos ricos.

– Hay muchos -dijo él -. Y yo nunca seré uno.

– Eso no es importante -dijo ella, acercándose un poco más a él mientras se dirigían al centro del lago. El brillante sol que se reflejaba sobre las aguas le lastimaba los ojos y se puso las gafas ahumadas. Ella le parecía así más morena y el viento jugueteaba con su cabello castaño oscuro dejando al descubierto su cogote. Eran las cuatro de la tarde y el sol calentaba todavía cuando se terminaron la comida en una rocosa colina del extremo más alejado del lago, que Serge había descubierto otra vez con otra muchacha a la que gustaba merendar y hacer el amor al aire libre.

– Creía que iba a traer comida mexicana -dijo Serge terminándose el quinto trozo de tierno pollo y sorbiendo soda de fresa mantenida fresca en un recipiente de plástico con hielo en el fondo de la bolsa.

– Me han dicho que a los americanos Ies gusta comer pollo frito en los picnics -dijo ella riendo -. Me han dicho qué es lo que esperan todos los americanos.

– Está delicioso -dijo él suspirando y pensando que hacía tiempo que no bebía soda de fresa. Se preguntó también por qué la fresa era el aroma preferido de los mexicanos ya que en toda la zona Este de Los Angeles eran muy frecuentes los refrescos de helado con fresas.

– La señora Rosales quería que trajera chicharrones y cerveza pero yo no he querido porque he pensado que preferiría usted lo otro.

– Me ha encantado la comida, Mariana -dijo él sonriendo y preguntándose cuánto tiempo haría que no saboreaba los sabrosos y retorcidos chicharrones. Entonces recordó que jamás había comido chicharrones con cerveza porque, cuando su madre los hacía, él era demasiado pequeño para beber cerveza. Deseó de repente poder comer unos cuantos chicharrones con un frío vaso de cerveza. Siempre se quiere lo que, de momento, no se tiene, pensó.

Contempló a Mariana mientras ésta recogía los restos de la merienda, introduciendo los platos de papel en otra bolsa que había traído. Al cabo de unos minutos, no se notaría que alguien había comido allí. Era una muchacha totalmente eficiente, pensó, y estaba deslumbrante con el traje rojo y las sandalias negras. Tenía los dedos de los pies y los pies preciosos, morenos y suaves como toda ella. Experimentó un agudo dolor en la parte baja del pecho al pensar en ella y recordó el voto de abstinencia que había hecho en relación con la persona a la que menos iba a respetar.

AI terminar, ella se sentó a su lado, dobló las piernas, apoyó las manos en las rodillas y la cara en las manos.

– ¿Quiere saber una cosa? -le preguntó ella mirando al agua.

– ¿Qué?

– Jamás había visto un lago. Ni aquí ni en México. Sólo en las películas. Éste es el primer lago auténtico que veo.

– ¿Le gusta? -preguntó él advirtiendo humedad en las palmas de las manos. Volvió a experimentar el mismo dolor en el pecho y sequedad en la boca.

– Me ha hecho usted pasar un día muy bonito, Sergio -le dijo ella mirándole a la cara y con voz densa.

– ¿Le ha gustado?

– Ches.

– No ches -dijo él riéndose -. "Yes".

– Ches -contestó ella sonriendo.

– Así: Y-y-yes, Adelante un poco la barbilla. -Sostuvo su barbilla entre las manos y tiró levemente. Pero ella adelantó toda la cara.

– "Yes" -le dijo ella.

– Ya lo ha dicho.

– Sí, Sergio, sí, sí -suspiró ella.

– Vuela, palomita -dijo él sin reconocerse aquella extraña voz hueca -. Por favor, vuela -dijo, y sin embargo la sostuvo por los hombros temiendo que fuera a hacerlo.

– Sí, Sergio, sí.

– Estás cometiendo un error, palomita -murmuró é! pero ella le rozó la mejilla con los labios.

– Te digo sí, Sergio. Para ti, sí. Para ti, sí, sí.

17 Policía de niños

Lucy era medianamente atractiva pero sus ojos eran vivos y no se perdían nada y le devoraban a uno cuando se hablaba con ella. Sin embargo, ello no resultaba en modo alguno embarazoso. Al contrario, uno sucumbía y se dejaba devorar y eso le gustaba a uno. Sí, le gustaba. Gus apartó la mirada de la calle y examinó sus largas piernas, cruzadas a la altura de los tobillos, con sus medias finas, pálidas y transparentes. Se sentaba reclinada como un compañero varón y fumaba y contemplaba la calle mientras Gus patrullaba, exactamente igual que un compañero varón, pero era completamente distinto a trabajar con un compañero varón. Con las restantes mujeres policías no había diferencia, exceptuando el hecho de que uno debía mostrarse más precavido y procurar no mezclarse en asuntos que entrañaran el menor peligro. Siempre que ello pudiera evitarse, porque una mujer policía seguía siendo una mujer, ni más ni menos, y uno era responsable de su seguridad tratándose de la mitad masculina de la pareja. Con algunas compañeras policías casi era igual que estar con un hombre, pero con Lucy no. Gus se preguntó por qué le gustaría ser devorado por aquellos ojos castaños que tenían arrugas en los ángulos. Normalmente, le molestaban los ojos que miraban con demasiada fijeza.

– ¿Crees que va a gustarte el trabajo de policía, Lucy? -preguntó Gus girando por la calle Mayor y pensando que a ella le gustaría recorrer todas aquellas hileras de calles de la zona. A la mayoría de las mujeres policía nuevas les gustaba.

– Me encanta, Gus -dijo ella-. Es un trabajo emocionante. Sobre todo aquí en la División Juvenil. No creo que hubiera resultado tan interesante trabajar en la cárcel de mujeres.

– Yo tampoco lo creo. No te imagino empujando a todas aquellas sinvergüenzas.

– Yo tampoco -contestó ella haciendo una mueca-, pero creo que antes o después me destinarán allí.