– Siéntate y compórtate como un pequeño hijo de perra.
Se habían medio terminado el café cuando Lucy le dijo:
– ¿Has estado pensando en el pequeño, Gus?
– De ninguna manera -dijo Gus.
– ¿No resulta difícil no hacerlo?
– No. Cuando uno se acostumbra ya no. Y debieras aprenderlo cuanto antes, Lucy.
– ¿En qué tengo que pensar entonces?
– En tus propios problemas. Eso he estado haciendo yo. Preocupándome por mis ridículos problemas.
– Háblame de tus problemas, Gus -dijo Lucy -. Dame alguna otra cosa en que pensar.
– Bueno, pues te diré que hace tres días que no practicamos ninguna detención de menor. El jefe nos va a regañar. De eso tenemos que preocuparnos.
– ¿Te gusta de verdad el trabajo en la sección juvenil?
Quiero decir, pensándolo bien, ¿te gusta ser un policía de chiquillos?
– Sí, Lucy. No es fácil de explicar pero es como, no sé, sobre todo con los pequeños, me gusta el trabajo porque nosotros los protegemos. Fíjate en el niño de esta noche. Su padre será detenido y es posible que el fiscal del distrito consiga demostrar que fue él quien le hizo eso al niño o quizá no lo consiga. El niño no será un buen testigo o mucho me equivoco. Quizá la madre les diga la verdad, pero lo dudo. Y cuando los abogados, los psiquiatras y los criminólogos hayan expresado sus opiniones, no creo que le hagan gran cosa. Pero por lo menos hemos sacado al niño de allí. Estoy seguro de que el tribunal de menores no lo devolverá a sus padres. Quizá le hayamos salvado la vida. Me gusta pensar que protegemos a los niños. Si quieres que te diga la verdad, si la puerta hubiera estado cerrada, yo la hubiera echado abajo. Ya lo había decidido. Somos los únicos que podemos salvar a los niños pequeños de sus padres.
– ¿No te gustaría detener a un hombre así y obligarle a confesar? -dijo Lucy aplastando la colilla del cigarrillo en el cenicero.
– Yo antes creía que podía extraer la verdad de la gente por medio de la tortura -dijo Gus sonriendo -, pero cuando empecé a trabajar como policía y vi y detuve a personas francamente malvadas, me di cuenta de que ni siquiera me apetecía tocarlas o estar con ellas. Jamás haría carrera en una mazmorra medieval.
– A mí me educaron muy sensatamente -dijo Lucy sorbiendo el café mientras Gus le contemplaba la zona de su blanca clavícula acariciada por su cabello cuando ella movía la cabeza. Se sentía molesto porque el corazón le latía apresuradamente y tenía las manos mojadas. Dejó por ello de contemplar aquella tierna zona de carne -. Mi padre es profesor de escuela secundaria, tal como te he dicho, y a mi madre le resultaría imposible creer que haya un padre que se atreva a dejar andar por ahí a su hijo sin ropa interior completamente limpia y recién lavada. Son buena gente, ¿sabes? ¿Cómo puede la gente buena imaginarse la existencia que realmente llevan las malas personas? Yo iba a ser asistente social hasta que me enteré de que el Departamento de Policía de Los Ángeles buscaba mujeres policía. ¿Cómo podría ser ahora asistente social después de haber aspirado la esencia del mal? La gente no es básicamente buena, ¿verdad?
– Pero quizá tampoco es mala.
– Pero no es buena, maldita sea. ¡Todos mis profesores me decían que la gente era buena! Y la gente miente. Vaya si miente. No concibo la forma de mentir de la gente.
– Esto fue lo que más me costó aprender -dijo Gus -. Durante el primer año de trabajo, yo creía en la gente. A despecho de lo que me dijeran. Ni siquiera le hacía caso a Kilvinsky. Toda la vida había creído que lo que la gente me decía era verdad y fui un mal policía hasta que superé este error. Ahora sé que todos mienten cuando sus vidas dependen de la verdad.
– Qué manera tan desagradable de vivir -dijo Lucy.
– Para un hombre, no. Para una mujer, tal vez. Pero encontrarás a alguien y te casarás. No vas a estar haciendo eso toda la vida.
Gus evitó su mirada al decírselo.
– Procuraré no casarme con un policía. De lo contrarío no podría escapar.
– De todas maneras, los policías son malos maridos -dijo Gus sonriendo -. El índice de divorcios es muy elevado.
– Tú eres policía y no eres mal marido.
– ¿Cómo lo sabes? -le dijo él y entonces quedó apresado y atrapado por aquellos ojos castaños.
– Te conozco. Mejor que a nadie.
– Bueno -dijo Gus-, No sé… bien…
Y entonces cedió y sucumbió ante aquellos ojos que le miraban sin pestañear, un feliz conejo gris entregándose al benevolente abrazo letal del zorro y decidió que, cualquiera que fuera el rumbo que tomara la conversación a partir de aquel momento, él la seguiría de buen grado. El corazón le martilleaba alegremente.
– Eres un buen policía -dijo ella -. Sabes cómo son las cosas y sin embargo te muestras amable y compasivo, sobre todo con los niños, Y es una cualidad no muy frecuente, ¿sabes? ¿Cómo puede conocer uno a la gente y al mismo tiempo tratarla como si fuera buena?
– La gente es débil. Creo que me he resignado a manejar a los débiles. Creo que les conozco porque yo también soy débil.
– Eres el hombre más fuerte que jamás he conocido y también el más bueno.
– Lucy, quiero invitarte a un trago después del trabajo. Tendremos tiempo antes de que cierren los bares. ¿Querrás venir conmigo al Salón Marty's?
– Creo que no.
– No me propongo nada -dijo Gus y se maldijo por haber dicho semejante estupidez porque se lo proponía todo y, naturalmente, ella sabía que se lo proponía todo.
– Ésta será la última noche que trabajemos juntos -dijo Lucy.
– ¿Qué quieres decir?
– El lugarteniente me ha dicho esta noche que si me gustaría trabajar temporalmente en la sección juvenil de Harbor, empezando mañana mismo, y que, si todo iba bien, quizá podría quedarme allí permanentemente. Le he dicho que quería pensarlo. Ya lo he decidido.
– ¡Pero si te queda muy lejos! Tú vives en Glendale.
– Soy una chica soltera que vive en un apartamento. Puedo trasladarme.
– ¡Pero a tí te gusta el trabajo de policial Harbor será muy aburrido. Echarás de menos toda la actividad de por aquí.
– ¿Fue terrible crecer sin padre, Gus? -le preguntó ella de repente.
– Sí, pero…
– ¿Podrías hacerles esto a tus niños?
– ¿Qué?
– ¿Dejarías que crecieran sin padre o con un padre de fin de semana, dos veces al mes?
Hubiera querido decirles "sí" a aquellos ojos que él sabía que deseaban que dijera "sí" pero vaciló. Pensó a menudo más tarde que, de no haber vacilado, hubiera podido decir "sí" y qué hubiera sucedido si se hubiera limitado a decir sí". Pero no dijo "sí", permaneció callado durante varios segundos, y ella le sonrió y le dijo:
– Claro que no lo harías. Y ésta es la clase de hombre que yo quisiera que se casara conmigo y me diera hijos. Debiera haberte conocido hace tres años. ¿Qué te parece si me acompañas a la comisaría? Voy a pedirle al lugarteniente si puedo marcharme a casa. Tengo un dolor de cabeza espantoso.
Debía haber algo que pudiera decir pero, cuanto más lo pensaba, tanto más absurdo se le antojaba. El cerebro le estaba dando vueltas cuando aparcó en el aparcamiento de la comisaría y mientras Lucy se llevaba sus.pertenencias, decidió que ahora, en este mismo momento, se acercaría a ella que se encontraba junto a su coche particular y le diría algo. Tenía que ocurrírsele algo porque si no lo hacía ahora, ahora mismo, ya no lo haría nunca. Y estaba en juego su misma vida, no, su propia alma.
– Ah, Plebesly -dijo el lugarteniente Dilford saliendo de su despacho y haciéndole señas a Gus.
– Dígame, señor -dijo Gus entrando en el despacho del comandante de guardia.
– Siéntese un momento, Gus. Tengo una mala noticia para usted. Ha llamado su esposa.
– ¿Qué ha sucedido? -dijo Gus poniéndose en píe de un salto-. ¿Los niños? ¿Ha pasado algo?