– No, no. Su mujer y los niños están bien. Siéntese, Gus.
– ¿Mi madre? -preguntó Gus avergonzándose del alivio que experimentó al suponer que pudiera ser su madre en lugar de sus hijos.
– Es su amigo Andy Kilvinsky, Gus. Le conocí bien cuando trabajé en Universidad hace años. Su esposa ha dicho que esta noche la ha llamado un abogado de Oregón. Kilvinsky le ha legado a usted unos cuantos miles de dólares. Ha muerto, Gus. Se disparó un tiro.
Gus escuchó zumbar monótonamente la voz del lugarteniente durante varios segundos antes de levantarse y encaminarse hacia la puerta frontal; el lugarteniente estaba asintiendo con la cabeza y diciendo algo como manifestándole su aprobación. Pero Gus no supo lo que decía mientras bajaba la escalera que conducía al aparcamiento. Había abandonado el aparcamiento y se dirigía a casa cuando empezó a llorar pensando en Kilvinsky, a llorar por él. Inclinó la cabeza angustiado y pensó incoherentemente en el chiquillo de aquella noche y en todos los niños sin padre. Ya no podía ver la calle. Después pensó en sí mismo y en su tristeza y vergüenza y cólera. Las lágrimas le brotaron como lava. Se acercó al bordillo y las lágrimas le quemaron y los estremecidos sollozos le hicieron temblar el cuerpo y pensó en el silencioso dolor de la vida. Ya no sabía por quién lloraba y poco le importaba. Lloraba solo.
18 El vendedor ambulante
– Me alegro de que me hayan destinado a la calle Setenta y Siete -dijo Dugan, el pequeño novato de rostro colorado que le habían asignado a Roy de compañero durante una semana-. He aprendido mucho trabajando en una zona negra. Y he tenido buenos compañeros que me han ayudado.
– La calle Setenta y Siete es tan buena como cualquier otro sitio para trabajar -dijo Roy pensando en lo a gusto que iba a sentirse cuando el sol se posara por debajo de la carretera sobreelevada de Harbor. Las calles empezarían a enfriarse y el uniforme resultaría más soportable.
– ¿Hace bastante tiempo que estás aquí, verdad Roy?
– Unos quince meses. En esta división siempre está uno ocupado. Siempre pasa algo y por consiguiente se está ocupado. No hay tiempo para sentarse a pensar y el tiempo pasa, por eso me gusta.
– ¿Has trabajado alguna vez en una división blanca?
– En la Central -contestó Roy asintiendo.
– ¿Es igual que en una división negra?
– Es más lenta. No hay tantos delitos y por eso es más lenta. El tiempo pasa más lentamente. Pero es igual. Todos son bastardos asesinos; aquí abajo son un poquito más morenos.
– ¿Cuánto tiempo hace que has vuelto a trabajar, Roy? Si no te importa hablar de eso. En cuanto me trasladaron, me enteré del disparo que habías sufrido. No hay muchas personas que sobrevivan a un disparo de escopeta en el estómago, creo.
– No muchas.
– Me parece que no te gusta hablar de eso.
– No es que no me guste, es que estoy harto de hablar de ello. Estuve hablando de ello los cinco meses que pasé haciendo trabajo de despacho. Les conté la historia mil veces a los policías curiosos que querían saber cómo es posible que me pusiera tan nervioso y permitiera que me hicieran un disparo así. Estoy harto de contarlo. No te importa, ¿verdad?
– Claro que no, Roy. Lo comprendo muy bien. Ahora estás bien, ¿verdad? Yo llevaré los libros y conduciré si tú quieres descansar.
– Estoy bien, Dugan -dijo Roy riéndose -. Jugué tres partidos muy duros de balonmano la semana pasada. Me encuentro bien físicamente.
– Me imagino que he tenido suerte al tropezarme con un compañero experimentado que ha visto muchas cosas y ha hecho de todo. Pero a veces hago demasiadas preguntas. Tengo una boca irlandesa muy grande que, a veces, no puedo controlar.
– De acuerdo, compañero -dijo Roy sonriendo.
– Siempre que quieras que me calle, me lo dices.
– De acuerdo, compañero.
– Doce-A-Nueve, Doce-A-Nueve, vean a la mujer, informe cuatro cinco nueve, ochenta y tres veintinueve Vermont Sur, apartamento B de Bernardo.
– Doce-A-Nueve, entendido -dijo Dugan y Roy giró en dirección al ocaso color púrpura veteado de bruma y se dirigió pausadamente al lugar de la llamada.
– Yo pensaba que la mayoría de robos se producían por la noche -dijo Dugan -. Cuando era paisano, quiero decir. Supongo que la mayoría de ellos se producen de día cuando la gente no está en casa.
– Exactamente -dijo Roy.
– Muchos ladrones no se atreverían a entrar de noche en una casa ocupada por gente, ¿verdad?
– Demasiado peligroso -dijo Roy encendiendo un cigarrillo que le supo mejor que el anterior ahora que estaba refrescando un poco.
– Me gustaría atrapar a un buen ladrón una de estas noches. A lo mejor lo atrapamos esta noche.
– A lo mejor -contestó Roy girando al Sur hacia la avenida Vermont desde Florence donde se encontraban.
– Yo voy a seguir estudiando -dijo Dugan -. He pasado algunos exámenes desde que salí de la marina pero ahora voy a hacerlo en serio para conseguir el título en ciencia policial. ¿Tú estudias, Rov?
– No.
– ¿Lo habías hecho?
– Antes sí.
– ¿Te faltaría mucho para alcanzar el título?
– Quizás unos veinte exámenes.
– ¿Nada más? Es estupendo. ¿Vas a matricularte este semestre?
– Demasiado tarde.
– ¿Vas a terminar?
– Claro que sí -dijo Roy y el estómago empezó a arderle como consecuencia de un acceso de indigestión, advirtiendo un estremecimiento de náuseas. Ahora la indigestión le producía náuseas. Supuso que jamás podría fiarse de su estómago y este novato de ojos avispados le estaba revolviendo el estómago con su entrometimiento y su exasperante inocencia.
Roy pensó que ya cambiaría. No bruscamente sino gradualmente. La vida le robaría la inocencia poco a poco igual que una lechuza roba pajarillos hasta que el nido se queda vacío y pavoroso en su soledad.
– Parece que aquí es el sitio, compañero -dijo Dugan poniéndose el gorro y abriendo la portezuela antes de que el coche se hubiera detenido.
– Espera a que me detenga, Dugan -dijo Roy -. No quiero que te rompas una pierna. No es más que una llamada de informe.
– Perdón -dijo Dugan sonriendo y ruborizándose.
Era un piso de los de arriba situado en la parte posterior de la casa. Dugan llamó suavemente a la puerta con el mango de la linterna tal como Roy tenía por costumbre hacer y tal como probablemente él le habría visto hacer. Roy observó también que Dugan se había cambiado a su marca de cigarrillos y que se había comprado una linterna grande de tres pares igual que la de Roy a pesar de que la de cinco pares se la había comprado hacía muy pocas semanas. Siempre quise un hijo, pensó Roy amargamente, mientras observaba a Dugan llamar a la puerta y hacerse prudentemente a un lado tal como Roy le había enseñado a hacer en todas circunstancias, aunque la llamada fuera simplemente de rutina. Y mantenía siempre la mano derecha libre, llevando el cuaderno de informes y la linterna en la izquierda. No se quitaba el gorro cuando entraban en una casa hasta estar absolutamente seguros de lo que se trataba y sólo entonces se sentaban, se quitaban el gorro y se relajaban. Pero Roy ya no se relajaba, aunque quisiera relajarse, aunque se concentrara en la relajación porque le era necesaria para que sanara su estómago. Ahora no podía permitirse el lujo de una úlcera, jamás se lo podría permitir. Deseaba tanto poder tranquilizarse. Pero ahora Dorothy le estaba acosando para que permitiera que su nuevo y gordo marido de mediana edad adoptara a Becky. Él le había contestado que antes les mataría a los dos y Dorothy había intentado llegar a él a través de la madre de Roy en quien siempre había tenido una intercesora. Y él pensaba en Becky y en cómo decía "papá" y en lo increíblemente bonita y dorada que era. La puerta del apartamento la abrió una chica que no era ni bonita ni dorada pero Roy pensó inmediatamente que era atractiva. No tenía la piel muy oscura si bien a él se le antojaba demasiado oscura; sus ojos eran de un castaño claro con manchas negras que le recordaron las motitas que se observaban en los ojos de su hija. Roy supuso que debía tener su misma edad o quizá fuera mayor y pensó que el peinado natural africano resultaba bonito en las mujeres negras, aunque no le agradaba en los hombres. Por lo menos no llevaba collares de hueso o pendientes de hierro u otros adornos falsamente africanos. Sólo el peinado. Eso estaba bien, pensó él. Era natural.