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– No me asombra demasiado verle -dijo ella sosteniéndose una bata blanca a la altura del pecho, con un aire ni especialmente amistoso ni especialmente hostil.

– Estoy triste -dijo él detenido todavía en el umbral -. La única cara más triste que he visto últimamente es la suya. Tal como estaba usted esta noche. He pensado que podríamos beber juntos y simpatizar mutuamente.

– Yo ya le llevo una cabeza de ventaja -dijo ella sin sonreír señalándole la botella de la mesa del desayuno que ya no estaba llena.

– Puedo ponerme al corriente -dijo Roy.

– Mañana tengo que levantarme temprano e ir a trabajar.

– No me quedaré mucho. Uno o dos tragos y un par de ojos amigos es lo único que necesito.

– ¿No puede encontrar los tragos y los ojos en casa?

– Los tragos sí. Mi casa es tan solitaria como ésta.

– ¿A qué hora termina el turno?

– Antes de la una. Estaré aquí antes de la una.

– Será muy tarde.

– Por favor.

– De acuerdo -dijo ella y sonrió un poco por primera vez y cerró la puerta suavemente mientras él bajaba la escalera asiendo fuertemente la barandilla.

– Hemos recibido una llamada -dijo Dugan -. Estaba a punto de salir a ir en tu busca.

– ¿De qué se trata?

– Ir a la comisaría, clave dos. ¿Te imaginas lo que puede ser?

– Vete a saber -dijo Roy encendiendo un cigarrillo y abriendo otro chicle para el caso de que tuviera que hablar con un sargento de la comisaría.

El sargento Schumann estaba esperando en el aparcamiento cuando ambos llegaron al mismo tiempo que otros dos coches radio. Roy caminó cuidadosamente tras haber aparcado el coche y se reunió con los demás.

– Muy bien, ya estáis todos, creo -dijo Schumann, un joven sargento de modales autoritarios que a Roy no le gustaba.

– ¿Qué sucede? -preguntó Roy sabiendo que Schumann era capaz de convertir en una aventura la tarea de escribir multas de tráfico.

– Vamos a patrullar por Watts -dijo Schumann-. Hemos recibido la pasada semana varias cartas del despacho del concejal Gibbs y un par procedentes de asociaciones de vecinos quejándose de los borrachos que proliferan por Watts. Vamos a hacer una redada esta noche.

– Será mejor que alquile un par de autocares entonces -dijo Betterton, un veterano fumador de puros-, una pequeña furgoneta no será suficiente para recoger a los borrachos de una sola esquina.

Schumann carraspeó y sonrió afectadamente mientras todos los demás policías se echaban a reír, todos menos Benson, un negro que no se rió, observó Roy.

– Bien, vamos a practicar algunas detenciones -dijo Schumann-. Todos vosotros conocéis la zona de la Cien y la Tercera y de la Imperial y quizá también la Noventa y Dos y Beach. Fehler, tú y tu compañero llevaréis la furgoneta. Los demás, id en vuestros coches. Esto hará seis policías, por lo tanto no creo que tengáis dificultades. Permaneced juntos. Primero llenad la furgoneta y después meted algunos en los coches radio y traedlos. Aquí no, a la Prisión Central. Ya me encargaré de que estén preparados en la Central. Nada más. Buena caza.

– Dios mío -gruñó Betterton mientras se encaminaban hacia los coches -. Buena caza. ¿Habéis oído? Dios mío. Me alegro de retirarme dentro de dos años. ¿Ésta es la nueva caza? Buena caza, hombres. Ay, Dios mío.

– ¿Quieres que conduzca la furgoneta, Roy? -preguntó Dugan ansiosamente.

– Claro. ¿No eres tú quien conduce el coche esta noche? Pues entonces tú conducirás la furgoneta.

– ¿No se necesita carnet de chófer, verdad?

– Es una simple furgoneta, Dugan -dijo Roy mientras ambos se encaminaban hacia la parte de atrás del aparcamiento. Después Roy se detuvo diciéndole -: Se me ha ocurrido una cosa. Voy a buscar una cajetilla de cigarrillos a mi coche. Coge la furgoneta y recógeme en la parte de delante del aparcamiento.

Roy escuchó a Dugan poner en marcha el motor de la furgoneta mientras buscaba en la oscuridad las llaves del coche viéndose obligado al final a utilizar la linterna; de todos modos, aquella zona del aparcamiento era oscura y tranquila y sabía que se estaba preocupando sin motivo. No lo haría de no ser porque empezaba de nuevo a sentirse deprimido. Finalmente abrió el coche, apretó con una mano el botón de la luz del techo mientras con la otra abría expertamente la botella y se sentaba con las piernas fuera del coche dispuesto a levantarse inmediatamente en caso de que oyera pasos. Se terminó el cuartillo de cuatro o cinco tragos y buscó en la guantera la otra botella pero no pudo encontrarla y entonces recordó que no había ninguna otra. Se la había terminado por la mañana. "Curioso -se rió en silencio-, es muy curioso." Cerró el coche y caminó con paso rígido hacia la camioneta que Dugan mantenía con el motor encendido frente a la comisaría. Masticó caramelos de menta mientras se acercaba y encendió un cigarrillo que, en realidad, no le apetecía.

– Debe ser divertido trabajar con una furgoneta de borrachos -dijo Dugan -, no lo he hecho nunca.

– Sí -dijo Roy -. Cuando un borracho te vomite encima o se te restriegue contra el uniforme con los pantalones cubiertos de mierda ya me dirás si te gusta.

– No lo había pensado -dijo Dugan -. ¿Crees que sería mejor que me pusiera los guantes? Me he comprado unos.

– Déjalo. Nosotros mantendremos la portezuela abierta para que los demás muchachos metan dentro a los borrachos.

El ligero traqueteo y las sacudidas de la furgoneta estaban mareando a Roy y éste decidió asomar la cabeza por la ventanilla. La brisa de verano resultaba agradable. Empezó a dormitar y despertó sobresaltado cuando Dugan subió el bordillo para aparcar en el aparcamiento de la Noventa y Dos y Beach y empezaron las detenciones.

– A lo mejor encontramos a alguien con un poco de marihuana o algo así -dijo Dugan descendiendo de la furgoneta mientras Roy contemplaba soñoliento a la caterva de negros que habían estado bebiendo en los coches aparcados, jugando a los dados junto a la pared posterior de la licorería, de pie, sentados, acomodados en sillas viejas o en cajas de madera o sobre las capotas o los parachoques de los coches viejos que nunca faltaban en los solares de Watts. Entre ellos había también algunas mujeres y Roy se preguntó qué encontrarían de agradable en aquellos lugares entre los cascotes y los vidrios rotos. Pero entonces recordó cómo eran algunas casas por dentro y se imaginó que el olor que se advertía al aire libre se les antojaba, en cierto modo, una mejora si bien no era tampoco demasiado bueno que digamos, porque en aquellos sitios siempre había perros vagabundos merodeando y excrementos humanos y animales y montones de borrachos con todos los desagradables olores que éstos traen consigo. Roy se dirigió cuidadosamente a la parte de atrás de la furgoneta, levantó el pestillo de acero y abrió las portezuelas dobles. Se tambaleó al retroceder y se sintió molesto. Tengo que vigilar esto, pensó, y después la idea de un policía borracho cargando borrachos en una furgoneta de borrachos se le antojó muy graciosa. Empezó a reírse y tuvo que sentarse en la furgoneta un rato hasta que pudo controlar su regocijo.

Detuvieron a cuatro borrachos, uno de los cuales era un trapero que casi les había pasado desapercibido detrás de tres cubos repletos de basura. Sostenía una manzana a medio comer en una de sus huesudas manos amarillas y tuvieron que llevarle en brazos y subirle a la camioneta dejándole tendido en el suelo de la misma. Los demás borrachos sentados en los bancos de la camioneta pareció que no se daban cuenta del apestoso bulto que habían dejado a sus pies.

Patrullaron por la Cien y la Tercera y después bajaron por Wilmington. En menos de media hora, la furgoneta recogió a dieciséis hombres y cada coche-radio llevaba a tres más. Betterton saludó a Roy con la mano y aceleró hacia la carretera de Harbor y el centro de la ciudad mientras la furgoneta más lenta avanzaba ruidosamente.